Pase de permanencia
Mi amigo se deshizo en elogios ante los cuidados y la calidad de la asistencia sanitaria pública andaluza
He recibido una carta de un amigo al que hace tiempo no veía. No sé exactamente su edad pero debe rondar los 35. Acaba de tener una hija y está loco de contento. Entre todas las fotos de ese día de la que se muestra más orgulloso es de aquella en la que su hija mayor, fruto de un matrimonio anterior y ya adolescente, toma en sus brazos al bebé con una singular expresión de amor. Pienso en cuánto ha cambiado la sociedad, cómo se han borrado las fronteras familiares, cómo han desaparecido palabras como hermanastro, con ese feo sufijo que dividía los afectos por el porcentaje de la sangre y cómo, en la actualidad, hay segundos hijos tan deseados por los padres como por los hermanos ya mayores. Los que procedemos de familias numerosas, en las que día sí y otro también, queríamos asesinar a alguno de nuestros hermanos, no podemos comprender esa ansia de tener un compañero de infancia, ni sabemos nada de soledades infantiles, ni de esa nueva tristeza de carecer de recuerdos infantiles compartidos.
Mi amigo está feliz ante esa nueva oportunidad que le da la vida. Asistió al parto, cortó con mano temblorosa el cordón umbilical que inauguraba esta nueva vida, gastó la batería de la cámara haciendo fotos en la habitación del hospital y besó interminablemente a su mujer. Se deshizo en elogios ante los cuidados y la calidad de la asistencia sanitaria. Tanto que escribió: “Un millón de gracias a la sanidad pública andaluza. A pesar de los recortes y las dificultades, es un privilegio tener a nuestro servicio este nivel de atención y de dedicación plena. No lo valoramos lo suficiente. Hay que pelear por conservarlo”.
Al terminar el parto y una vez que su mujer estaba ya en planta, se dirigió al mostrador para devolver la bata verde y recoger sus pertenencias. En ese momento no pudo evitar romper a llorar. El personal sanitario le daba palmadas en la espalda, intentaban calmarlo. “Es normal. Es una experiencia muy emocionante”. Él movía su cabeza negativamente. No es eso, les dijo. Y salió precipitadamente del hospital.
Fuera la prima de riesgo bailaba al son siniestro de los mercados. En Grecia habían ganado los de siempre, con la ayuda inestimable de toda una presión internacional organizada para evitar a la peligrosa izquierda radical. La democracia seguía tambaleándose ante el poder del dinero y los políticos daban nuevas lecciones de impotencia y de desconocimiento de la realidad.
Cerca del hospital, enfermeras, médicos, funcionarios de la administración, interinos y amenazados por nuevos ERE se manifestaban contra las amenazas y los recortes. No es cierto que no estén dispuestos a sacrificarse, es que nadie conoce la hoja de ruta de estas políticas. Si de verdad alguien garantizase que la pérdida de un 10%, de un 20% de su salario sirviera para crear empleo, para salir definitivamente de esta espiral de la crisis económica, la mayoría no dudaría en hacerlo. El problema es que los sacrificios se hacen ante un Dios desconocido e insaciable, sin que siquiera corresponda bajando nuestra prima de riesgo o creando unos millares de empleos en nuestra tierra.
Mi amigo lleva más de un año en paro. No es tan joven como para quitarle importancia a estos años oscuros y esperar mejores tiempos, pero tampoco es tan mayor como para tener a la vista las pequeñas ventajas de la jubilación. De los buenos tiempos solo le quedan algunas cotizaciones de contratos inestables a tiempo parcial, un enorme televisor de plasma y unos cuantos meses de paro que ya ha consumido. Si la crisis se prolonga cuatro o cinco años más, cumplirá 40 años y empezará a ser muy mayor para un mercado laboral cada vez más exigente. Tiene la impresión de estar a mitad de camino, en tierra de nadie o, peor, navegando en un velero sin la menor señal de que exista una tierra cercana.
Al salir del hospital no lloraba por la emoción de contemplar a su hija recién nacida. Las cosas buenas no te hacen llorar de esa manera. Fue al observar sus pertenencias que todavía llevaba en la mano: su cartilla de desempleo y cinco euros cuidadosamente doblados, metidos en el plástico de su pase de permanencia.
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