“Nunca colgaría mis cuadros en mi comedor”
La sudafricana Marlene Dumas, la artista viva más cotizada del mundo, expone en el museo Stedelijk de Ámsterdam cuatro décadas de su obra atormentada
Marlene Dumas (Ciudad del Cabo, 1953) aparece al otro lado de la puerta de su estudio en De Pijp, antiguo barrio obrero convertido en foco de gentrificación a veinte minutos escasos del centro de Ámsterdam. Sin perder el tiempo, emprende una visita guiada por todos los rincones de un espacio diáfano y ventilado que comunica con un pequeño jardín cubierto. Por todos menos uno: la habitación donde suele pintar, cerrada a cal y canto, protegida por espesas cortinas que la aíslan de la luz natural. ¿Prefiere pintar a oscuras? “De todas formas, cuando pinto nunca hay demasiada luz”, responde de manera enigmática. Dumas es una mujer menuda y de pelo eléctrico. Accesible, exuberante y de risa contagiosa, pero con una vida interior que uno adivina compleja. “Mitad Dolly Parton y mitad Emily Dickinson”, confirmará ella misma un rato después. Cuando la conversación está a punto de empezar, la artista decide cambiar de escenario. “Vayamos al bar de la esquina y pidamos una botella de vino. Solo se logra conocer a alguien de verdad compartiendo una”.
Este otoño, Dumas protagoniza la mayor retrospectiva que se le ha dedicado en Europa. Tiene lugar en el Stedelijk Museum de su ciudad de adopción, a la que llegó desde su Sudáfrica natal a los 23 años, hace ya más de media vida. La muestra, que pasará por la Tate Modern en febrero, condensa la integridad de una trayectoria iniciada en los setenta, durante la cual se ha convertido en uno de los nombres más respetados del arte de hoy. Y también en uno de los más cotizados. En 2008 se convirtió en la artista viva más cara cuando alguien pagó 4 millones de euros por un lienzo titulado The Visitor. Cinco años atrás, sus obras se vendían por 20.000 euros escasos. Existía algo en su expresionismo tenebroso que empezó a resonar en su tiempo. A Dumas le incomoda recordar el capítulo, tal vez porque ese debate desvía la atención respecto al contenido de una obra compleja y fascinante, como un enigma al que uno se enfrenta mil veces sin encontrar solución, de la que ella habla como si fuera su posesión más preciada.
Mi arte oscila entre la tendencia pornográfica a revelarlo todo y la inclinación erótica por esconder lo que lo define
Si se es algo perezoso, se la puede comparar con Bacon y con Richter. El primero dijo que la abstracción no le satisfacía porque no era “suficientemente cruel”. Lo mismo podría decir Dumas, que demuestra el mismo gusto por la figuración fantasmagórica y desgarrada. El segundo ha trabajado con la imagen fotográfica como inspiración para sus lienzos. Lo mismo puede decirse de Dumas, poseedora de cientos de carpetas repletas de recortes de prensa y postales de museos —que colecciona desde los ocho años—, que utiliza como base de sus retratos. Su estilo oscila entre la sordidez explícita y la belleza insospechada. Dumas pinta retratos de colores desteñidos, en los que figuran niños enfermizos, cuerpos violentados, víctimas del terror ajeno y personas que lo infligen a los demás. Dumas asegura que en su trabajo no hay mensaje. Sí, en cambio, tensión, ambigüedad y sigilo. “Mi arte oscila entre la tendencia pornográfica a revelarlo todo y la inclinación erótica por esconder lo que lo define”, sostiene la artista.
De entrada, cuesta entender qué la condujo hacia la pintura figurativa. En los últimos tiempos ha vuelto a imponerse, pero los artistas de su generación preferían el vídeo y la instalación. “Es cierto que no estaba nada de moda. De hecho, cuando empecé no quería ser pintora, porque quería ser moderna”, reconoce Dumas. “Y todavía menos dedicarme al retrato, un género de lo más reaccionario. Al mismo tiempo, existía un reto: intentar hacer algo distinto de lo habitual. Ahora todo el mundo se muere por Alex Katz o Chuck Close, pero entonces no les hacían ni caso”. ¿Lo que la impulsó fue reaccionar a lo dominante y aportar algo novedoso? “Se trata de algo habitual entre los artistas. Siempre aspiras a aportar algo que no existiera antes de que llegaras tú. En mi caso también influyó ser mujer. Todos esos machos como Pollock y compañía habían pintado de una forma muy determinada. Mi objetivo fue encontrar otra manera de hacerlo”.
Abundan los ejemplos que demuestran que lo consiguió. En 1990, pocos meses después del nacimiento de su única hija, Dumas pintó The First People, una serie de retratos de bebés con aspecto monstruoso, de rostros asimétricos y cuerpos casi alienígenas, alejados de los estereotipos publicitarios que ensalzan una maternidad idealizada. Sus retratos se suelen reconocer de lejos. Los protagonizan figuras espectrales con caras desteñidas, visitadas por fantasmas invisibles y aquejadas de mil síntomas de aflicción. Entre sus sujetos figuran albinos africanos y actores porno. Hombres reventados a palizas y mujeres víctimas de violaciones. Marilyn Monroe, Romy Schneider e Ingrid Bergman, pero también Kate Moss, Naomi Campbell y Amy Winehouse. O incluso la propia hija de Dumas, además de su madre y su abuela.
Todos ellos merecen el mismo trato, como si formaran parte de una confederación de almas perdidas. En una de las salas de la muestra aparece sin previo aviso su célebre retrato de Osama bin Laden, a quien logró encontrar rasgos plácidos y melancólicos, lo cual le valió alguna que otra crítica. “A veces me arrepiento de haber pintado ese retrato, porque me obliga a justificarme sin parar. No tenía intención de hacerlo, pero no fui capaz de evitarlo. Recuerdo que intentaba pintar a mujeres del mercado de la esquina y me salía su cara una y otra vez. Llevábamos años viendo su foto a diario”, explica. “No fue una provocación. Yo no pienso en esos términos. La gente me toma demasiado en serio, cuando mi obra también contiene mucho humor”, dice con total seriedad. El verano pasado la invitaron a la bienal Manifesta en San Petersburgo. Dumas decidió aceptar, pese a sentirse horrorizada por las leyes homófobas aprobadas por Putin. Terminó pintando una galería de retratos de conocidos homosexuales, de Gogol a Nureyev, pasando por Alan Turing y Tennessee Williams.
Dumas creció en una granja sudafricana. Fue la hija menor de un viticultor y un ama de casa de origen neerlandés, que la educaron en afrikaans. Uno de sus hermanos, reverendo de la Iglesia reformista, se opuso públicamente al apartheid y fue expulsado de la jerarquía eclesiástica. A finales de los setenta, una beca permitió que se instalara dos años en los Países Bajos para estudiar en una escuela de arte. Siempre creyó que sería temporal. “Fue duro separarme de mi madre, a quien estaba muy unida. Una vez me dijo que prefería que no fuera a verla más, porque lo pasaba mal al decirme adiós”, evoca. “Me pareció horrible, pero ahora entiendo perfectamente lo que quería decir. Mi hija tiene la misma edad que yo en aquella época”.
Pese al boom del arte contemporáneo, sus cuadros siguen resultando alienantes para muchos espectadores. “A veces me tomo como un cumplido que la gente se sienta desconcertada”, reconoce. “Tal vez sea lo propio del arte que se hace hoy. Cuando alguien te enseña algo de una forma que nunca habías observado antes, es normal que produzca rechazo. No es algo que te guste de forma inmediata. Necesitas tiempo para hacerte a la idea. Por eso hay tanta gente a quien le sigue sin gustar lo contemporáneo”. La semana de la entrevista, el diario De Volkskrant le acababa de dedicar una mala crítica. “¿Qué tendrá ella que no tengan los demás?”, se venía a preguntar. “En general llevo bien las críticas. Lo prefiero a esa gente que dice que colgaría uno de mis cuadros en sus comedores. ¿Quién haría algo así?”, admite antes de soltar la última carcajada. “¡Ni siquiera yo los colgaría en el mío!”.
Marlene Dumas. The Image as Burden. Stedelijk Museum (Ámsterdam). Hasta el 4 de enero de 2015. Tate Modern (Londres). Del 5 de febrero al 10 de mayo de 2015.
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