Ir al contenido
_
_
_
_

Santos, ángeles, monstruos y diablos cornudos: el románico no fue blanco, sino en colores

La imagen de un manto inmaculado de iglesias cubriendo los reinos cristianos como muestra de purificación es solo una leyenda más del Medievo. De Santa María y San Clemente de Taüll a San Isidoro de León, perviven en la Península y en Europa restos de viva policromía sobre muros y piedras esculpidas

En los albores del siglo XI, un monje cluniacense borgoñón llamado Raúl Glaber escribió uno de los pasajes más conocidos, evocadores y descontextualizados relativos a la Edad Media: “Cuando se avecinaba el tercer año que siguió al año mil, se vio en casi toda la tierra renovarse las basílicas de las iglesias. Era como si el mundo mismo se hubiese sacudido y, deshaciéndose de su vetustez, se hubiese puesto en todas partes un blanco manto de iglesias”.

La fama del texto se debe a una más que dudosa presunción y a una potente imagen. La primera, la de un mundo que salía reforzado de una época convulsa de profecías apocalípticas y terrores ocasionados por la llegada del año 1000. Algo como los ríos de tinta que corrieron con nuestro virus del milenio, aunque más truculento. La segunda, la de un blanco manto de iglesias cubriendo los reinos cristianos como purificación y renacimiento tras la orgía milenarista. Resulta curioso que Raúl Glaber haya conseguido pasar a la posteridad gracias a dos aspectos marginales en su compendio en cinco libros de la historia de su época.

A la imagen del manto blanco de iglesias recurrió en 1937 Le Corbusier para titular el libro que recogía las experiencias de su viaje a Estados Unidos, Cuando las catedrales eran blancas —al que subtituló de curiosa manera como Viaje al país de los tímidos—, donde afirmaba que cuando las catedrales eran blancas, deslumbrantes y jóvenes, el mundo lo era también. Una metáfora con la que no se pretendía quizás hablar tanto de colores como de símbolos y esperanzas.

Así que, tal como el año 1000 no alumbró un nuevo mundo, tampoco los templos medievales se pensaron como inmaculadamente blancos, sino que en su mayoría estaban en su inicio magníficamente coloreados. La restauración de sus pórticos no los ha devuelto a su estado original —lastimado y desvaído por el paso de los siglos y el maltrato infligido por propietarios, revolucionarios o simples insensatos—, pero sí ha permitido restituir parcialmente la policromía de la piedra.

Se ha añadido, así, un nuevo elemento a la fascinación que despierta el románico, la más genuina manifestación material y visual de la sociedad rural, jerarquizada, codificada y extremadamente compleja de los siglos centrales de la Edad Media. Se superponen dos registros en nuestra percepción.

Tal como el año 1000 no alumbró un nuevo mundo, tampoco los templos medievales se pensaron como inmaculadamente blancos

Por una parte, el de iglesias y monasterios construidos en piedra, robustos y sobrios, que salpican todavía hoy algunas grandes ciudades, pero sobre todo pequeños pueblos y parajes solitarios en la mitad norte de la península Ibérica y en la mayoría de Europa. Vemos en ellos una determinación tentacular de papas, reyes, obispos, abades y grandes nobles para controlar el territorio y sus recursos, pero también intuimos algo mucho menos visible, esto es, el papel de quienes los edificaron y fueron enterrados en sus cementerios y, sobre todo, la fuerza de la comunidad, de la que formaron parte los hombres y mujeres que los levantaron con sus propias manos.

Por otra, el de los programas iconográficos que, esculpidos en la piedra o pintados en los muros, combinan un amplio conocimiento de los textos bíblicos, del dogma evangélico y de la liturgia en composiciones que en ocasiones solo consiguen descifrar los especialistas, con escenas de la vida cotidiana y las faenas campesinas —sirva como ejemplo el ciclo de las labores agrícolas del panteón de San Isidoro de León—, aunque siempre conectadas, de una manera u otra, al mensaje transmitido por la doctrina cristiana.

Los restos de policromía conservados en las portadas y los capiteles de las iglesias y parcialmente rescatados aplicando conocimiento experto en restauración y tecnológico permiten recrear en vivos colores los santos, ángeles, hombres y mujeres de diversa condición, animales fantásticos, monstruos y diablos cornudos que pueblan el imaginario medieval. También nos ayudan a experimentar el efecto que surtían estas biblias en piedra en sus espectadores —desplegadas en el exterior de las grandes catedrales, de santuarios rebosantes de peregrinos o dentro de pequeñas iglesias en medio de la nada— mientras, por ejemplo, observaban en el tímpano del juicio final de la abadía francesa de Santa Fe de Conques la enorme boca que abre el infierno, los demonios que torturan a los pecadores, todos en un verde grotesco, junto al bellísimo azul de los vestidos del Cristo en majestad y de la mandorla mística.

Por si estas imágenes no fueran suficientemente explícitas, la inscripción que enmarca la escena del infierno en la catedral de San Lázaro de Autun no deja margen a la duda: “Que este terror espante a los contaminados con los errores terrenales, porque el horror de estas imágenes muestra cómo será su destino”. Un terror que François Villon, poeta del siglo XV, puso en boca de su madre cuando esta le pidió una balada para rezar a la Virgen: “Soy una mujer pobre y vieja, / que nada sabe, nunca leí una letra; / veo en la iglesia de la que soy feligresa. / Pintado el paraíso, en el que hay laúdes y arpas. / Y un infierno en el que los condenados son hervidos: / Uno me da pavor, el otro alegría y alborozo”.

La iglesia medieval nunca terminó de resolver algunas cuestiones sobre el valor y la pertinencia de las imágenes en todas sus manifestaciones. Sus representantes se debatieron a lo largo de los siglos entre validar lo que se ha denominado la literatura de los pobres o alertar de sus peligros.

Para Gregorio Magno, papa del siglo VI, las representaciones figurativas podían leerse casi como un texto escrito, pictura quasi scriptura. Para san Isidoro, obispo de Sevilla del siglo VII y autor de las Etimologías, la pintura creaba una ilusión irreal, era casi una ficción, pictura autem dicta quasi fictura. Para Hugo de San Víctor, teólogo místico a caballo entre los siglos XI y XII, una mente humana bien adiestrada podía pasar de la belleza visible a la invisible, del sentido literal al espiritual y moral. Para su contemporáneo san Bernardo, fundador de la orden cisterciense, rigorista y ardiente predicador de la Segunda Cruzada, el despliegue de pinturas y decoración en las iglesias le recordaba a los ritos de los judíos, y solo servía para desviar la atención de los fieles. En su apología contra la Orden de Cluny, Bernardo se indignaba porque “las paredes de la iglesia resplandecen de riqueza y los pobres están en la indigencia; sus piedras están cubiertas de dorados y sus hijos carecen de ropa”. Se preguntaba para qué servían en los claustros, donde los religiosos en teoría debían entregarse al recogimiento y la lectura, esos monstruos ridículos, esas bellezas horribles y esos horrores hermosos (sic), los monos inmundos, los leones, los tigres, los centauros, las quimeras, los cuadrúpedos con cola de serpiente, los peces con cabeza de cuadrúpedo, los monstruos mitad caballo mitad cabra.

La policromía, difícil de imaginar en la piedra, se manifiesta con exuberancia en la pintura románica. Decoraba los ábsides y las paredes interiores de los templos. También se pintaba sobre tabla para cubrir los altares y se iluminaban las miniaturas de códices y sus marginalia rebosantes de escatología y de extraños torneos entre conejos y caracoles. La pintura mural muestra en algunos casos programas iconográficos y técnicas muy elaborados. En otros, los limitados recursos y una más escueta gama cromática se compensan con una extraordinaria capacidad narrativa. Las técnicas en los ábsides de las iglesias leridanas de Santa María y San Clemente de Taüll o de Santa María de Aneu denotan una pericia propia de talleres y artistas que trabajaron en distintas obras reputadas y utilizaron algunos pigmentos minerales para el color de procedencia lejana, como el cinabrio importado de al-Ándalus para el rojo o los azules procedentes del norte de Italia. Azul que, frente al rojo, el color arquetípico, el negro y el blanco —lo denso, lo oscuro y lo contrario a ambos—, según explica el gran especialista en la historia y la percepción de los colores en la Edad Media Michel Pastoureau, tuvo un discreto papel social y simbólico hasta que empezó a vestir las paredes de las iglesias medievales, para convertirse a partir del siglo XVIII en el color preferido de los europeos.

Pocas pinturas murales se encuentran aún en sus lugares de origen. Son testigos mudos de los dramas del patrimonio español

Dicho esto, ¿qué es lo que nos fascina en la pintura románica? Sin duda una mezcla contradictoria de elementos. Por una parte, la engañosa cercanía a un lenguaje pictórico figurativo, lleno de elementos conocidos, aparentemente infantil e ingenuo; una iconografía de figuras y objetos bíblicos y evangélicos que nos es familiar, la creación y el paraíso con sus estrellas, árboles y pájaros, Adán y Eva con la manzana, la costilla y la serpiente, la natividad y la adoración de los magos con sus regalos, pero también la última cena o la crucifixión, todo ello siempre con un Cristo omnipresente, rodeado de los evangelistas con sus atributos y de ángeles.

Pero por otra, algo que nos resulta ajeno, rígido y ornamental, donde lo tridimensional no tiene sentido, la perspectiva parece haberse olvidado en un oscuro momento de transición desde el mundo antiguo, y que nos enfrenta a un marco conceptual en las antípodas del contemporáneo a pesar del trampantojo de lo conocido. Porque cómo interpretar si no, desprovistos de las claves que conforman ese universo propio, el simbolismo y el alejamiento del mundo natural, representado en los ojos heterotópicos que invaden las manos, los pies y las seis alas de los serafines de la iglesia de Santa María de Aneu, o la cara del cordero apocalíptico de la de San Clemente de Taüll.

Pocas pinturas murales se encuentran aún en sus lugares de origen, ya que una buena parte fueron recolocadas en museos después de haber sido arrancadas de sus muros. Son en gran medida testigos mudos de los dramas del patrimonio español. Llegadas en las primeras décadas del siglo XX a las colecciones privadas y museos de la costa este norte­americana, algunas compradas a sus propietarios, la mayoría obtenidas en oscuras circunstancias o simplemente expoliadas, su ajetreada vida social forma también parte de la fascinación que nos provocan. En la década de 1920 se vendieron, expoliaron y exportaron los mejores conjuntos murales procedentes de algunas iglesias rurales castellanas. Entre ellas los de la fascinante ermita soriana de San Baudelio de Berlanga, construida entre los siglos XI y XII, con sus extraños animales —un elefante con un castillo encima, un dromedario— producto de referencias indirectas y grandes dosis de imaginación, que fueron arrancados de noche, con la participación estelar de unos desconocidos extranjeros y de la guardia civil, como broche a una bochornosa historia de codicia e ignorancia. A cambio del claustro del monasterio de Fuentidueña, desmontado piedra a piedra para ser embarcado y montado como un puzle en el Museo The Cloisters en Nueva York, seis paneles procedentes de San Baudelio de Berlanga fueron devueltos en 1957 y se exhiben en el Museo del Prado junto con las pinturas del ábside de la ermita de la Vera Cruz de Maderuelo.

La configuración del Museo Nacional de Arte de Cataluña a partir de la compra entre 1919 y 1923 de 10 conjuntos pictóricos románicos catalanes —345 metros cuadrados de pintura arrancada mediante la técnica del strappo— para impedir que salieran de España después de dudosas operaciones previas, es un testimonio de la complejidad de los procesos de incorporación a una colección única en el mundo, como muestra también la agria polémica sobre la devolución a Aragón del conjunto pictórico del siglo XII procedente de la sala capitular del monasterio de Santa María de Sigena, llegado al museo barcelonés después de un incendio en 1936.

A pesar de la indignación de san Bernardo, todas esas bellezas horribles y horrores hermosos estaban destinados a perdurar. Eso sí, con una diferente forma de mirar. Los protagonistas de los movimientos vanguardistas de los inicios del siglo XX encontraron en el románico la fuerza de un lenguaje onírico y la esencia de lo primitivo. Los especialistas en historia del arte románico como Manuel Castiñeiras han delineado ese viaje de lo medieval a la modernidad. La pintura mural produjo un enorme impacto en el pintor Francis Picabia cuando visitó en Barcelona en 1927 los ábsides arrancados e instalados en el museo situado entonces en el parque de la Ciutadella. Algunos de los motivos de Santa María de Aneu y de San Clemente de Taüll —los serafines heterotópicos y el cordero apocalíptico entre otros— transitan por sus obras con la fuerza del imaginario medieval. Pablo Picasso se inspiró para componer la parte inferior del Guernica en los muertos ahogados que aparecen en la escena del diluvio universal del llamado Beato de Saint-Sever, fechado a mediados del siglo XI y conservado en París. Joan Miró siempre repitió que la fascinación por la pintura mural del románico catalán le venía de la infancia. En 1955, visitó el museo en busca de inspiración para lo que sería el mural cerámico de la sede de la Unesco en París.

Sin embargo, san Bernardo tampoco está solo en su irritación. En 1943, Francisco de Cossío, quien llegaría a ser director del Museo Nacional de Escultura, confesaba al referirse a las pinturas de la Vera Cruz de Maderuelo su incomprensión por esos balbuceos de pintura cristiana, de donde —decía— procedían los dibujos en las paredes que los chicos suelen hacer cuando salen de la escuela. Josep Pla, por su parte, se hacía eco de las reacciones de una parte de la sociedad barcelonesa —y es posible que la suya propia— ante los ábsides con las pinturas murales: “¡Aquel Pantocrátor! Ante la figura, la gente primero se quedaba atónita y sin respiración, después se les contraía la cara (…). Aquel aire de muermo rígido que presenta, su seriedad grave y tiesa acababan por indignar a la gente y a crisparla”.

Pues, por todo esto, nos siguen fascinando el románico pintado y la pintura románica.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_