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Tribuna
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Radio, tiempo, compañía

La cancelación de ‘Trópico utópico’ demuestra poco entendimiento de la forma en que la radio es memoria viva y afectiva de un país, justo por parte de quienes deberían custodiarla

Javier Montes

Hace unas semanas Radio 3 canceló sin avisar Trópico utópico, el programa legendario dedicado a la música de Brasil que Rodolfo Poveda llevaba presentando y dirigiendo más de 40 años. Casi ni le dio tiempo a despedirse: con gran elegancia, adaptó sobre la marcha su última emisión para agradecer y dedicar cada canción a los amigos y cómplices que durante cuatro décadas hicieron posible la supervivencia del programa.

En otros países sería impensable defenestrar así a alguien con tanta veteranía y cargarse sin ceremonias una pequeña institución cultural: si lo hicieran en la BBC, habría revueltas callejeras. Demuestra poco respeto a su comunidad de oyentes y poco entendimiento de la forma en que la radio es memoria viva y afectiva de un país, y justo por parte de quienes deberían custodiarla.

Poveda era uno de esos prescriptores y locutores de raza (humana) insustituibles por algoritmos que se revelan cada día más siniestros. Las máquinas nunca sentirán entusiasmo por nada; él contagiaba el suyo con la desenvoltura y el aplomo de muchos años de oficio: divagaba, tarareaba, cambiaba de tema, se equivocaba y corregía a sí mismo. Más que hablar, charlaba y acompañaba como nunca lo hará el chatbot más sofisticado: no se dirigía a un oyente abstracto y unificado en una masa, sino uno por uno a todos los que le escuchaban. Quizá no pudiéramos responderle, pero teníamos la sensación de ser los destinatarios únicos de la conversación (o eso me pasaba a mí, por lo menos).

Queda por ahora, sí, en los archivos digitales de RTVE, la enciclopedia sonora y el pequeño monumento invisible de sus cientos de programas grabados. Lo que pasa es que escuchar un podcast es una experiencia simbólica e imaginativa distinta. Un locutor con muchas tablas es capaz de improvisar sobre la marcha: nunca se sabe qué va a decir, qué canción va a elegir. Y en el directo lo acompañamos más estrechamente en su improvisación, porque sabemos que él tampoco lo sabe aún: esa sensación de incertidumbre y azar compartidos es parte fundamental del sentimiento de intimidad y de compañía que da la radio.

La radio siempre está sucediendo y no está en ningún lado, al contrario que la grabación digital, que está en un sitio físico (el servidor que la mantiene accesible en la nube) y que siempre ya ha sucedido. Al encender la radio entramos en el marco simbólico de una lógica de flujo: nos incorporamos a algo que ya estaba en marcha y que sigue su camino sin detenerse. Nos libera por un rato de la obsesión con el almacenamiento y la fantasía de conservación de todos los momentos de nuestra vida que alimenta lo digital. Representa esa idea de corriente vital y natural imparable, irrecuperable e imprevisible, a la que nos enganchamos en marcha un día y de la que nos desengancharemos, también en marcha, otro.

Frente a las promesas ansiosas de conservación eterna del pasado que ofrece lo digital, la radio sugiere el retorno cíclico del momento presente

Probad a apagarle la radio a quien la tiene puesta mientras hace sus tareas. Protestará seguro: “¡Déjala, que me entretiene!”. “Pero si no la estás escuchando”, diremos.

Bueno, pero acompaña.

La radio acompaña: los que tienen la costumbre de oírla a lo largo del día sienten cómo el ánimo de cada momento y la coloratura emocional de sus programas favoritos se entremezclan. Ajustamos la hora del almuerzo, la cena o las pausas en el trabajo para coincidir con ellos. El camionero y escritor Finn Murphy expresaba muy bien esa sensación de intimidad en El largo trayecto, su estupendo libro de memorias tras más de 30 años en el oficio: “Todos y cada uno de los camioneros con los que he hablado en mi vida escuchan la NPR [el equivalente estadounidense de la BBC], y siempre que puedo organizo mis horas conduciendo para coincidir con Aire fresco, el programa de la mítica Terry Gross…, la verdad es que estoy un poquito enamorado de ella. Seguramente porque he pasado más tiempo con ella que con ninguna otra persona en mi vida”.

La radio se despliega en el espacio auditivo y en el espacio temporal: a diferencia de las mil pantallas de móviles, laptops y tabletas, no secuestra nuestra atención ni roba nuestro tiempo: lo duplica, lo expande. Seguimos viviendo nuestras vidas mientras la oímos, y su contenido, de alguna forma, se trasplanta a nuestra existencia y se funde a nuestros ritmos vitales. Su transcurso y el de nuestras vidas van al unísono, y así pone en relación lo particular y lo universal: entre el tiempo único que todos compartimos y la forma propia e incompartible en que cada uno dispone de él y lo administra.

Frente a las promesas ansiosas de conservación eterna del pasado que ofrece lo digital, la radio sugiere el retorno cíclico del momento presente. Sus señales horarias se parecen a las horas canónicas (laudes, tercia, sexta, nona, vísperas y completas) que marcaban las pausas en las tareas diarias en la Europa medieval. Como las campanadas de los relojes de ayuntamiento que las sucedieron, como las llamadas de los muecines en los minaretes musulmanes: dispositivos dosificadores de la rutina, ese antiquísimo consuelo que la humanidad busca desde siempre para amortiguar el filo de su mortalidad.

Cuando se deja de emitir un programa como Trópico utópico, perdemos su compañía y se muere también un poco ese consuelo.

Javier Montes es escritor y crítico de arte. Su último libro es el ensayo ‘La radio puesta’ (Anagrama, 2024).

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Sobre la firma

Javier Montes
Novelista y ensayista. Entre sus libros recientes están 'La radio puesta' (Anagrama, 2024), 'Luz del Fuego' (Anagrama, 2020) y 'El misterioso caso del asesinato del arte moderno' (Wunderkammer, 2020). En 2022 publicó la recopilación de sus textos sobre arte contemporáneo 'Visto y no visto' (Machado Libros). Ganador del Premio Anagrama de Ensayo.
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