Barcelona sin turistas
Es de las pocas capitales europeas que no han destruido su barrio medieval. Esa es su suerte y su desgracia urbanas
Barcelona sin turistas, ¿cómo sería? No es algo que esté en el horizonte, el turismo es una industria que no admite condescendencia 20 años después de la olímpica transformación de la ciudad, aniversario que se da en un contexto de crisis y cambio de era sin modelo para armar. Hasta que recibí el encargo de escribir un libro sobre la Barcelona actual para una editorial francesa había pensado poco en lo que representa el turismo aquí, mejor dicho, no lo había pensado propiamente, solo había reaccionado en mis nervios. Como tantos vecinos que vivimos y nos movemos por el centro, me sentía sobrepasada a menudo por los ríos de turistas, pero, bueno, así va la cosa. O sea que fue preciso plantearme un modo de contar de qué va Barcelona, el turismo no podía ser lo único a relatar (y desde luego no lo ha sido), pero un dato sobresalía a todas luces: en 2010 el turismo dejó en la ciudad 17 millones de euros diarios. Una vez publicado el libro, esta primavera, busqué el dato correspondiente a 2011: tres kilos más de euros, 20 millones al día.
Anne-Charlotte Sangam, la editora de Autrement, precisa y metódica, me preguntaba mientras corregíamos las pruebas de Barcelone. Itinéraires et bifurcations, por el dato. ¿Era correcto? En efecto, sí, le respondía una vez y otra. Me decía yo si sabía ella qué representa el turismo en su ciudad, en París, pero no se lo pregunté. Uno puede caminar por allí, por el centro mismo, evitando la multitud turística, que por descontado es un capital irrenunciable para las finanzas parisinas; lo que sucede allí es que los turistas no advierten que siguen un recorrido que deja tranquilos a los parisinos. Se mueven bien distinto a la manera barcelonesa, que no se ha planteado en serio cómo lograr que La Rambla de todas las ramblas, por poner el ejemplo mayor, sobreviva a su papel en la cartografía del presente siglo, que tiende a lo duro sin remisión y sin máscaras. Otra cosa que he aprendido a calibrar es que Barcelona forma parte de las pocas capitales europeas que no han destruido su barrio medieval, siendo esa su suerte y su desgracia urbanas.
Aun comprendiendo mejor ahora en qué ciudad vivo, la pregunta de estos días canta su sonsonete: ¿cómo sería Barcelona sin turistas? La comunidad italiana seguiría siendo la más numerosa de todas las transfronteras, y puede que al oírles hablar en su idioma fuéramos más conscientes de su presencia y de sus razones para vivir aquí, su especie de exilio berlusconiano, por así decirlo. También sería una ciudad de museos vacíos. De tantos lugares vacíos, muchísimos. Y de tantas personas y situaciones que emergerían, descarnadas.
He aprendido en toda regla que el chabolismo en Barcelona fue erradicado unos meses antes de la inauguración de las Olimpíadas y que había habido barracas por toda la ciudad, incluida la parte alta de la Diagonal, algo que otros antes que yo han escrito pero que suele desaparecer de la memoria de la ciudad olímpica, incluso cuando los antiguos vecinos logran una placa que recuerde al centenario Somorrostro ante el pez de Gehry. Y he aprendido asimismo que las barracas están volviendo de nuevo, algo que como lectores de este periódico saben ustedes también, pero que es preciso repetir tantas veces como convenga. ¿Qué vamos a hacer con ellas? Las viejas barracas fueron producto de migraciones en épocas de trabajo más o menos a espuertas: la exposición de 1929, las directrices económicas y políticas del franquismo en los años cincuenta y su decidida vocación de contaminar todo el territorio español, el porciolismo desenfrenado de los sesenta y, después, las grandes transformaciones urbanas del litoral marítimo en los ochenta y sus secuelas coincidentes con las grandes migraciones intercontinentales de los noventa. Pero ahora, en esta crisis, ¿qué hacer con las nuevas barracas? En Sant Martí, en Collserola, en…
O con el hambre, que sin turistas sería no solo más sangrante en más ciudadanos, sino también más visible fuera de los saturados comedores sociales, a los que cada vez acuden más catalanes, no solo migrantes. El turismo tapa muchas cosas. Piensa una que sin él advertiríamos mejor a nuestros otros, que eso somos todos: forasteros que han recalado aquí por tantas razones que los expulsan de su mapa, quienes nos hemos instalado aquí sin mayor problema y, por supuesto, los barceloneses de siempre. Pero sin turistas también veríamos mejor lo que resulta insoportable: vecinos que lo están pasando muy mal y que solo por una línea muy delgada no somos ni ustedes ni yo.
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