Vivir en paz
He dicho ya en alguna ocasión que no me parece adecuado aplicar los términos “paz” o “pacificación” a este tiempo postETA. Y ello, esencialmente, porque pienso que así se confunde, que se distorsiona o desfigura el diagnóstico de lo que aquí ha sucedido durante decenios, y que no ha sido una guerra entre dos bandos, sino una agresión brutal por parte de algunos a la vida, la libertad, la democracia. Pero como ambas palabras se han impuesto en el debate público entiendo que valdría la pena darles más uso, extenderlas a otros terrenos necesitados de especial atención y donde las nociones de paz y pacificación pueden adquirir otro sentido y pertinencia. Porque no creo que valgan para cerrar el pasado, pero sí que sirven para reflexionar sobre el futuro. Y nada concentra más futuro que los jóvenes.
Se ha celebrado estos días el juicio por el asesinato de Amaia Azkue. A la conmoción por esa muerte hay que añadirle el shock que supone la posibilidad —escribo estas líneas sin conocer el desenlace del proceso— de que quien lo cometió, de esa manera brutal e indicadora de más de una forma de sangre fría, fuera en el momento de los hechos un menor de edad. El asesinato de una persona conmueve por las tragedias íntimas y vitales que supone. El asesinato de una mujer añade a esa conmoción otra: la de insertarse en un drama social constante —una asesinada cada muy pocos días en un goteo obstinado y macabro— que debería captar infinitamente más atención que la que ahora mismo se le concede, ocupar una cima entre las preocupaciones sociales. Pero el que un asesinato de estas características haya podido cometerlo un menor no sólo intensifica la conmoción sino que debe, a mi juicio, disparar las alarmas, las interrogaciones, y las conexiones entre los diferentes tipos de violencia que afectan ahora mismo, por activa o pasiva, a los jóvenes en nuestra sociedad.
Sin querer comparar lo incomparable ni distorsionar la escala de las cosas, me parece importante integrar datos e intervenciones, cruzar debates, enfocar desde distintas perspectivas el problema de la relación con la violencia que tienen muchos de nuestros jóvenes y que de un modo tan rotundo y desolador traducen algunas estadísticas: ese 30% de casos de agresiones de género que corresponde a menores de 30 años; el más que inquietante número de hijos (7 de cada 100) que agreden a sus padres; el aumento de casos de jóvenes que presentan trastornos de conducta; las agresiones de bullying (a menudo homófobo o xenófobo) que no cesan… sin olvidar, naturalmente, a tantos jóvenes educados en la indulgencia hacia la violencia terrorista y que ahora hay que recuperar para la democracia.
El asunto es más que serio; y necesita involucrarnos como sociedad en una auténtica tarea de pacificación para el presente y el futuro. Porque sólo sin machismo, racismo, homofobia, intolerancia se puede, de un modo íntimo, enraizado, confiable, hablar de paz, de vivir en paz.
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