Viva lo malo conocido
Aquí, como han mostrado las elecciones andaluzas, la rebelión se ejerce votando al poder de toda la vida
El románico, la gastronomía, la bonhomía de las gentes y todas las excepciones que quieran, pero esta sociedad parece que la hemos comprado en un chino. No porque parezca que hemos acometido la ordenación del territorio siguiendo el modelo organizativo de sus tiendas (acumulativo, aprovechado al límite, caótico y estridente), que también. Es que prácticamente todo, desde las instituciones a las conversaciones de ascensor, parece sacado de un chino, ese mundo paralelo donde las cosas poseen la apariencia de las reales, pero no lo son y tienen, además de precio y duración, una funcionalidad distinta. Quizás a eso se deba esa querencia por lo oriental que detectó el presidente Feijóo.
La huelga general de mañana, por ejemplo. Se podrá discutir su pertinencia u oportunidad, aunque si me preguntan les diré que es la más justificada y necesaria de todas las que recuerdo. La reforma laboral que pretende parar es, en el mejor de los casos, igual que lo que decía George Best de David Beckham: “No tiene zurda, no va bien de cabeza, no sabe ganar un balón y no hace goles. Por lo demás, está bien”. Se podrá debatir sobre la eficacia de las huelgas, y sobre si, tal y como están reguladas en España, son más un autochequeo del estado de conciencia de los trabajadores que una medida de presión. Pero aquí, cada vez que se convoca una, se cuestiona todo, empezando por la legitimidad de los sindicatos (como si en las elecciones sindicales no hubiese más participación que en las otras). Y llueven las advertencias apocalípticas —proferidas en buena parte por gente que no ha tenido un trabajo de verdad en su vida— como si hubiese riesgo de enfrentamientos armados y desabastecimiento a la población y no fuese simplemente una jornada —en realidad, media— de un referéndum en el que participar cuesta una parte del salario. O sea, el derecho de huelga lo hemos comprado en un chino. Eso parece y eso ponía en la etiqueta. Si funciona y cómo, ya se verá.
Además, por mucho que se le pueda reprochar a los sindicatos, no se me ocurre quién puede arrojar la primera piedra. No, desde luego, las más altas instituciones del Estado, que celebraron recientemente la Constitución de 1812. La llamada La Pepa no la hicieron “todos los españoles”, sino los liberales. Es decir, los que intentaron tirar por el camino del medio, sin aliarse con el invasor que traía la modernidad y el progreso (que en aquellos tiempos no eran la creatividad capilar y las presentaciones en power point, sino la libertad de imprimir o leer lo que uno le pluguiese) ni secundar el patriotismo cavernícola que aseguraba seguir en las tinieblas. Y ni fue ejemplo de concordia ni de nada porque, además de no entrar prácticamente en vigor, en cuanto pudieron se la cargaron —y a los que la redactaron y defendieron— los conservadores de entonces, encabezados por el Borbón de guardia, Fernando VII, posiblemente el rey más nefasto de todos los que hubo en España. Como los principios de Groucho Marx, tenemos esta visión histórica oficial, y si no les gusta tenemos otra igual de aparente que compramos por dos duros.
La clase dirigente parece también sacada de una estantería que compartía con las pastillas de encender barbacoas y los gatos de plástico dorado con saludo a pilas (los ejemplos no son gratuitos). Los líderes políticos no dicen qué harán si ganan, sino que advierten contra lo que harán los otros, y como lo desharán si ya lo hicieron. Se dictan leyes para evitar la corrupción pero se defiende y se mantiene a quienes la practicaron y se quita de en medio a los que la descubrieron o persiguieron. Los líderes empresariales invocan el paraíso del libre mercado, pero mientras no llega no tienen inconveniente en embolsarse fondos públicos por contratar gente o por poner ordenadores. El jefe anterior anda por los banquillos de los juzgados.
Esta ya no es aquella sociedad que recibió a Fernando VII (aka El deseado) con gritos de “¡Vivan las caenas!” (En Valencia, saltándose el protocolo, algunos desengancharon los caballos de la carroza para ponerse a tirar de ella. En Madrid, la turba patriota que destripaba franceses seis años antes invadió las Cortes rebosante de júbilo cuando derogaron la Constitución). Ahora también hay quien defiende que “hay que apretarse todos el cinturón” y “se sale adelante trabajando, no haciendo huelgas”, pero tenemos unos hábitos democráticos clavados a los de verdad. Lo que pasa es que las instrucciones están traducidas del coreano con Google Translate. Por eso hay que establecer normas, como la inhabilitación por mal uso de fondos públicos, que hagan lo que en las sociedades democráticas de verdad hace el electorado. Como recordaba hace una semana Santos Juliá, ocho de cada diez españoles considera que hay mucha o bastante corrupción y solo tres de cada cien lo citaban entre sus principales preocupaciones.
El signo de los tiempos lo define el hecho de que, como en las elecciones andaluzas, la rebeldía se ejerce mayoritariamente votando al poder de toda la vida. Feijóo ha dicho que lo de Andalucía no tiene que ver con Galicia, pero creo que su lema de campaña acabará siendo Vota lo malo conocido.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.