"El pueblo no era nada del otro mundo, pero era el mío"
50 años de la desaparición de Tragó de Noguera (Lleida) bajo el pantano de Santa Ana Los vecinos supervivientes se reúnen en las ruinas del pueblo para conmemorar el aniversario
“Nadie puede saber qué se siente cuando uno tiene que abandonar su casa porque el agua ya ha entrado dentro. La pena es tan grande que te deja tocado para siempre”. Quien esto cuenta es Josep Prats, uno de los 600 vecinos de Tragó de Noguera (Lleida) que hace 50 años tuvieron que abandonar a la fuerza el pueblo antes de que quedara anegado bajo las aguas del pantano de Santa Ana, en el río Noguera Ribagorçana.
La presa, construida en aras del progreso, les cambió la vida a todos. Tuvieron que empezar de cero y echar raíces en otros lugares. A unos les fue mejor que a otros. La edad fue un condicionante. Actualmente a todos les une la misma pena. Más de un centenar de supervivientes de aquel éxodo y familiares volverán a encontrarse este domingo 29 de abril junto a las ruinas del pueblo, medio siglo después de su desaparición. Compartirán recuerdos y emociones indescriptibles en medio de la nostalgia.
El aniversario se ha hecho coincidir con la fecha en que antiguamente se celebraba la fiesta mayor. El evento ha desbordado las previsiones de la organización, que espera reunir a más de 700 personas. La Asociación de Amigos de Tragó de Noguera lleva dos años preparando el encuentro, que pretende convertirse en un homenaje a todos los que vivieron en el pueblo. Algunos ya han muerto, pero la entidad ha localizado alrededor de 200 oriundos dispersos por todo el mundo.
Los actos centrales de la fiesta serán el descubrimiento de un monolito en el nuevo cementerio, una misa oficiada por el obispo de la diócesis junto a las ruinas del monasterio de Vallverd, un almuerzo en el que se sortearán premios, entre ellos una camiseta firmada por Leo Messi (su bisabuela era de Blancafort, pedanía de Tragó, que también acabó bajo las aguas del pantano), y un baile de fiesta mayor.
Los vecinos recuerdan que el último año antes de la desaparición del pueblo no se pudo celebrar la fiesta mayor porque ya se había iniciado el llenado del pantano y el agua llegaba a las puertas de las casas más próximas al cauce del río. Un lugareño ya mayor, Josep Aige, se atrincheró en una casa de campo y fue obligado a marcharse. Dicen que falleció de pena a los pocos días en Almenar.
Josep Prats, de 82 años, fue uno de los últimos en abandonar Tragó de Noguera. Se emociona al revivir episodios vividos allí. “Los jóvenes de Tragó éramos muy bailadores, aficionados a los juegos de cartas y presumidos. Había miseria, pero cuando llegaba la fiesta mayor todos estrenábamos traje y pajarita y las chicas se cambiaban el vestido en cada sesión de baile”, rememora.
“Me marché con mucha pena y aún la llevo encima. Tardé tiempo en volver al pueblo porque me deprimía. Ahora lo llevo de otra manera, pero me sigue impresionando. El pueblo no era nada del otro mundo, pero era el mío y lo más importante que tenía. De allí nadie se marchó a gusto”, señala. En ese momento, con 32 años y dos hijos pequeños, el mundo se le vino abajo, pero como hicieron todos sus vecinos tuvo que buscarse la vida en otra parte. Su primer destino fue Mataró (Barcelona), donde trabajó 18 meses en una fábrica textil, pero aquello no era para él. “Quería vivir a mi aire, como había hecho siempre, y no dejaba de pensar en las ovejas que había dejado al cuidado de un familiar”, explica.
Prats, que acabó instalándose en Alfarràs, no lejos de su pueblo, confiesa que los primeros años fueron duros porque al no tener propiedades –el heredero era su hermano mayor- poco pudo hacer con las 50.000 pesetas de la época que percibió de indemnización. “Al final me hice ganadero y la vida me empezó a ir bien”, explica en presencia de su hija Glòria, quien tenia tres años y medio cuando el pueblo fue anegado.
El día del desalojo definitivo todos lloraron. Unos más que otros. Ramon Caufapé, con 91 años, será de los veteranos en asistir al acto y no quiere perderse la fiesta. El 23 de abril de 1962 fue la última vez que vio su casa en pie. Tenía 41 años, dejó sus tierras y ganados y se instaló con su familia en Balaguer, donde reside actualmente. La emoción le embarga cuando recuerda aquel momento. “Ese día lloré amargamente. Ni cuando se murieron mis padres lloré tanto”, señala.
Muchos de sus vecinos siguieron el mismo camino y acabaron distribuidos en lugares tan alejados como Lleida las poblaciones de Balaguer, Barcelona, Mallorca, Madrid e incluso en otros países como Francia, México y Argentina. Los que tenían inmuebles y tierras lo tuvieron más fácil para rehacer sus vidas porque con el dinero de las indemnizaciones pudieron comprarse otra vivienda. Cuentan que la suma más alta cobrada ascendió a tres millones de pesetas, cifra actualmente irrisoria.
Prats aparenta salud de hierro y muestra una gran destreza caminando sobre las ruinas del pueblo. Para él es como si el tiempo no hubiera pasado. Ahora le ilusiona poderse encontrar con algunos vecinos a los que no ha visto desde hace medio siglo. “A muchos ya no los conoceré”, añade.
Los que sí se conocen porque residen en Lleida son Paquita Donés, de 84 años, su hijo Joan Rius, de 54, Maria del Carme Juvillà, de 78, y María Cortés, de 60. Los dos primeros vivieron 12 años en Balaguer, donde vivieron una nueva expropiación para ampliar la papelera Inpacsa. “Esperamos no tener que volver a marchar de nuestra casa por tercera vez”, ironiza Joan.
A todos les costó rehacer sus vidas porque tuvieron que trabajar en oficios que no eran los suyos, principalmente agricultura y ganadería. La familia de Maria del Carme pasó 4 años en Alfarràs y otros cuatro en Balaguer. Ahora hace días que no duerme pensando en la fiesta de este domingo. “He llevado huevos a las monjas clarisas de Balaguer para que el domingo no llueva”, confiesa.
El padre de María pudo seguir trabajando como agricultor porque compró tierras en Vilanova de la Barca y la proximidad con Lleida le permitió a ella estudiar la carrera de maestra. “Recuerdo un infancia feliz, pero si hubiera estado en Tragó posiblemente no habría estudiado. En esa época era habitual”, explica. “Cuando estoy estresada o agobiada me voy a Tragó de Noguera y el silencio y la paz que se respiran allí me ayudan a cargar las pilas”.
Los cuatro sienten la misma añoranza por su pueblo y lamentan que nadie hubiera hecho nada por evitar su desaparición. Tampoco tuvieron opción de reconstruir sus casas en un lugar cercano no inundable porque se expropió todo el término municipal. “No hubo ninguna oposición al desalojo de Tragó de Noguera”, añade Josep. “Eran tiempos de Franco y entonces era impensable organizar movilizaciones, como después se ha hecho en otros lugares. Los vecinos ni siquiera pudieron negociar las expropiaciones. Nos dieron lo que quisieron. Ahora estoy convencido de que no nos echarían”, asegura.
Tragó de Noguera era un pueblo importante de la comarca. En la década de 1950, antes de desaparecer, tenía 600 habitantes y 210 casas habitadas, dos molinos de aceite, dos hornos de pan, tres tiendas de comestibles, tres barberías, dos carpinterías, tres cafés, un molino de harina que también fabricaba la luz para el pueblo, una escuela de niños y otra de niñas, un cine y cuatro camiones. Contaba con cuatro núcleos agregados (Blancafort, Canelles, Boix y Alberola) y todos fueron abandonados excepto Alberola, que se anexionó a Os de Balaguer.
Además de mantener vivo el recuerdo del pueblo y el contacto entre los vecinos, otro de los fines de la Asociación de Amigos de Tragó de Noguera es impulsar la restauración de algunos monumentos representativos del lugar, actualmente en estado ruinoso, como el antiguo monasterio cisterciense de Santa Maria de Vallverd, que data de 1172, y la ermita de Santa Llúcia. “El pueblo desapareció, pero no queremos que desaparezcan nuestras raíces”, concluye Joan Rius.
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