La falacia de la Identidad
En busca de algún aspecto que pueda ayudar a distinguir definitivamente a un grupo de otro, algunas personas siguen utilizando la noción de “raza”, a pesar de que es un concepto que no puede aplicarse a los seres humanos
En toda su obra, Homero trata de la misma forma a los griegos y a los troyanos, los orientales. De hecho, el troyano Héctor, el enemigo, despierta más simpatías que el griego Aquiles. Y el rey de Troya, el viejo Príamo, también es merecedor de respeto. Del mismo modo, en la tragedia de Esquilo, el coro llora la muerte de los enemigos persas. El extranjero no siempre fue un ser despreciado y, para los griegos, los romanos y los primeros cristianos, la palabra “bárbaro” no significaba nada más que eso, extranjero. ¿Cómo se recibía e identificaba a quienes llegaban de fuera, de otro país?
Ante el problema de cómo definirse frente a los que eran “diferentes”, en el siglo XVIII surgió la cultura como “seña de identidad”, una especie de “esencia” ligada a un pueblo. En el siglo XIX, el concepto de cultura se amplía para incluir el “comportamiento” de las personas de una misma sociedad. Pero esa identidad puede perder sus características originales y las sociedades pueden adoptar elementos de otra cultura. Es decir, da la impresión de que la identidad cultural es un concepto cambiante y poco fiable, susceptible de modificarse con el tiempo. En el siglo XX, los sociólogos Émile Durkheim y Marcel Mauss consideran evidente que la cultura no es anterior a los individuos, sino que son ellos quienes, al vivir en grupos, crean un “arraigo social”.
En busca de algún aspecto que pueda ayudar a distinguir definitivamente a un grupo de otro, algunas personas siguen utilizando la noción de “raza”, a pesar de que es un concepto que no puede aplicarse a los seres humanos, porque constituyen una única raza. En opinión de Luigi Luca Cavalli-Sforza, genetista y biólogo italiano, los miles de años que lleva evolucionando genéticamente la humanidad son demasiado pocos para permitir la aparición de razas diferentes. El racismo es “el fruto amargo de la ignorancia y el miedo y tardará mucho tiempo en desaparecer”. También lo tiene claro el Dalai Lama: “Debemos enterarnos cuanto antes de que la humanidad es una sola familia. Física, mental y emocionalmente, todos somos hermanos y hermanas”.
La realidad es que, hoy en día, la exclusión afecta a muchas categorías de ciudadanos: jóvenes, ancianos, personas con una discapacidad física y, por supuesto, personas desplazadas. Más de 140 millones de personas viven en un país que no es su país de origen, 114 millones de ellas debido a guerras, persecuciones, violencia y violaciones de los derechos humanos.
¿Quizás haya que poner hoy en duda el principio fundamental del Estado-nación-territorio al que nos hemos aferrado desesperadamente hasta ahora?
Frente a esta corriente, a nuestras sociedades fragmentadas y poco solidarias les cuesta resistirse a la espiral de egoísmo-oposición-intolerancia-xenofobia-rechazo del otro, racismo. En vez de ver que esa otra persona llega acompañada de una nueva riqueza o de otra cultura enriquecedora, todo nos empuja a no ver en ella más que a la persona desfavorecida, con carencias y, por tanto, con necesidades.
En la actualidad, la posible integración de los inmigrantes y los refugiados políticos, económicos o de otro tipo se rige por dos normas: el sistema de ius solis (derecho de suelo), que determina la nacionalidad en función del lugar donde se nace y construye sociedades basadas en la “integración”, como en Francia y algunos otros países; o, por el contrario, el ius sanguinis, es decir, la nacionalidad basada en el parentesco, como en Alemania y el Reino Unido, que corre el riesgo de caer en el comunitarismo.
¿Pero qué es la identidad personal en una época de globalización económica que, con el pretexto de que interesa a todos, está creando más exclusión económica que nunca? Sin olvidar unas áreas de mayor fragilidad que son relativamente recientes: la familia, la identidad sexual, la profesión —cuando el trabajo está en crisis— o las identidades simbólicas, políticas y religiosas. ¿La identidad biológica puede dar respuesta a esta crisis? “No podemos seguir definiéndonos en función de la comunidad a la que pertenecemos, porque todo se ha desdibujado; ni por la identidad racial, que no existe; ni por la identidad cultural, que es porosa; ni por la identidad social, que ha dejado de ser suficiente; y la solidaridad de clase se ha desmoronado en una época de reivindicaciones hechas pedazos”, escribe el filósofo Francis Wolff.
Si a muchos —en especial a la extrema derecha militante o intelectual, religiosa o atea, electoral o radical, aristocrática o populista— les parece difícil integrar a los inmigrantes en el corsé del Estado-nación, ¿acaso no será el problema el propio concepto de Estado? “¿No podríamos pensar en una forma de articular todas las patrias, familiares, regionales, nacionales, continentales, para integrarlas en la gran patria terrestre?”, sugiere Edgar Morin. La patria terrestre no es una abstracción: es el origen de la humanidad. ¿Quizás haya que poner hoy en duda el principio fundamental del Estado-nación-territorio al que nos hemos aferrado desesperadamente hasta ahora?
El “planeta nómada” del que habla Jacques Attali, que le atribuye una base económica, se acerca precisamente al concepto de extraterritorialidad o aterritorialidad que el filósofo Giorgio Agamben propugna en contraposición a esta “Europa de las naciones” en la que estamos empeñados. Un espacio aterritorial, en el que todos los residentes, ciudadanos y no ciudadanos, vivan exiliados o refugiados y que, por tanto, indicaría “una separación irreductible entre la cuna y la nación”.
Promover culturalmente lo nómada frente a lo sedentario, el derecho de injerencia frente al repliegue, la tolerancia frente a la identidad, la pertenencia a muchos sitios frente a la exclusión… Queda un largo camino por recorrer.
“Sé en esta vida como un extranjero o un viajero” (Mahoma).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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