Lucio & Luciano
Se fue. Así, como correspondía, sin avisar. Ni siquiera agonizó en silencio por cortesía, como dice Sabina que hizo Ángel González, el poeta, así, en singular. Se fue Lucio Dalla y hasta su muerte fue polémica. Nunca habrá un tipo con una personalidad tan abundante como el cantante italiano que un día tuvo la idea de escribir Caruso, probablemente la mejor canción melódica de la historia. Luego me explico.
Lucio Dalla era cantante, compositor, arreglista, director, cazatalentos, histrión, humorista, sensible, crítico y cítrico, homosexual y católico. Seguramente era más cosas, pero no quiero llenar esta columna con una definición que siempre se quedaría corta. Nunca supe si era un Da Vinci o un tipo raro. O quizás un italiano, que siempre han sido poliédricos hasta que llegó Berlusconi y pretendió convertirlos en espejos de su jeta operada, pero reflejo de su ignominia.
Cuenta la leyenda urbana, y quizás sea verdad, que Luciano Pavarotti le pidió que le hiciera una canción melódica que entroncara con el espíritu lírico de su voz. Y que Lucio Dalla le escribió Caruso, una epopeya lírica, pero melódica, una mezcla mágica entre los dos cantos. Nunca un autor lírico ni un autor pop podrían haber escrito esa canción. Lucio Dalla sí, porque era indescriptible, inclasificable. Un tipo de Bolonia sarcástico y transgresor escribiendo una canción para un tipo de Módena afiliado al bel canto. Para quien no lo conozca (si lo hubiera) basta con que pinche en YouTube “Caruso, Pavarotti, Dalla” y escuche la actuación en directo de ambos genios. El gordo, el del pañuelo floreado, que está de pie, es Pavarotti. El genio, el que está al piano, sentado, con su aspecto de pícaro, es Lucio Dalla. Hago la salvedad, porque Lucio Dalla en esa actuación es quien le hace los agudos al gran Pavarotti. Es él, el del cinturón rojo de Bolonia quien tira para arriba con una segunda voz que parece la primera.
Así era Lucio Dalla, a quien parecía no abandonarle nunca la voz, ni el timbre, ni, desde luego, la capacidad inventiva. Pertenecía a esa Italia fértil que escapaba de la maniquea Italia romanticona, pero capaz al mismo tiempo de escribir la mejor canción sentimental de la historia. A eso vengo. No se puede contar más en tan pocas líneas y con tan pocos acordes, pero con tanta sensibilidad. La sensibilidad del payaso, del clown que igual te hace reír que llorar porque domina todos los registros y es capaz de competir cantando con la mejor voz lírica de las últimas décadas. Y sin despeinarse, dando paso al maestro. Y así murió. Montando el pollo entre gais, iglesias y políticos. Me lo imagino sonriendo en su funeral, con un ojo entreabierto y tarareando “te voglio bene assai”, un poco antes de partirse el pecho de la risa. Refocilándose de puristas y puretas. Ciao, gran bufón. Ríe y descansa.
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