El rey desnudo
El Consejo General del Poder Judicial ha mostrado sus vergüenzas en la reacción al escándalo de los viajes de Dívar
De repente una voz alertó sobre la desnudez de la sacrosanta función judicial y todo quedó al descubierto. Fue la voz imparable de la opinión pública democrática, la del legítimo deseo de conocer, la del razonable afán de criticar y difundir, la del justo derecho a exigir. Es, otra vez, la historia del rey desnudo. La secular reverencia que se dispensaba a los jueces, a la jurisdicción y al Poder Judicial, resultó ser el traje del rey desnudo. En la vieja fábula, al niño que alertó ingenuamente la desnudez del rey, le corregían, describiéndole unos ropajes regios imaginarios, inexistentes. Y le recriminaban, conminándole amenazadoramente a guardar silencio.
El Consejo General del Poder Judicial exhibe sus cainitas luchas intestinas, micropolíticas, corporativas, personales. Sus poco edificantes características de envidias, rencillas, ambiciones y rencores van saliendo a la luz pública. Está empezando a desfilar el rey desnudo. Muchos observadores expertos en esas lides “parajudiciales” atribuyen, en buena medida, a esas poco edificantes características, propias de la triste dimensión del ser humano, la condena de Garzón que, según se les oía decir, ya era previsible antes del juicio. Los ciudadanos se asombran, discrepan y protestan. El rey desnudo guarda un compacto silencio distante, soberbio, corporativo y amenazador.
Y las amenazas se cumplen. Una juez de Canarias inició la investigación de un pelotazo delictivo de más de 120 millones de euros, con implicaciones de políticos en el poder. Ordenó la intervención de conversaciones de uno de los principales corruptos, preso. Este, con base en la sentencia condenatoria de Garzón, puso su querella contra la juez. El Tribunal Supremo ya la ha empapelado. Otra vez, la previsible impunidad de los poderosos cabalga, cómodamente, a lomos del rey desnudo.
Un vocal del Consejo General del Poder Judicial, exento de raíces de corporativismo judicial y con un optimismo que le honra, denunció ante la fiscalía determinadas prácticas censurables de su presidente. La opinión pública, que se creía curada de espantos, aún se escandalizó. Los jueces, en obligado silencio, se avergonzaron. Ellos, como es sabido, trabajan, no tienen semanas caribeñas y no frecuentan hoteles de Puerto Banús. Pero ante la denuncia del vocal, el rey desnudo respondió: eso, ni se mira. Más aún, con su consabida soberbia, amenazó al denunciante con su propia expulsión.
Una magistrada y un magistrado intachables de Barcelona opinaron sobre la lentitud e ineficacia de los primeros pasos judiciales del asunto Millet. Se hacían eco de la opinión pública, asombrada, indignada y exigente, ante lo que parecía una evidencia de condescendencia y un riesgo de impunidad. Sin exceder un ápice los márgenes de la información veraz, añadían al sentir popular precisiones divulgativas de conceptos jurídicos que podrían determinar la formación de la opinión pública. Aunque, desde luego, eran críticos, severos, ante los hechos. No les calló la boca el corporativismo profesional, ni el asociativo, a veces tan hermético. Naturalmente, fueron sancionados. Con una sanción leve, pero profundamente hiriente para ellos, y sobre todo para los ciudadanos, por lo que tiene de reproche para una conducta éticamente encomiable y cívicamente necesaria.
Ahora el Tribunal Supremo acaba de confirmar la hiriente sanción impuesta a la magistrada. Dice el Supremo que sería legítimo manifestar la divergencia jurídica “pero no sumarse a una crítica general de los medios de comunicación”. Y, por fin, también ha dicho el supremo tribunal que las manifestaciones de la magistrada merecen sanción “al margen de que efectivamente pudieran ajustarse a la realidad y la instrucción (del caso Millet) pudiera ser corregida judicial o disciplinariamente”.
Lo dice el Supremo: aunque sea verdad, y se disponga del derecho constitucional a opinar libremente, no tolerará que se haga para censurar ante los medios de comunicación, y menos aún sumándose a la opinión popular. Que el rey siga desfilando desnudo…
José María Mena fue fiscal jefe de Cataluña.
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