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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El caso de Vil·la Urània

Vil·la Urània estuvo a un tris de la piqueta en tres ocasiones y siempre la familia y algunos vecinos evitaron el destrozo

El barrio del Farró tomó carta de naturaleza cuando Joan Clos decidió dividir la ciudad en parcelas gobernables desde la proximidad. El nombre es histórico y define un territorio de cuatro por cinco calles, entre General Mitre y la Via Augusta, una cuña de ciudad plácida, de buen nivel, con población estable y vida recatada. Nadie que no viva en él sabría situarlo y, sin embargo, el Farró esconde un par de pasajes de serena belleza, que rememoran aquella Barcelona que vivía entre murallas y veraneaba a dos pasos. Quiero decir que la memoria tiene un sentido y que derribar la Vil·la Urània es un despropósito. La casona, situada justo donde nace la calle de Saragossa —que es la espina dorsal del Farró—, es un legado del astrónomo Josep Comas i Solà, primer director del Observatorio Fabra y el más célebre de quienes en Barcelona han empuñado el telescopio. Comas vio morir a su hijo y no tenía a quien legar la torre: que se cree un instituto municipal de ciencia y astronomía, rubricó ante notario.

La villa no tiene nada de lujo, excepto una palmera golosa y una escalinata que recibía a los visitantes con los brazos abiertos. Es un cubo discreto, serpenteado de pancartas que la defienden por cuarta vez, porque desde hace años el Ayuntamiento insiste en quebrar la voluntad del legatario y derruirla para construir un casal de barrio. Tiene gracia que lo haga el mismo Ayuntamiento que lleva décadas pleiteando con la familia Muñoz Ramonet para quedarse un palacete —mucho más pomposo— legado a mayor gloria de los tiempos del estraperlo. Ahora el municipio ha puesto el freno a la destrucción de la Vil·la Urània. De hecho, bien podría hacer el centro cívico, si encuentra el dinero, en la casa del costado, el número 31, que está tapiada esperando el verdugo. Pero, en cualquier caso, en este episodio se suman tres factores que merecen un momento de reflexión.

El primero es la memoria selectiva. En los últimos años, Barcelona se puso las pilas con la memoria histórica —que es Guerra Civil y posterior represión, pero sin acentuar la resistencia cultural— y con la memoria obrera, dos campos que estaban ciertamente huérfanos: se recuperaron fechas, hechos, fábricas, trazos de barraquismo, nombres, chimeneas. Estaba por hacer, había mucho dolor y mucho esfuerzo sepultados. Pero este mismo impulso de regenerar el pasado como patrimonio no tiene en cuenta la memoria burguesa de la ciudad. Hay un prejuicio que impide gestos en este sentido. Comas i Solà no encaja con la épica de los vencidos —que lo hubiera sido, de no morir en 1937— porque llevaba corbata y porque en este esquema la cultura no vale lo que una huelga general. Ni la ciencia.

El segundo elemento es la rutina. La Vil·la Urània estuvo a un tris de la piqueta en tres ocasiones y siempre la familia y algunos vecinos evitaron el destrozo. Quiero decir que había habido algo de ruido alrededor de la casona. Entonces cambia el gobierno municipal y llega un nuevo concejal al distrito. Lo que se espera es que mire las carpetas, pasee por los barrios, repiense lo que está pendiente o en marcha, tome decisiones, cambie los rumbos equivocados. De Joan Puigdollers, veterano del Ayuntamiento, se podía esperar un indulto inmediato a la casa de Comas i Solà, pero dejó que caminara el expediente, hasta ahora. ¿No están los concejales del señor Trias estudiando palmo a palmo su territorio?

El tercer factor es la droga de los equipamientos, que entela la sensibilidad de los vecinos. Es que me dirá el concejal: hay vecinos del Farró que están instando a favor del casal, a costa de la Vil·la Urània; ahora habrá protestas por el frenazo y hará falta mucho diálogo para que esta gente afloje la mandíbula y deje ir a la presa. Se han expresado profundos egoísmos, en Barcelona, en nombre de los equipamientos. Pongan un plan urbanístico sobre la mesa. Dirán los vecinos: ni coches, ni pisos (como que ellos ya los tienen); zona verde y equipamientos. Si son jóvenes, escuelas; si son mayores, residencia y casal (sin escuela, porque el patio hace mucho ruido). Por eso, el Ayuntamiento tiene que ser muy atinado, muy lúcido. Es, precisamente, el árbitro entre las pretensiones y las necesidades, entre memoria y olvido.

Patricia Gabancho es periodista y escritora.

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