Ser mujer y serlo tanto
Es una especie de genocidio que el cuerpo femenino sea el mapa donde se mide el grado de nuestra civilización
Escribo cuando termina este enero en el que, cerca de mí, seis mujeres han sido asesinadas por sus llamados compañeros sentimentales: seis desde que empezó el año. Seis en 27 días, en menos de un mes, las cuatro primeras en los primeros 13 días del año nuevo. Son tantas que incluso la primera, ucraniana, muerta el 2 de enero, en Girona, parece haber caído de la lista. Me estoy haciendo un lío en el cálculo, pero son como mínimo seis, a la espera de si cierto asesinato en Olot forma parte o no del asunto. Pudieran ser siete. Escribo temiendo que muera otra más.
Ya comprenderán ustedes la entrada a saco en este melodrama infernal en la llamada tierra del sentido común (el seny, para más señas). Esto me lleva a un viaje que hace años me condujo a Estocolmo, a uno de esos foros que intentan arreglar el mundo hablando. Hablé poco, escuché más. Las ponentes suecas relataban las estadísticas de muertes femeninas a cargo de sus hombres. ¿Cómo puede ser?, pregunté, si figura que, al menos donde vivo, estas animaladas suceden porque el divorcio ha llegado tarde, cuesta de asumir y la mujer se ha incorporado asimismo tarde al mercado laboral, pero aquí, en Suecia, donde tienen ustedes divorcio desde hace tanto, fueron los primeros europeos en tenerlo, y conocen una igualdad laboral, profesional y familiar entre hombres y mujeres de largo aliento… ¿Por qué matan tanto sus hombres a sus mujeres? ¿Qué pasa? Por eso mismo, respondieron las suecas, impávidas. ¿Mande…? Querida, alegaron aquellas competentes mujeres del Ayuntamiento de la capital sueca con paciencia un tanto irritada, tantos hombres matan a sus mujeres porque se han quedado a cuadros. Sin papel definido. Pues qué bien.
¿Me quedaría más tranquila, siendo mujer, si también las mujeres matáramos a mansalva a nuestros hombres? Sería igualitario, pero vaya solución. Por suerte no sucede. ¿Es un atraso que las mujeres matemos menos? No lo sé, aunque prefiero que así sea. Lo que me parece una especie de genocidio es que el cuerpo femenino sea, una y otra vez, el mapa histórico y presente donde se mide el grado de nuestra civilización. De la nuestra y de los otros, en cualquier parte del planeta. Es insoportable que el cuerpo de la mujer sea el cuerpo de la república, en la vida doméstica y en la vida colectiva. Una cuestión de poder. Al parecer, si los hombres matan a sus mujeres, pobres, es porque la república humana está hecha un lío, pobrecitos. Debe de ser un imperativo del todo categórico quitar la vida, tan fotuda, a quien puede darla.
¿Me quedaría más tranquila, siendo mujer, si también las mujeres matáramos a mansalva a nuestros hombres?
El asunto es tan neurótico que lo que viene a mi mente mientras escribo parece inspirado por el reverendo Swift y sus recomendaciones para terminar con el hambre en Irlanda hace tres siglos, ya saben, comerse a los niños y, por supuesto, a las niñas. No lo que se me ocurre, sino cosas vistas y oídas este sacrificial mes de enero por la tele, esa pantalla a la que solemos rezar y que nos reza. Hablaba el otro día el obispo de Tarragona Jaume Pujol, con Ariadna Oltra, una entrevista luego muy divulgada por la sinceridad de este otro reverendo respecto de los homosexuales. Dijo también: “A mis feligresas les digo y repito: el hijo más pequeño que tienes en casa es tu marido…”. Unos días antes, el consejero Cleries, de Bienestar y Familia, ante las cuatro mujeres muertas en los 13 primeros días de enero, razonaba en términos navideños nada menos: “Cuando la gente se reúne más, cuando las familias se ven más, se dan más hechos problemáticos”. Oh sí, claro. Hechos problemáticos. Familias demasiado reunidas. Mujeres que no comprenden que su marido es su hijo pequeño, el más necesitado.
Mi modesta proposición ante este genocidio es, cómo no, más cultura, más progreso. No importa la crisis, al contrario, igual así salimos de ella. Propongo que los Gobiernos den alas a la investigación I+D para lograr que los hombres den a luz. Es la única solución. Sentirán la vida en su seno, parirán con dolor y alegría, se verán más guapos y educarán a sus crías en el respeto a su madre y a la civilización. Encontrarán su verdadero lugar en el futuro, serán el cuerpo de la república humana y, por fin, dejarán de matarnos.
Mercè Ibarz es escritora.
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