Las claves de una lista: historia de otras dos Españas
Los cambios de sensibilidad y la evolución política explican la transformación del canon de las letras contemporáneas, como puede comprobarse comparando las encuestas sobre los mejores libros de la democracia


Ahora sabemos que a principios de la década de los noventa el lector literario de la democracia llegó a su mayoría de edad en España. Fue una maduración acompasada con la del país. Al cabo de tres lustros habíamos vuelto a ser uno más entre nuestros hermanos europeos y en 1992 el reconocimiento simbólico de aquella normalidad alcanzó una pletórica dimensión internacional la noche que el vuelo de una flecha encendió el pebetero olímpico. La literatura no quedó al margen del cambio. Ese proceso cultural es el que trato de esbozar aquí a partir de la lista de los 50 mejores libros del último medio siglo.
A finales de 1991 España fue la invitada de honor a la Feria del Libro de Fráncfort. Allí desembarcaron los nuevos nombres de una novelística que marcaba distancias con los maestros latinoamericanos y había cortocircuitado su vinculación con el casticismo a través de la experimentación y su conexión con la posmodernidad internacional. Esa ansiedad modernizadora la registró el suplemento Libros de EL PAÍS pocas semanas antes del nacimiento de Babelia. Se elaboró una lista de los mejores libros desde 1975, participaron “cerca de 60 lectores cualificados” y se destacaron los 15 más votados. Ganó La verdad sobre el caso Savolta (1975), de Eduardo Mendoza, el centro irradiador del prestigio era Juan Benet y no se destacó ni un solo libro escrito por una mujer y a nadie le avergonzó.
¿Quién está en ese panteón? De alguna manera aquella lista reconoció a los escritores que durante la segunda mitad de la dictadura y la Transición ya pusieron con su obra los fundamentos donde se construiría la ciudad democrática, para decirlo con una idea que elaboraba por entonces Manuel Vázquez Montalbán.
A principios de los noventa esa ciudad, destruida en 1936, ya era una realidad. Entonces se publicaron cuatro libros clave en la trayectoria de sus autores y, a la vez, para la formación sentimental de una nueva y amplia clase media de lectores para quienes la buena cultura democrática era su referente cómplice y su normalidad cotidiana. Los libros eran El jinete polaco (1991), de Antonio Muñoz Molina; Corazón tan blanco (1992), de Javier Marías; Nubosidad variable (1992), de Carmen Martín Gaite, y Vendrán más años malos y nos harás más ciegos (1993), de Rafael Sánchez Ferlosio.
Podríamos rizar el rizo y decir que a finales de los ochenta Javier Cercas ya había sacado punta al lápiz para escribir sus primeras nouvelles y que la luminosa conciencia crítica de ese proceso de normalización política y cultural —me refiero, es obvio, a Rafael Chirbes— se había estrenado en 1988 con Mimoun.
¿Qué cambió con esos cuatro libros? No era que la literatura se hubiese despolitizado ni tampoco que se hubiese sacrificado el riesgo formalista. Habrá quien querrá entender lo que ocurrió entonces como un síntoma del fin de la historia o de la claudicante vacuidad posmoderna. Son interpretaciones interesantes si se piensa desde la teoría o la ideología. Y por ello, tratando de construcción formal de sentido, son parciales. Lo que estaba sucediendo, tras décadas de anormalidad combatida también desde la mejor literatura, es que por fin el sujeto y la subjetividad, la reflexión sobre la identidad y la relación con el otro podían ocupar el espacio central que es propio de la literatura en una sociedad democrática contemporánea.
Así se comprende, creo, porque en 1991 no apareció en la lista un pletórico corpus lírico que ahora asumimos como clásico: la lección de moralidad que es Las personas del verbo (1975), de Jaime Gil de Biedma; la exploración de los límites epistemológicos de la razón en Claros del bosque (1977), de María Zambrano; el dolor por la pérdida de Mortal y rosa (1975), de Francisco Umbral, que no deja de tocar las fibras que nos definen. Y así se entiende la centralidad canónica que ya ocupa la heredera en la literatura española de Virginia Woolf: Carmen Martín Gaite ha colocado cinco libros entre los 50 primeros y su obra suma 351 puntos.
En 2022 España volvió a ser invitada en la Feria de Fráncfort. Desde Babelia se elaboró una nueva lista, esta vez sobre los mejores libros españoles del siglo XXI. Allí ya se vio claramente quién es considerado nuestro mejor novelista de la democracia: Javier Marías. Ahora Marías suma 462 puntos y Chirbes, 311. Pero en 2022 tal vez no pudo percibirse lo que señala esta encuesta y que habla de ese lector de la democracia que estrenó su madurez en la década de los noventa y también del que estrenó la suya alrededor de la crisis económica de 2008. La otra España.
Con la llegada del nuevo siglo se inició un ejercicio de revisión en profundidad sobre cuáles eran los fundamentos, los silencios y la corrosión de esa ciudad democrática. Las dos obras mayores de Javier Cercas —Soldados de Salamina (2001) y Anatomía de un instante (2009)— obligaban a reformular preguntas pendientes sobre nuestra relación con el pasado contemporáneo; Patria (2016), de Fernando Aramburu, colocaba un espejo en la sociedad vasca para comprender cuál había sido la dimensión humana del peor conflicto que sufrió el país durante este medio siglo, y Mater dolorosa (2001), de José Álvarez Junco, desentrañaba cómo el nacionalismo dio forma a la identidad española. Al mismo tiempo, la disidencia de Chirbes ganaba centralidad porque las versiones edulcoradas sobre el presente iban perdiendo credibilidad para las nuevas generaciones de lectores. Los mismos que se fascinaron por la voz disidente de Cristina Morales en Lectura fácil (2018), una ficción que abre el frente de un nuevo campo de batalla.
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