Es hora de caminar juntos
Es tiempo de un consenso nacional para afrontar los grandes problemas Lo único que crece en España es el paro, la desigualdad y la desafección política
En demasiadas ocasiones tengo la sensación de que no queremos asumir la gravedad de la situación real de nuestro país, y que las fuerzas políticas y los líderes sindicales y empresariales consumen sus energías discutiendo sobre el mejor modo de externalizar sus respectivas responsabilidades, un ejercicio tan imprudente como engañoso. Ahora que ha llegado el obligado rescate de nuestra banca por los países miembros de la zona euro, tan interesados como nosotros mismos en evitar males mayores para todos, convendría no obviar algunas cuestiones básicas en torno a lo que son nuestros agujeros negros.
El primero, en relación con los orígenes de la situación creada, nuestra inmensa burbuja inmobiliaria. En efecto, durante los primeros ocho años de vida del euro, sustentado sobre la seguridad que suponía la moneda única y los muy bajos y uniformes tipos de interés existentes en la Unión, España recibió un ingente flujo de capital y financiación procedente de Alemania. Esta financiación externa alimentó la espiral de crecimiento desmesurado del crédito privado, con el sobreendeudamiento de empresas y familias y una gran burbuja inmobiliaria, a la que no fue ajena la liberalización del suelo promovida por el Gobierno Aznar.
La combinación de crédito barato, una demanda creciente de alojamientos e infraestructuras así como una mano de obra abundante vía inmigración, nos garantizó un elevado ritmo de crecimiento y la reducción espectacular de nuestra tasa de paro que, en 2007, tan sólo alcanzaba el 7% de la población activa. En ese período, nuestra inflación aumentó de media un 3,2% frente al 1,7% de Alemania, perdimos competitividad a manos llenas vía precios y salarios, decayó nuestro ahorro y adquirimos un importante déficit exterior.
Una situación, en el fondo, bien parecida a la que describe magistralmente John Kenneth Galbraith en El crash de 1929 refiriéndose a la Florida de los años veinte: el mundo de las burbujas especulativas clásicas. Un mundo en el que vivió España a lo largo de toda la década previa a la crisis económica y financiera y que, cuando explota nuestra burbuja, termina francamente muy mal: empresarios arruinados, paro masivo, bancos cuyos créditos ya no valen nada y una economía en recesión y profundamente desequilibrada. El segundo y más peligroso: el paro masivo. Así, cuando nos sorprende la crisis económica y financiera originada en los Estados Unidos con las hipotecas subprime y aquí estalla la burbuja inmobiliaria, el paro crece bruscamente, de tal manera que en mayo de 2010, antes de implementar ninguno tipo de políticas de austeridad, ya supera la barrera del 20%.
Es más, conviene no olvidar que en el transcurso de nuestra democracia, entre 1980 y 2010, la economía española se caracterizó por una elevada y persistente tasa de paro. A lo largo de estas tres décadas, nuestra tasa media de desempleo fue del 14,5%, 1,7 veces superior a la de la UE, a pesar de mantener un mayor ritmo de crecimiento de nuestro PIB. Resulta incuestionable que el brutal deterioro de nuestro mercado de trabajo es la mejor medida de la profundidad de la crisis en España. Nuestra crisis hunde, por tanto, sus raíces en causas estructurales ciertamente ajenas a la supuesta irresponsabilidad fiscal del sector público, que la derecha ha establecido como dogma. Afectan a la redefinición de nuestro modelo productivo, al endeudamiento desmedido de nuestras familias y empresas, a la recapitalización del sector bancario y, sobre todo, a la competitividad perdida desde nuestra pertenencia al euro.
Tradicionalmente, antes de compartir la divisa, afrontábamos las sucesivas situaciones de grave deterioro de nuestra competitividad recurriendo a la depreciación de nuestra moneda. Hoy esto no es posible. La pertenencia a la zona euro, entre otras múltiples variables, implica, como es bien sabido, que renunciemos a alterar el tipo de cambio, a fijar los tipos de interés o a monetizar nuestra deuda pública. Cada país participante en esta asume en soledad los riesgos que implica la participación en la moneda común. La única que ni se apoya en un Estado ni alternativamente cuenta con el soporte del edificio político e institucional de los mecanismos de mutualización de la deuda y de respuesta compartida imprescindibles ante las situaciones de dificultad de los distintos países que lo componen.
Como si de un racimo de cerezas se tratara, al explicar nuestra crisis económica y financiera nos encontramos ineludiblemente con el euro y la UE, porque la superación de la crisis en España se juega a doble partida y sobre un único tablero, el que conformamos como país en el seno de la Unión Europea. Mientras que con la globalización crecieron la integración financiera, los movimientos de capitales, la deslocalización del ahorro y cristalizaron los riesgos de choques asimétricos y de divergencias económicas entre los distintos países del euro, el proyecto de la propia UE permanece inconcluso, y es hoy realmente un pato cojo que se muestra incapaz de dar respuestas a los desafíos de los mercados desregulados.
Si queremos resolver los problemas de la crisis de la deuda soberana, lograr la recuperación de los países del sur europeo y librarlos de la condena a años de estancamiento y empobrecimiento y, si aspiramos a preservar la cohesión social y el bienestar como señales de nuestra identidad compartida, ineludiblemente tenemos que avanzar en la conclusión del proyecto político de una Unión que ha de ser mucho más que el euro y un mercado común. Necesitamos gobernanza económica y fiscal, ir a una integración económica más avanzada, pero eso requiere, al mismo tiempo, avanzar hacia la unión política, soberanía compartida e instituciones que sirvan a todos. La respuesta o es europea y conjunta, o no será.
Entre tanto, la presión de los mercados se focaliza en España, en la medida en que aumentan las dudas sobre su capacidad de crecimiento y, por consiguiente, respecto a sus posibilidades para hacer frente a su endeudamiento público y privado. Además, los estrechos vínculos de nuestro sector bancario —que aún arrastra en sus balances activos tóxicos inmobiliarios— con la deuda soberana contribuyen también a debilitar decisivamente la confianza en el éxito y la viabilidad de la política de consolidación fiscal.
Una situación explosiva a la que se pretende hacer frente con su rescate por parte de nuestros socios europeos. Auxilio financiero que puede ser tan imprescindible como insuficiente, dada la extrema postración de nuestra economía, necesitada de un ritmo temporal de ajuste del déficit público que no termine por asfixiarla y de un pacto europeo por el crecimiento que logre activar su reanimación, mientras la Unión Europea resuelve la encrucijada histórica en la que se decide el futuro de su proyecto en común.
Con una economía que volvió a entrar en recesión por segunda vez en tres años, lo único que parece crecer en España, junto con el paro y la desigualdad, es la desafección y el desconcierto de la ciudadanía ante la ausencia de un proyecto compartido y una propuesta creíble de futuro para la recuperación del país. Un vacío que muestra peligrosamente la debilidad de nuestras fuerzas. Seguramente tendríamos que remontarnos a la época de la Transición para encontrar una situación semejante a la actual, en términos de incertidumbre y desconfianza sobre el funcionamiento de las instituciones y nuestro futuro. Los efectos sociales, económicos, políticos e institucionales de la crisis están resultando devastadores, sin que el Gobierno se dé por enterado.
Este es el momento de levantar el país, la hora de poner fin a las estrategias políticas que restan en lugar de unir, de abandonar la política de corto alcance que busca el rédito sobre el destrozo del adversario. De dejar a un lado los intereses corporativos y partidistas. Este el momento en que debemos unirnos en torno al objetivo común de sacar el país adelante y reforzar la democracia y sus instituciones.Es el tiempo de pactar un consenso nacional que nos permita acometer los grandes problemas que nos atenazan. De hacer que el precio de nuestro fracaso no se lo pasemos a nuestros hijos.
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