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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El chivo expiatorio

El procesamiento de Iñaki Urdangarin genera una inquietante unanimidad. Y es que, además de las responsabilidades que el hombre deba arrostrar por su conducta, ha asumido una condición inmerecida: la de chivo expiatorio.

Hay una primera explicación para convertir a Urdangarin en chivo expiatorio: su carácter simbólico. Y no solo por formar parte de la Familia Real, sino porque a esta crisis económica, larga y multiforme, que no encuentra una salida, le faltaba un rostro sobre el que concentrar la ira universal, un nombre que cargara moralmente con todo. Para su desgracia, el azar de la sociedad mediática ha decidido que ese rostro, ese nombre, sean los de Iñaki Urdangarin. La crisis ha dejado muchas imágenes: ciudades americanas con hileras de casas arruinadas, ex empleados de Lehman Brothers sacando en cajas de cartón sus pertenencias, pirámides de pisos deshabitados en Seseña, o aeropuertos manchegos y valencianos vírgenes, intactos, sobre los que parece que ha caído una bomba de neutrones. Pero hacían falta un rostro y un nombre, un chivo expiatorio, esa figura atroz que nada tiene que ver con la justicia, ni siquiera con la justicia poética.

Su carácter de chivo expiatorio explica también la escasa atención que han recibido en este asunto los sátrapas del Oriente español, lo peor de la derecha, que han resucitado el caciquismo de la restauración canovista ensuciándose las manos con trajes bien cortados o faraónicos aeropuertos perfectamente inútiles. Se habla mucho del dinero que afanó el ciudadano Urdangarin, pero poco de los impresentables que se lo entregaron a espuertas y siguen limpios de polvo y paja.

Otra prueba de que alguien se ha convertido en chivo expiatorio es que aquellos que son adversarios entre sí dirijan hacia él sus iras: la ultraizquierda, que ha resucitado los sentimientos antimonárquicos, busca en la condena de Urdangarin un primer paso para demoler la monarquía, pero son los mismos monárquicos los que comprenden que un castigo ejemplar al yerno real es el mejor modo de preservar el futuro de la institución. Y la condición de chivo expiatorio llega a extremos exasperantes: confieso que lo primero que pensé al ver llegar al imputado en un diminuto utilitario es que se estaba gastando una fortuna no solo en abogados, sino también en asesores de imagen. En fin, no hay salvación. El chivo siempre tiene un futuro negro. El juicio va a ser una catarsis, una purificación. El chivo expiatorio será conducido al sacrificio y solo entonces, en la supersticiosa conciencia colectiva, podrán cambiar las cosas, desde la regeneración social hasta la recuperación de los índices económicos.

Por cierto, con qué discreción llevamos todos la intervención en el proceso, como acusación particular, de Manos Limpias: su sola presencia, en otros casos, se aireaba como prueba incontestable de que el juicio era una farsa. Ahora no.

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