Mis vecinas las palomas
Decenas de personas ‘sin techo’ convierten un parque céntrico de Valencia en su hogar, lo que provoca malestar y quejas entre algunos de los vecinos
A media mañana, algunos estudiantes universitarios charlan en los bancos o toman café en las terrazas de los bares. A su lado, Pedro da de comer a su perra de seis meses, Luna. Este riojano de 61 años, de barba hirsuta con una franja amarillenta en la zona del bigote producida por la nicotina de los cigarrillos, vive en la calle desde hace una década. Exactamente, en el parque de la calle Guillem de Castro en Valencia situado frente al colegio Cervantes y a pocos metros del Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM). “Mi padre me dijo que tenía que guardar bien la casa”, explica mientras acomoda un montón de mantas, “y además es que, si no las recojo, las ensucian mis vecinas, las palomas”, comenta señalando las ramas del árbol más próximo. Como él, decenas de personas sin techo se reparten por los jardines. Pueden concentrarse hasta 30 ó 40 personas, que agotan sus días y sus noches en los bancos. Una situación incómoda para algunos residentes de la zona, que se quejan de la suciedad y las peleas que provocan estos inquilinos.
“A mí no me molestan. Durante el día suele haber unas ocho o nueve personas fijas”, comenta M. N. C., una trabajadora que se encarga de la limpieza del parque. “Pero no hacen nada. Se sientan, toman sus cervezas y no incordian a nadie”, explica mientras se le acerca uno a pedirle una bolsa.
Los vecinos alegan que durante el día estas personas sin hogar se distribuyen por la zona. Unos dormitan en los bancos. Otros balbucean solos. Y algunos sacan algo de dinero ejerciendo de aparcacoches o gorrillas, como se les conoce popularmente. A medida que avanza el día se van congregando en las plazas o soportales de la zona para pasar la noche.
Más de 30 personas
Uno de los lugares predilectos es el parque de Maria Beneyto. Allí, M. M. O. pasea habitualmente a sus perros: “Por la mañana es distinto”, declara esta vecina, “pero por la tarde esto se llena de chiquillos y es un asco. Los padres ya no se atreven a traerlos porque hay cristales y en cada esquina hacen sus necesidades”, sentencia.
Precisamente allí, un chico joven que ha venido de Polonia fuma solitario cerca de tres argelinos. De ellos, dos viven en la calle. “El cambio con la crisis ha sido radical", expresa uno de ellos en perfecto castellano, “yo llevo aquí desde 1987 y siempre he tenido algo que hacer. Ahora no hay nada y no nos ofrecen ninguna ayuda”. “En la obra o en la recogida de frutas nos usan como mano de obra esclava”, apostilla el otro.
El problema es que la dinámica se repite cada día y nadie hace nada por pararlo, indica otro vecino, que relata que todas las mañanas pasan camiones de limpieza para desalojar a los sin techo. Riegan las aceras, recogen la basura y se marchan. Según avanza el día, los que estaban allí regresan. Algunos con bebida, lo que les hace tener discusiones y ponerse violentos. “La cosa ha ido a más y ni la policía ni el Ayuntamiento hacen nada por ayudarles y solucionarlo”.
Por la mañana, el
Casa Caridad alertaba en su informe de pobreza en Valencia que entre 2009 y 2011 la asistencia había crecido un 109%. Aunque destacaba que lo notable era una mayor afluencia de parejas jóvenes con hijos, su ayuda se dirige especialmente a gente sin hogar: “Aquí no sabemos de qué zona vienen. El problema muchas veces es que la mayoría de los que están en la calle tienen sus rutinas y no quieren ser albergados, porque aquí no les dejamos traer ciertas cosas o venir a cualquier hora”.
“La verdad es que yo firmaría porque se quedara así”, dice Jorge Gandia, un vecino de la calle Chilches que cruza a diario un pasadizo donde se agolpan en colchones varios indigentes. “Ha habido momentos peores, pero los que están aquí ya son conocidos y no dan ningún problema y quien se queje por esto no le queda más que encerrarse en casa y no salir, porque hay diez mil cosas peores”.
A todo esto, Pedro continúa en su sitio. Con sus pertenencias recogidas, exhibe un carné de la Unión Europea que acredita el seguimiento de vacunación de su perra. “Yo no he tenido ninguna queja. Es más, casi todos lo de zona me echan una mano. El otro día una pareja de ahí enfrente me trajo un pollo entero”, sonríe mientras saluda a una mujer que camina apurada por el parque: “¡No trabajes mucho!”, le recomienda.
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