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Yo no elegí esto: contra el mito de la familia escogida

Con todo lo que innegablemente tiene de reivindicable la construcción de espacios de amor y cuidados que trasciendan la institución a menudo asfixiante de “la familia dada”, reconozco que llevo un tiempo inquieta con las resonancias que me devuelve el concepto contrapuesto de “familia elegida”

Familia escogida
Los cantantes Naiara, Juanjo Bona y Álvaro Mayo, durante la firma de discos de la edición de 'Operación Triunfo' de 2023, en el Palacio de Congresos de Zaragoza, el pasado enero.Ramon Comet (Europa Press / Getty Images)

En la última novela de Txani Rodríguez, La seca, asistimos a un conflicto que nunca había visto representado en toda su complejidad espinosa hasta ahora: la protagonista, una mujer que vive en un pueblo mediano como es Llodio sin apenas vínculos familiares cercanos, cae bajo la protección de esa sacrosanta institución que es la cuadrilla vasca y, en un determinado momento, se ve expulsada de la misma. Todo comienza cuando uno de los supuestos amigos la increpa duramente durante una noche de juerga, pasado de copas, y ella busca la complicidad o comprensión del resto de los miembros del grupo. Uno tras otro, se encuentra con que todos van cerrando filas en torno al agresor y apartándose de ella por miedo a la incomodidad o el roce. “Siguió yendo al bar de siempre, sin ganas, porque se obligó a no quedarse encerrada en casa: algunos de sus antiguos amigos la saludaban con tanta discreción como torpeza al pasar junto a ella, otros la ignoraban activamente y había también quienes trataban de simular que no la veían”, escribe. “Se recuerda sola, apoyada en la pared, con una caña de cerveza en la mano, con el pulso en el cuello y en las muñecas, con el estómago cerrado”.

El retrato de este vacío social, una especie de acoso escolar entre actores adultos y a gran escala, me genera una sensación de ahogo nítida y sorda, quizás porque me recuerda a mis propias experiencias negativas en contextos de toxicidad grupal, quizás porque me invita a reflexionar sobre la cara menos amable de esos vínculos sin consanguineidad que tanto hemos reivindicado y puede que romantizado en mi generación, siguiendo el ejemplo de las redes de apoyo con las que el colectivo LGTBI aprendió a sobrevivir en los márgenes del sistema que lo expulsaba. Con todo lo que innegablemente tiene de reivindicable la construcción de espacios de amor y cuidados que trasciendan la institución a menudo asfixiante de “la familia dada”, reconozco que llevo un tiempo inquieta con las resonancias que me devuelve el concepto contrapuesto de “familia elegida”. Este binomio dado/elegido pone la libertad de elección en el centro, como si el sujeto social fuera un director de casting que, a la hora de abandonar el nido y enfrentarse al mundo adulto, abriera una gran audición para escoger entre un infinito número de candidatos a los amigos que, por afinidad o calidad, mejor estime que van a acompañarlo en su periplo. ¿Pero acaso es así como funciona? ¿Hemos inventado ya un Tinder para cuadrillas? ¿Alguien puede cabalmente afirmar que ha elegido con libertad a sus mejores amigos?

Lo cierto es que mi familia elegida se parece bastante a aquella que no elegí, y a menudo se ve lastrada por el mismo tipo de conflictos y tensiones

Durante las últimas semanas, he vivido sumergida en ese extraño acontecimiento sociológico que representa cada nueva edición de Operación Triunfo, que este lunes celebra su final. Me doy cuenta de que es posible que las imágenes relacionadas con los castings y las audiciones que he invocado en el párrafo anterior provengan de ahí. También la intriga, o la fascinación, por haber visto en directo cómo se forjaban amistades y vínculos intensos entre personas que se han pasado tres meses encerradas en un gran plató, sin nada que ver los unos con los otros más allá de un talento compartido (y el talento no se elige). Cuando yo tenía 18 años, a mí también me “encerraron” en una casa con un grupo de desconocidos con los que solo me hermanaba mi vocación. Dieciocho años después de aquella experiencia fundacional en la Fundación Antonio Gala, algunos de mis compañeros de promoción siguen siendo miembros centrales de la familia que me sostiene, pero no podría decir que los elegí yo misma, porque lo hizo Antonio. Lo mismo me sucede con los integrantes de la cuadrilla que, como vasca que soy, ostento desde el instituto, y allí fueron las variables socioeconómicas que determinaron el centro de enseñanza que me correspondía quienes seleccionaron a las personas que supuestamente me son afines. Casi todos mis amigos son universitarios, se desempeñan en oficios relacionados con las humanidades, votan a partidos de izquierdas, tienen casas a las que volver por Navidad.

Lo cierto es que mi familia elegida se parece bastante a aquella que no elegí, y a menudo se ve lastrada por el mismo tipo de conflictos y tensiones que origina el ego cuando encuentra un cristal sólido y liso en el que reflejarse. Es una pena que en mi vida adulta no haya sabido abrirle hueco a la alteridad que, probablemente, me habría desecho las costuras para bien, pero esta disolución de la diferencia entre lo dado y lo adquirido obliga, en cierta forma, a sellar pactos sagrados con las personas que se nos imponen a lo largo del camino. Si no hemos elegido a nadie, tampoco podemos descartar a nadie por razones tan mezquinas —”la acusó de maledicente, de no pagar las rondas cuando le correspondía”— como las que alejan a la protagonista de La seca de su principal red de apoyo. Me hace feliz afirmar que tengo amigas a las que a menudo detesto, amigas que a menudo me detestan, pero la firme convicción de que estamos en esto juntas, hasta que algo que tendría que ser más fuerte que la muerte nos separe, porque no hemos tenido elección.

Aixa de la Cruz es escritora. Su último libro es ‘Las herederas’ (Alfaguara).

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