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Tribuna
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Recortes y datos del sistema sanitario

Algunas personas aún podemos recordar cuando existía en España un sistema para pobres; se llamaba beneficencia y era de baja calidad

Tenemos uno de los sistemas de salud más eficientes (capacidad de respuesta para el mantenimiento de los niveles de salud con relación a los costes destinados a ello) y que supone uno de los menores gastos respecto al PIB entre los países desarrollados. Contamos con colectivos profesionales de la medicina, enfermería y otros, altamente cualificados, con una de las carteras de servicios más amplias, de gran calidad y con un buen sistema de garantías de salud pública colectiva. Nuestro sistema nacional de salud es excelentemente valorado por la ciudadanía y supone quizás el mayor mecanismo de solidaridad y redistribución que nuestra sociedad ha desarrollado. Lo pagamos entre todos vía impuestos y todos nos beneficiamos de las acciones tradicionales de salud pública y de los recursos asistenciales, que, abiertos a todos, son utilizados fundamentalmente por las poblaciones que más los requieren: mayores, población materno-infantil (creando un potente mecanismo de solidaridad intergeneracional) y las personas enfermas (solidaridad según situación de salud en este caso). Pero no olvidemos que casi todos esperamos ser mayores y todos confiamos en la capacidad de respuesta del sistema de salud ante el riesgo de enfermar o sufrir un accidente; para la mayoría será una simple cuestión de tiempo obtener rendimientos personales del sistema.

No obstante, el sistema de salud presenta ineficiencias y es responsabilidad de todas las personas implicadas (profesionales, gerentes, políticos sectoriales y ciudadanía) detectarlas y buscar los mecanismos de ajuste que permitan hacerlas mínimas. Ahora, en situación de crisis, y siempre. Sin entrar en el detalle de las bolsas de ineficiencia en las que es posible generar ahorros (conciertos, uso de tecnología inapropiada, medicina defensiva, duplicidades, falta de tiempo para la atención adecuada en atención primaria, medicalización excesiva, no generación de economías de escala, distribución inadecuada de horarios y personal,entre otras) sí nos detendremos en analizar los discursos subyacentes de algunas propuestas anunciadas, pues determinan las preguntas y respuestas que se obtienen, que siempre parecen buscar la ratificación de los principios e intenciones de quienes los formulan.

Así, si tomamos como ejemplo el hecho de que tenemos uno de los mayores gastos en farmacia por habitante y año, si las preguntas se centran en la búsqueda de los abusos que se producen, las respuestas se orientan a la desincentivación del consumo vía aumento del aporte individual (aumento del copago, precio adicional por receta, y discriminación en los criterios de gratuidad entre otros). Si nos preguntamos: ¿Tiene algo que ver el papel que juega la industria farmacéutica al respecto?, ¿o la política de depauperación progresiva de la atención primaria?, ¿o el sistema de compras?, las respuestas orientarán las políticas públicas hacia la racionalización de la prescripción con criterios de seguridad y eficacia, y éstas se centrarán en la intervención con el mundo profesional, con aspectos relacionados con la organización del sistema, e incluso en la clarificación del papel que debe jugar la industria en el sector. Y no es lo mismo.

Se habla estos días de establecer cuotas de pago para determinadas prestaciones en función de la renta, creando tasas para las rentas más altas. El efecto de la aplicación de esta tasa en la financiación del sistema, tanto por el porcentaje de población a la que afectaría inicialmente, como por el uso de servicios que esta población realiza (que salvo para situaciones de alta complejidad y coste no utilizan los servicios públicos de salud) será inapreciable. La búsqueda de una mayor recaudación a través de dicha medida conllevará la bajada progresiva del dintel de nivel de ingresos para la aplicación de la tasa, incrementando el colectivo social con las clases medias de mayores ingresos declarados a hacienda, que se verá incentivado a contratar seguros privados de salud y a desentenderse del sistema público.

Este desentendimiento conllevará en el medio plazo la exigencia por parte de esta población de la devolución de sus impuestos relacionados con la salud, con el argumento de la no utilización del sistema público y el aporte que ya hacen a su seguro privado, y por otra parte restará apoyo social al sistema de salud, pues en nuestras sociedades estos grupos de población tienen gran capacidad de influencia política. Perderemos la universalidad del sistema, que es lo que garantiza la adecuada distribución de riesgos, la eficiencia económica y social, la calidad y la capacidad redistributiva del sistema. Y esto es lo que parece perseguir la política anunciada sobre recortes en nuestro sistema nacional de salud.

Cuando en Europa se discutía la creación del Estado del Bienestar, Richard Titmuss, desde la London School of Economics lo supo ver con claridad al sentenciar: "Un servicio para los pobres se convierte inevitablemente en un pobre servicio cuando la clase media, políticamente activa, los abandona". Algunas personas aún podemos recordar cuando existía en España un sistema para pobres; se llamaba beneficencia y era de baja calidad. La calidad para todos llegó a nuestro sistema sanitario cuando se integraron el conjunto de redes públicas existentes con las de la seguridad social, creando un sistema nacional de salud de carácter universal, para ricos y pobres. Si queremos seguir siendo una sociedad cohesionada tendremos que defender con fuerza la universalidad, el que sean para todos los servicios públicos más valorados y necesarios.

En el sistema de salud se confronta un permanente juego de intereses que no siempre se hacen transparentes y se ocultan al debate social. La toma de decisiones estratégicas para la viabilidad del sistema se realiza en entornos ajenos a las personas que trabajamos en el sector y de la ciudadanía en general. Para intervenir en ese espacio es crucial luchar por que exista transparencia y se clarifiquen los intereses en juego. Otros cambios dependen exclusivamente de nuestro comportamiento profesional (somos los profesionales de la salud los que determinamos la mayor parte del gasto que cada persona supone para el sistema) y del de la ciudadanía. Hemos construido una sociedad con escasa autonomía y excesivamente medicalizada y en estos ámbitos tenemos un amplio campo de acción en el que intervenir.

Se ha creado un colectivo gerencial que tiene la responsabilidad de trabajar sobre las bolsas de ineficiencia que presenta nuestro sistema de salud. Exijámosles resultados, y a nuestros políticos que clarifiquen el juego de intereses que defienden. Nuestro sistema de cobertura social es demasiado bueno como para dejarlo en las manos exclusivas de estos políticos del siglo XXI que, embebidos del pensamiento único, destilan sus esencias. El sistema de salud genera déficit sistemático por su insuficiente financiación y es ahí hacia donde se deben orientar las políticas de sostenibilidad. No es cierto que puedan introducirse mejoras en su eficiencia global generando a la vez beneficios para los accionistas de las empresas privadas. Toda la evidencia disponible juega en contra, pero… ¿A quién le importan los datos? Por eso aquí no se presenta ninguno.

J. Ignacio Martínez Millán y Luis Andrés López Fernández son profesores de la Escuela Andaluza de Salud Pública

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