A vueltas con ‘El sentido de consentir’ de Clara Serra
En su nuevo ensayo, la filósofa reflexiona sobre el consentimiento a partir de tres ideas capitales: que el sexo consentido no tiene por qué coincidir con el sexo deseado; el derecho a explorar y equivocarse; y el derecho a tener deseos sexuales de todo tipo
Esto es una petición: por favor lean todos ustedes El sentido de consentir de Clara Serra. Las conversaciones actuales sobre sexo entre hombres y mujeres son muchas, pero en ellas a menudo terminamos mezclando churras con merinas: hacemos equivaler, por ejemplo, “desigualdad de poder” con “falta de consentimiento”, o “consentimiento” con “deseo”. Serra viene a amueblarnos la cabeza, a arrojar luz. Aunque sea sobre nuestra propia oscuridad y la del concepto de consentimiento. Para la autora, un concepto paradójico y aun así irrenunciable. Por eso vale la pena enfocar sus aporías. Para ver a dónde esta sinceridad nos puede llevar.
Y antes de entrar en harina, un aviso: se trata de una lectura corta pero intensa, que les dejará pensando, mesándose los cabellos con desazón. Más que ofrecer respuestas a las preguntas que tanto nos están interpelando en los últimos años (esa miríada de preguntas que explosionan cuando nos tomamos en serio la pregunta-madre de qué o cómo es el sexo consentido), se dedica a desmontar algunas de las respuestas más facilonas y a suscitar interrogantes. Diría que esa es su mayor virtud, junto a la de la honestidad intelectual. Serra piensa en compañía (Amia Srinivasan, Aya Gruber, Santiago Alba Rico, Clotilde Leguil, Katherine Angel...), con una impresionante habilidad para amistar o hacer chocar argumentos provenientes de lugares dispares, sin caer (y esto no es una perogrullada: lo contrario pasa todo el tiempo) en los “hombres de paja”. Su perspicacia no puede sino aguijonearnos. Viene a acompañar así a muchas otras creadoras que recientemente se han sumergido con brillantez en las turbiedades de lo sexual: Sara Mesa y su novela Un amor (junto a la versión cinematográfica de Isabel Coixet), Elena Martín Gimeno y su película Creatura, Belén Barenys, Berta Prieto y Miguel Ángel Blanca y su serie Autodefensa, o en el mundo anglosajón Michaela Coel y su serie I May Destroy You. Viene acompañarnos, además, en estos días en los que empieza a asomar, tal vez, un #MeToo en el cine español.
Síganme en el esbozo del planteamiento de Serra, mucho más rico de lo que aquí les cuento. Luego les compartiré algunos de esos interrogantes que no dejan de martillearme la cabeza.
Digamos que, para la autora, son dos los grandes paradigmas sobre el consentimiento. Y se contradicen entre sí a la vez que se tocan. Según el primero, que tiene su origen en el “feminismo de la dominación”, el consentimiento es imposible. Su versión más extrema considera que la desigualdad entre hombres y mujeres es tanta que, de hecho, todo acuerdo está viciado, por sistema. Mientras haya desigualdad de poder habrá violencia. La libertad de una de las partes, la de las mujeres, es una apariencia: cuando nos acostamos voluntariamente con un hombre, es nuestra “falsa conciencia” quien habla, no nuestra verdad. Es una cesión. En una sociedad patriarcal malvivimos coartadas.
El segundo paradigma considera que el consentimiento sí es posible y, es más, debería ser obligatoriamente afirmativo. Las fuentes de este paradigma son un revoltijo. Por un lado, se condice con una versión más suavizada del “feminismo de la dominación”, la que propone que el consentimiento no es imposible, pero sí difícil, por lo que, para “asegurarnos” de que no se está dando una agresión, requerimos que se produzca un sí alto y claro por parte de ellas. “No es no” y, más que nada, “sólo sí es sí”. Por otro, se conecta con otra corriente (que tiene que ver con el “feminismo pro-sexo” aunque no sólo) según la cual el consentimiento es facilísimo. Basta con saber qué queremos y verbalizarlo. Cuanto más inequívoca sea esta expresión positiva de la voluntad de tener sexo, mejor. A veces esta corriente va incluso más allá e insiste en que no hay que prestarle atención únicamente a la voluntad, sino también al deseo.
El problema del primer paradigma es obvio: es autoritario y paternalista (o maternalista). Maniqueo. Así que fuera. El problema del segundo paradigma es un poco más enrevesado: pareciera que no es despótico en tanto que, hipercontractualista como es, se afana por respetar la idea liberal del pacto libre entre las partes (que no tienen por qué detentar igual poder para que su pacto sea legítimo). Pero en realidad sí termina cayendo en el autoritarismo moralista, en tanto que la idea del “consentimiento entusiasta” liga voluntad y deseo como si no pudieran ir por separado (como sí suelen ir por separado en el caso de las prostitutas y actrices porno, y en otras ocasiones no laborales que a muchas nos suenan demasiado). Y lo que es peor: liga voluntad y deseo como si nuestro deseo siempre nos resultara transparente a nosotras mismas. A lo que repone Serra que no, que el deseo sexual nos es oscuro: en muchas ocasiones, si tenemos que ser sinceras, lo que podemos decir en el encuentro sexual no es exactamente un “no, no deseo” o un “sí, sí deseo”: es más bien un “no lo sé”, un “quizás” o (mi caso favorito de entre los que expone) un “vamos a ver”. Porque el deseo (esto es fundamental) surge en la interacción.
Lo que la autora reivindica es un concepto de consentimiento no necesariamente ni entusiasta ni verbal que va de la mano de la defensa de tres ideas capitales. Primera, la de la separación entre el ámbito jurídico y penal y el ámbito, digamos, ético: una cosa es que en una relación sexual no haya habido voluntad o consentimiento (y, si esto está ausente, pasa a estar presente la posibilidad del delito), y otra cosa distinta es que no haya habido deseo y/o que, por razones que no tienen que ver con la agresión (violencia, intimidación, chantaje, abuso de poder, etc.) sino con los malentendidos, los errores o la falta de feeling entre los dos amantes, el sexo no haya resultado placentero. En otras palabras: el sexo consentido no tiene por qué coincidir con el sexo deseado y/o el buen sexo. Segunda idea: el derecho a explorar lo que queremos y lo que quiere el otro a tientas... y a veces equivocarnos. Lo cual puede traer consigo mucha incomodidad (por ejemplo, pueden tocarte donde o como más detestas; el sexo tiene mucho de prueba y error), pero no delito. Y tercera idea: el derecho a tener deseos sexuales de todo tipo, incluso si implican fantasear con no tener voluntad y/o deseo (la famosa fantasía de la violación, por ejemplo).
Me gustan estas ideas de Serra. Son audaces y generadoras de más y más pensamiento. Aunque creo que hay que seguir problematizándolas. Sin duda, con la idea que más comulgo es con la primera, la de que debemos ser sumamente cuidadosas con no confundir la zona de lo jurídico/penal y la zona de lo ético. Y lo digo con este lema: un violador es siempre un gilipollas, pero un gilipollas no es siempre (de hecho, casi nunca) un violador. Ahora bien, después de este libro, muchas vamos a necesitar que Serra escriba (y que muchas y muchos otros escriban) otro: uno que amplíe lo tratado en sus últimos apartados, ‘Sobre el poder y el deseo’ y ‘Luces y sombras del consentimiento’. Muchas necesitamos hablar, de verdad y sin atajos, de la zona de lo ético, del deseo. Hablar (¡por favor, ya!) no de las agresiones sino de este otro profundo malestar.
Porque (y confronto aquí su segunda idea), ¿qué hacer con el hecho de que son ellos, y no nosotras, los que suelen leer mal a la otra, por desinterés, negligencia o ambas cosas? ¿Qué hacer con el hecho de que esos malentendidos y errores de los que habla Serra suelen ser, en la práctica, bastante unidireccionales y constantes? ¿Qué hacer con el hecho de que los hombres no suelen buscar el entusiasmo de las mujeres, y sí al contrario? ¿Qué hacer con el hecho de que esto es absolutamente sistemático y, por tanto, agotador, descorazonador, traumático?
Porque (y confronto aquí su tercera idea), ¿qué hacer con el hecho de que ellos desean a menudo arrebatar y nosotras deseamos a menudo ceder (nótese lo complementario y obediente a la norma social de ambos grupos de deseos)? Y lo más significativo: ¿qué hacer con el hecho de que a menudo esto nos hace mucho daño?
Ya lo he dicho: Serra inspira preguntas. Acabo con una lista de dudas que le lanzo a ella y a todos los lectores:
1. ¿Por qué aceptar (como sugiere Serra) que el deseo de los sujetos les es oscuro, pero no que su voluntad les es igualmente oscura? ¿Podemos decir “no sé si te deseo, voy a ver cómo me siento según lo que vaya pasando entre nosotros” pero no “más allá de si te deseo o no, no sé si quiero tener sexo contigo, voy a ver”? ¿La transparencia del deseo es una ficción pero la transparencia de la voluntad no lo es? ¿Nos vale como ficción útil que la voluntad es transparente, mientras que la idea de que el deseo es transparente sería una ficción inútil?
2. ¿Por qué aceptamos la necesidad política, ética y hasta psicológica de “deconstruir los mitos del amor romántico” (que, en efecto, no nos hacen bien, nos hunden la vida) y no la necesidad política, ética y hasta psicológica de “deconstruir nuestros deseos sexuales”? En particular me refiero a los que tienen que ver con la fantasía de ser violadas las mujeres, pero podríamos hablar también de la fantasía de violar de los hombres o de la erotización de las jerarquías de clase o de raza (no hablo de que los amantes sean de distintas clases o razas, sino de que sea parte de la fantasía sexual su jerarquización). ¿Por qué la voluntad de investigar, cuestionar y tratar de rechazar este tipo de fantasías (lo que se ha llamado “despatriarcalizar el deseo”) se lee como fiscalización y securitarismo, desde fuera y desde dentro de ciertos feminismos? ¿Por qué no juzgamos del mismo modo al pensamiento crítico sobre lo dañino de ciertos ideales hegemónicos sobre la pareja, la familia, la amistad, la ciudadanía o la belleza? ¿Por qué el deseo sexual tiene que quedar al margen? ¿Es que es especial? ¿Por qué hay quien lo quiere intocable? ¿Por qué criticamos nuestro deseo hiperconsumista de objetos (y eso es ser de izquierdas) pero no nuestro deseo sexual de usar al otro (según algunos, en este punto es como si la gente de izquierdas nos volviéramos puritanos)? ¿Por qué se acepta que todo lo humano es una construcción deconstruible... menos el deseo sexual? ¿Es que se corresponde con algún tipo de parcela de nuestra subjetividad excepcional? ¿Y de veras es tan inaccesible? ¿No están este tipo de fantasías por todas partes, no son la norma social? Por mi parte, no sé si se debe “despatriarcalizar el deseo”. Lo que sí sé es que se puede (es un proceso abierto) y que yo, personalmente, ya lo voy necesitando como respirar. Es respirar.
3. Para Serra (y para mí), la desigualdad de poder entre las partes no invalida el consentimiento por defecto, aunque sí le da un contexto y habrá que ir caso por caso. ¿Con qué criterios?
4. ¿Cómo se amplían estos debates sobre el consentimiento y el deseo cuando pensamos más allá de las relaciones sexuales entre hombres y mujeres?
Es cierto que las preguntas nos avivan, y ojalá nunca se acaben. Pero también es cierto es que nos hace falta construir colectivamente alguna que otra respuesta.
Berta García Faet es escritora y doctora en Estudios Hispánicos por Brown University. Sus últimos libros son el libro de poesía ‘Corazonada’ (La Bella Varsovia, 2023) y el ensayo ‘El arte de encender las palabras’ (Barlin, 2023).
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