Cartografiar un planeta negro: una ambiciosa historia del arte panafricano
Una fecunda exposición en el Macba reexamina la herencia artística y política del panafricanismo, que quiso articular una comunidad global de afrodescendientes, dotada de unidad, solidaridad y conciencia histórica


El mapa es un disparate. En una de las primeras salas de la exposición que el Macba dedica estos días al arte panafricano aparece una lámina amarillenta encontrada en un mercadillo de Bruselas: un plano de África del siglo XIX que dibuja un continente especulativo, imaginado por la mirada europea. Es el tipo de cartografía que difundieron Aaron Arrowsmith o John Tallis, célebres geógrafos británicos cuyos atlas, anteriores al reparto colonial fijado en la Conferencia de Berlín de 1885, se basaban más en relatos y suposiciones que en mediciones reales. No hay Estados ni ciudades, solo manchas de color donde conviven regiones reales (Egipto, Nubia, Abisinia) con otras inventadas (“Tierra de los negros”, “País de los cafres”, “Territorio desconocido”). África aparece como un espacio oscuro y deshabitado, listo para ser tomado; la menos sofisticada de las ficciones coloniales.
Buena parte de Proyectar un planeta negro. El arte y la cultura de Panáfrica parece una respuesta a ese mapa y a todo lo que lo hizo posible. Durante siglos, exploradores, misioneros, etnógrafos y administradores coloniales levantaron un archivo monumental sobre “lo africano” que servía, ante todo, a los intereses extractivos de la vieja Europa. Contra ese imaginario, brutal en su violencia simbólica, se levantaron, a partir de los años veinte del siglo XX, los intelectuales africanos y los de la diáspora al formular el llamado panafricanismo. De él surgieron movimientos diversos: el garveyismo, que defendía la unidad mundial de los pueblos negros y la autosuficiencia política y económica; la négritude, que reivindicaba la subjetividad negra frente al universalismo colonial francés; el quilombismo brasileño, heredero de las comunidades cimarronas, o los distintos congresos y festivales panafricanos de mediados del siglo XX. Compartían el objetivo de articular una comunidad negra global, dotada de conciencia histórica propia y decidida a reivindicarse en el mundo moderno.
Como sus impulsores, la exposición desmonta la imagen de aquella África “sin historia” que defendió Hegel —o, mucho más tarde, Sarkozy, al afirmar en un infame discurso de 2007 (¡!) que “el hombre africano no ha entrado de lleno en la historia”—, matriz de un imaginario de lo primitivo que durante décadas impregnó la psique colectiva y la cultura popular. Frente al estereotipo racista, la muestra propone una epistemología no occidental que aúna necesidad de memoria, proyecto político y fuga poética. Es la primera gran apuesta del 30º aniversario del Macba y llega comisariada por su directora, Elvira Dyangani Ose, junto a Antawan I. Byrd, Adom Getachew y Matthew S. Witkovsky. El proyecto, nacido en el Art Institute of Chicago y coproducido con el Barbican de Londres y el futuro Centro Pompidou de Bruselas, supone el “fin de la primera parte” del mandato de Dyangani Ose, en palabras de la propia directora, que llevaba años trabajando en el proyecto.

En las salas, cerca de 500 obras y documentos procedentes de África, Europa y las Américas, los tres vértices del comercio triangular, confluyen en un único espacio de reflexión. La exposición reconoce historias largas de esclavitud, colonialismo y resistencia, atraviesa fronteras nacionales y ensaya futuros de igualdad y pertenencia compartida. El relato que propone es fragmentario y no avanza de forma cronológica, sino por episodios que enlazan congresos, revueltas, festivales, revistas o fragmentos de películas con obras de arte moderno y contemporáneo. Su itinerario parece reproducir la circulación abierta del propio panafricanismo: el visitante puede entrar y salir por varios puntos, las fechas se solapan, y documentos coloniales conviven con vinilos de free jazz, manifiestos queer y fotografías de colectivos afrodescendientes en Europa y Estados Unidos.
El resultado destaca por las buenas decisiones de comisariado, por los encuentros pertinentes y estimulantes entre obras. El primero está en la sala inicial, dedicada a las banderas: la tricolor panafricana —rojo por la sangre compartida, negro por la emancipación del continente, verde por su tierra fértil— supone un ataque directo al fetiche del Estado-nación europeo, dispositivo colonial que desplazó a poblaciones enteras de sus territorios de origen. Artistas como David Hammons y Chris Ofili hibridan ese estandarte con las banderas de Estados Unidos y Reino Unido para preguntarse a quién excluye esa supuesta “unión” y reivindicar formas de pertenencia transnacional para los afrodescendientes. Junto a ellos, la artista belga Edith Dekyndt filma una bandera de cabello negro azabache desgarrada por el viento en un punto de la costa de Martinica, lugar de naufragio de esclavos y tumba de Édouard Glissant, uno de los faros intelectuales de este presente poscolonial.
Para algunos pensadores negros, la experiencia de la Guerra Civil nutrirá la retórica y las formas de organización del ‘black power’
Otro punto memorable del recorrido es el dedicado a los bustos. Esculturas de Simone Leigh, Job Kekana, César Bahia y otros artistas africanos y diaspóricos revisitan ese género ancestral para homenajear a líderes comunitarios o figuras híbridas entre la máscara y el retrato, a veces acercándolas a los códigos del presente. Lillian Mary Nabulime coloca una mascarilla quirúrgica en su estatuilla en bronce, asociando una solemnidad atávica al trauma reciente de la pandemia. Se pasa revista a obras que, desde lenguajes modernos y contemporáneos, han pensado otras imágenes de la negritud: en el desorden de la muestra, Adrian Piper, Ernest Mancoba, Ibrahim El Salahi, Charmaine Spencer, George Pemba Sekoto, Colette Oluwabamise, los fabulosos retratos de Zanele Muholi, el inquietante Albino de Marlene Dumas o los paneles de Art of the Negro de Hale Woodruff, en forma de mural histórico del arte panafricano.
Otro núcleo fuerte de la exposición es el trabajo sobre el archivo, que parece desactivar su conocida violencia. Los diagramas estadísticos de W.E.B. Du Bois sobre la población negra en Georgia, junto a un ejemplar de The Souls of Black Folk —ensayo fundacional de 1903 sobre la llamada “línea de color”— devuelven el panafricanismo a su condición de ciencia social insurgente. Alrededor se despliegan publicaciones como Présence Africaine, la Negro Anthology de Nancy Cunard y portadas de Ebony, la revista ilustrada de la clase media afroamericana. En esos cruces se sitúa también la Orogenia panafricana de Tania Safura Adam, que lee el panafricanismo como una deriva tectónica que también pasa por España y sus olvidos coloniales en Marruecos y Guinea.
La exposición se desmarca del foco afroamericano que tuvo en Chicago para dar otro color al itinerario. El ensayo España pagana de Richard Wright, un poema de Langston Hughes dedicado a la Brigada Lincoln y la oleada de solidaridad con la II República inscriben a España en una memoria que casi siempre se cuenta sin ella. Para algunos pensadores negros inscritos en el Renacimiento de Harlem, la Guerra Civil fue el primer laboratorio donde poner en práctica un internacionalismo antifascista y anticolonial. De ahí nace una experiencia de frente común y de milicia politizada que nutrirá la retórica y las formas de organización del black power.

Otra conexión con el paisaje local, más velada y maliciosa, es encuentra en la obra de Theaster Gates, que lleva años rastreando la figura de la black Madonna en archivos europeos para construir una genealogía alternativa de la iconografía mariana. El artista presenta la escultura Alls my life I has to fight (2019), un altar donde una virgen negra aparece enjaulada, titulado a partir de un verso de Kendrick Lamar que pronunciaba Oprah Winfrey en El color púrpura. Incluso si artista estadounidense no es consciente de ello, en el contexto catalán su trabajo funciona casi como una intervención crítica sobre la Moreneta, que la desvincula de su contexto devocional para inscribirla en una historia mucho más amplia de iconos negros.
Es el inicio de un tramo final muy convincente en lo plástico. Por él desfilan un magnífico óleo de Wifredo Lam prestado por el Reina Sofía; la obra textil de Sonia Gomes, hecha de telas cosidas como cicatrices; los lienzos de Iba N’Diaye, donde la pintura moderna se mide con la violencia histórica; los sarcófagos coloristas de Ebony G. Patterson; las figuras de barro de Moataz Nasr, donde multitudes anónimas parecen a punto de alzarse, o la poderosa Asesinos! Asesinos! de Kader Attia, un muro de puertas y megáfonos que parece evocar los grandes movimientos contra la violencia estatal. Ahi es donde Proyectar un planeta negro demuestra ser tanto una exposición de ideas como de grandes obras de arte.
Por su ambición y su pertinencia, esta podría ser una de las exposiciones del año, aunque no esté exenta de reparos. Pesa todavía esa tendencia a una austeridad casi higienizada que el edificio de Meier parece imponer a todo y que quizá le resta algo de emoción al conjunto. Es, en cualquier caso, un matiz menor en una muestra que tiene el mérito de poner en circulación, desde la centralidad de una institución como el Macba, una temática y un discurso poco explorados en los museos españoles. Y que deja huecos, abre interrogantes y funciona como un primer capítulo a la espera de que otros recojan el testigo con nuevas investigaciones de la misma envergadura. ¿Algún candidato en la sala?
‘Proyectar un planeta negro. El arte y la cultura de Panáfrica’. Macba. Barcelona. Hasta el 6 de abril de 2026.
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