Galicia en el atolladero
¿Existe en Galicia esa conciencia de ser un país subsidiado y ese temor a la recaída en la pobreza?
En Andalucía y Extremadura existe una cierta conciencia de ser países subsidiados. En parte por los fondos de la UE, que están ya en su fase descendente y que representaron 72.500 millones de euros. También por el miedo que les inspira una transformación federal del Estado, con el consiguiente cambio del esquema de financiación de las comunidades autónomas. Un nuevo pacto fiscal, como el que pretenden los catalanes, dejaría el sur al albur de sus propios recursos lo que significaría la pérdida de la calidad de vida que han ganado en estos últimos treinta años. Ese temor, más o menos confesado, existe.
¿Existe en Galicia esa conciencia de ser un país subsidiado y ese temor a la recaída en la pobreza? ¿ Es nuestro esquema mental similar al de andaluces y extremeños ?. Desde luego, si uno lo juzga por lo que se lee en los periódicos, este es un tema tabú, tal vez porque la prensa en Galicia se dedica, en su práctica totalidad, a fomentar el narcisismo -especialmente el localista- y evita cualquier dato de fondo que ponga en crisis esa autosatisfacción. Trata a su público como a niños a los que hay que evitar ciertas noticias dolorosas o frustrantes: la verdad, si ustedes quieren.
En los últimos treinta años Galicia ha recibido alrededor de 20000 millones de euros de la UE. Muchas infraestructuras serían impensables sin ese dinero. Al tiempo, la Gran Transformación que ha dejado a un país antaño rural en un exiguo 7´6 de población agraria sería inconcebible sin el colchón que supusieron las pensiones del Estado y que evitaron el drama y la explosión social. Tanto los gobiernos de Fraga, como los interregnos de coalición socialista-nacionalista, estuvieron basados en grandes cantidades de dinero público que podían ser invertidos en infraestructuras de todo tipo y en la mejora del bienestar de la gente.
Eso ha dispensado a los sucesivos gobiernos gallegos de definir una política económica y, en particular, una política industrial. De modo congruente y sostenido en el tiempo no la ha habido nunca. Dónde hay dinero para repartir no siempre se piensa en el futuro. Al tiempo, su papel ha sido, con mucha frecuencia el del conseguidor. La Xunta se ha erigido ante otras instancias -el gobierno central, la UE- como representante de intereses empresariales cortoplacistas, aún sabiendo que tales demandas carecían de viabilidad a largo plazo. Es el caso, hoy, del Tax Lease. Sus efectos beneficiosos se diluyen si no se entiende que el sector naval sólo puede ser productivo incorporando alta tecnología. En otro caso, hace mucho tiempo que están ahí los coreanos para construír buques más baratos.
La gente sólo se ha fijado en el sector financiero ahora que lo hemos perdido. Lo cierto es que sus inversiones iban, en lo fundamental, dirigidas a los "amigos" y carecían de una visión estratégica de los intereses económicos de Galicia. Aquí se ha dado dinero para desmantelar flotas y, poco después, para construir barcos, sin criterio alguno. Del sector inmobiliario, que ha acabado con las dos caixas -con inversiones alocadas en el mediterráneo- ya ni hablemos. No hay ni que insistir en que nuestros empresarios son de bajo nivel. Basan su negocio en bajos salarios más que en incrementar la productividad vía tecnología o conquista de nuevos mercados. Claro que Inditex y Citröen disimulan casi todo. Ahora bien, el granito de Porriño, por ejemplo, no ha conseguido crear marca. Lo comercializan italianos et altri.
A los partidos políticos no les ha lucido el pelo. En general, carecen del asesoramiento de expertos en las diferentes áreas. Ni tienen proyecto, ni parecería que quisieran tenerlo. Les da pereza tener que hablar con alguien fuera de su propio ombligo. Y, por supuesto, a la llamada sociedad civil tampoco hay que dorarle la píldora. Al fin y al cabo, los últimos treinta años han supuesto una mejora espectacular de la calidad de vida y eso enmascaraba todo el inmovilismo de fondo, el mantenimiento de estructuras sociales anquilosadas y de las elites que venían del franquismo. El clientelismo ha tenido efectos muy dañinos. No se ha sabido aprovechar las oportunidades.
Así que aquí estamos, en el atolladero. La demografía de Galicia toca mínimos: dos siglos en descenso. El sector financiero se ha ido al carajo. No tenemos idea de cómo competir en el mundo global y Dios quiera que Citroën, Pescanova y Zara sigan ahí para disimularlo. El idioma gallego sigue cargando con todos los estigmas: la mentalidad de nuevos ricos no lo tolera y es muy sensible al reaccionario discurso jacobino. Finalmente, estamos ante una transformación de la planta del estado que amenaza con cargarse la capacidad proactiva -hasta el momento casi virgen- del autogobierno. Pregunta ¿a quién debemos hacer responsable de todo ello?. Desde luego, el pueblo gallego no es inocente y. me temo, pagará tanta incuria en el futuro.
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