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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Violencia, marihuana y 11-M

Un discurso duro y partidista, que degrada la democracia, se abre paso en este periodo de crisis

Francesc Valls

Desde el pasado viernes la ciudadanía se siente más protegida por sus instituciones, singularmente por la justicia. El recién nombrado fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, daba ese día la buena noticia de que gracias a una información publicada por Libertad Digital, el periódico en la red de Federico Jiménez Losantos, se han abierto diligencias para investigar unos restos de chatarra ferroviaria de los atentados del 11-M. Para algunos, aunque una sentencia firme del Tribunal Supremo diga lo que dice, siempre ha habido flecos inquietantes. Para ese sector de la opinión pública, el 11-M fue una turbia conjunción de intereses políticos para arrebatarle el poder al PP. Apenas repuestos de ese primer impacto, de ese golpe de justicia que da vía libre para volver a dedicar recursos —esos que hay que recortar por todas partes— para rebuscar en el 11-M, Torres-Dulce remachaba el clavo y avisaba de que la fiscalía está investigando la propuesta aprobada por el Ayuntamiento de Rasquera (Ribera d’Ebre) para ceder mediante pago unos terrenos para que la Asociación Barcelonesa Cannábica de Autoconsumo los dedique al cultivo de la marihuana. En la nueva era política de formas y gestos duros en que vivimos, ya no es únicamente la abogacía del Estado la que interviene para pedir explicaciones sobre un acto administrativo —el acuerdo del pleno de Rasquera sobre la plantación—, sino que la propia fiscalía, con una gran capacidad de anticipación, se implica en la lucha contra el proyecto de plantación antes de empiece la siembra. Para colmo de males, el equipo de gobierno de esa población de la Ribera d’Ebre pertenece a Esquerra Republicana, partido por cierto al que la mayoría absoluta del PP le ha negado el acceso a la comisión de secretos oficiales del Congreso de los Diputados en previsión de que algún día pueda traicionar a España. Es como si el caso John Profumo no hubiera existido, como si el ministro de la Guerra del conservador Gobierno de Macmillan, allá por los años sesenta, no se hubiera visto forzado a dimitir por compartir información y amante con el agregado naval soviético en Gran Bretaña.

Un concepto duro y partidista de democracia se abre paso en este periodo de crisis en España. Un ejemplo palpable han sido los violentos incidentes que vivió Barcelona el pasado miércoles, tras las manifestaciones estudiantiles. Al contrario de lo que sucede con los actos vandálicos que siguen a todo gran título futbolístico, en el caso de los estudiantes la violencia ha diluido, a ojos de muchos medios, el trasfondo de la protesta: el negro futuro que se presenta para los jóvenes ya con negro presente —el paro está para ellos en casi un 48% en Cataluña— y una reforma laboral que a corto plazo no hará más que aumentar la nómina de parados. Quizás para tener esa necesaria visión a ojo de pájaro haya que recurrir a la prensa extranjera. The New York Times lo vio claro al situar la fotografía de Albert Gea —en la que un empleado se enfrentaba a un encapuchado que destrozaba el interior de una oficina bancaria— con el titular en primera página: “Enfrentamientos por las medidas de austeridad en España”. Mientras, otros rotativos patrios acusaban zafiamente a la oposición de calentar la calle e incluso identificaban rostros detrás de los contenedores de basura ardiendo. Son elementos a los que nos está acostumbrando el nuevo discurso político, que rebaja aún más la calidad de la democracia y que trata de hacer ver que no es la situación, sino la conspiración, la que mueve a los manifestantes.

Los gestores de la nueva era no pierden el tiempo. Así, mientras la fiscalía hurga entre la chatarra del 11-M e investiga la plantación de marihuana que aún no se ha plantado, el Supremo ha convertido al juez Baltasar Garzón en el primer condenado por el caso Gürtel. Y más recientemente, el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, ha destituido a todos los cargos de la Oficina Nacional de Investigación del Fraude a la Agencia Tributaria (ONIF) que destaparon precisamente los casos Gürtel y Urdangarin. La ejecutora ha sido la recién nombrada jefa adjunta de la oficina, Pilar Valiente, que se vio forzada a dimitir en 2001 después de que un diario apuntara que ella, como directora de la CNMV, lejos de controlar Gescartera, podría haber ayudado su dueño, Antonio Camacho, condenado a 11 años de cárcel, a tratar de evadir esos controles. Son los signos de los nuevos tiempos.

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