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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pabellón de grandes quemados

Aguirre no pudo tapar con su envite antinacionalista el estruendo de la burbuja madrileña en su estallido

Lluís Bassets

No hay que darle muchas vueltas. La pitada del Calderón es otro revés para la imagen de España. En los países serios y seguros de su identidad se suelen respetar los símbolos comunes. En muchos, no tan solo se respetan, sino que se veneran, en ocasiones hasta el exceso, a la misma altura que los símbolos y expresiones religiosas. En uno de ellos, Estados Unidos, donde la gente escucha el himno nacional con la mano en el corazón pero hay todavía mayor respeto a la libertad de expresión, los jueces han determinado que nadie puede ser castigado por quemar la bandera venerada por casi todos los ciudadanos. Pero que no exista delito no significa que no haya ultraje ni pérdida cuando se producen hechos como estos.

Fue, por tanto, un nuevo revés a lo que ahora se denomina la marca España en una semana y una temporada pródigas en reveses mucho más sustanciales. La lista empieza a ser inquietante, pero bastará con recordar los dos últimos golpes, como son el descubrimiento del déficit público oculto —y ocultado— en las comunidades de Valencia y Madrid, las dos autonomías gobernadas por el PP de mayor centralidad, y el hundimiento de Bankia, banco privatizado y nacionalizado por el PP en menos de un año y enchufado ahora directamente a los bolsillos de los españoles presentes y futuros, quizás también de los alemanes si terminamos obteniendo los eurobonos, por una cifra de euros con tantos ceros que solo las mentes habituadas al cálculo mental son capaces de manejarla con comodidad.

Nadie habría conectado esos tres hachazos que dañan a la credibilidad española de no mediar la intervención de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre. Otra persona, en su lugar, meditaría sobre sus responsabilidades en el enmascaramiento del déficit de su Gobierno y en la catástrofe de una entidad financiera sometida primero a su supervisión como caja de ahorro y luego a su influencia política, incluida la designación de directivos y la asignación de inversiones. Pero Aguirre no. Gracias a su personalidad desacomplejada y a su facilidad para decir lo que piensa sin importarle excesivamente las consecuencias, la presidenta no dudó en meterse en el charco en cuanto tuvo la oportunidad. Tiene poco interés analizar cuánto hay de cálculo y de preparación en sus palabras, si se tiene en cuenta que las pronunció justo en el momento en que estallaba una de las mayores burbujas de la historia de este país, una burbuja que no es tan solo financiera, sino también inmobiliaria, por supuesto, pero sobre todo es política y es madrileña.

Enric Juliana resucitó oportunamente hace una semana en La Vanguardia un artículo de Pasqual Maragall, publicado en EL PAÍS el 7 de julio de 2003, que se titulaba Madrid se ha ido, donde se explicaba cómo la capital estaba acaparando todo el poder económico y político para constituirse en una ciudad global dentro de una España radial y reunificada. Pues bien, al igual que los decibelios del Calderón no pudieron con los pitos, el ruido de Aguirre no puede tapar el sonoro y fétido silbido de la burbuja madrileña que acaba de pinchar. Ni herencia recibida, ni despilfarro autonómico: Madrid ha vuelto. Una vez que el Gobierno de Rajoy ha dado de sí todo lo que podía, es decir, amortizado ya a los 150 días, es el Partido Popular, con Madrid a cuestas, el que ingresa en el pabellón de los grandes quemados, junto a multitud de instituciones, las más importantes, de este país, desde la Corona hasta el Banco de España pasando por el Tribunal Constitucional.

El artículo de Maragall terminaba con estas frases: “Yo confío en que la sociedad civil madrileña reaccione y se plantee seriamente cuál ha de ser el papel de esa comunidad en la política española; y para empezar, cómo debe Madrid regenerarse políticamente”. Pero remachaba: “Cuatro años más de deriva como la de los dos últimos y España perdería el norte. Y nunca tan bien dicho”. Lo escribió en 2003. En 2007, justo cuatro años después, empezó la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos. Hoy, casi 10 años después, el norte parece a veces definitivamente perdido.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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