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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Es difícil escribir algo que no haya escrito ya un borracho

Que hoy no consuma alcohol, que ya no desee ser adicta a sus efectos, no es sinónimo de que no vaya a tropezar en una recaída. Me lo enseñaron la mayoría de los autores y las autoras a quienes admiro, e incluso aquellos que aborrezco

BABELIA 13/01/24 LITERATURA ALCOHOL
MARÍA FARRÉ

Soy alcohólica. Pero no soy exactamente “una alcohólica”. Aunque justo cuando escribo estas palabras estoy cumpliendo 70 días sin ingerir una sola gota de alcohol, tampoco considero que esté autorizada para decir públicamente que “ya no soy alcohólica”, y mucho menos que “soy abstemia”, y muchísimo menos que “la bebida ya no forma parte de mí”.

Cuanto más largo es mi tiempo de sobriedad, más convencida estoy de que sin el alcohol no habría escrito, de que sin el alcohol no habría leído o, en definitiva, de que sin el alcohol no podría existir. Que hoy no lo consuma no quiere decir que hasta hace bien poco no me lo haya administrado en exceso. Que hoy no desee ser adicta a sus efectos no es sinónimo de que en cualquier momento no me vaya a tropezar en una recaída. Lo sé porque lo he leído en la mayoría de los autores y las autoras a quienes admiro, e incluso en aquellos a los que aborrezco: es difícil decir algo que no haya dicho ya un borracho. Si la historia de la literatura es la historia de nuestras adicciones —al amor, al poder, a la violencia, a la sabiduría— no podemos ignorar que ese estado de gracia que produce la ebriedad es uno de los pilares fundamentales del origen de la creación.

La autora Alejandra Pizarnik, en una fotografía sin fecha.
La autora Alejandra Pizarnik, en una fotografía sin fecha. Sara Facio

El oficio que he elegido es un oficio de degenerados. La degeneración es, en parte, el sustento de quienes imaginamos. Para escribir y para leer hay que estar dispuesto a transgredirlo todo, pues solo es transgrediendo como se honra y se conserva nuestra tradición. En el ensayo Diez ventanas. Cómo los grandes poemas transforman el mundo, la teórica Jane Hirshfield describe el momento de creación lírica como un estado “casi sexual, procreativo en su ansia por lo que no puede conocerse de ninguna otra forma”. Ella cree que todos los escritores reconocen esa oleada de sensaciones cálidas y de “golpes en el cuerpo” al producirse en ellos una idea, pues eso es, en parte, lo que los lleva a seguir buscando, esto es, a seguir escribiendo. La necesidad de esa iluminación. De ese calor. De ese subidón.

Cuanto más largo es mi tiempo de sobriedad, más convencida estoy de que sin el alcohol no habría escrito ni habría leído

Quien se haya tomado una primera cerveza bien fresquita o una reconfortante copa de vino después de una tediosa jornada laboral, aunque no sea poeta ni en la vida se le haya pasado por la cabeza ponerse a componer versos, podrá verse reconocido en las palabras de Hirshfield. El primer chute de la ebriedad se parece a esa magia, a esa ansia por encontrar aquello que no puede conocerse de ninguna otra forma. Tiene sentido que esta ensayista sea una de las mayores especialistas en poesía mística en Estados Unidos. Basta con haberse sometido una vez a la cegadora luz divina para quedarse enganchada a su irradiación de por vida.

Reconocido el vicio, ¿dónde poner el límite a nuestras obsesiones? ¿Cuándo se convierte el gusto por la lucidez alcohólica —y literaria— en un peligro mortal? ¿Cómo se echa el freno para no tocar fondo en ese camino hacia lo oculto? Con relación a la necesidad de un equilibrio para con la fe, la mística Hadewijch de Amberes lo determinó así: “No te aficiones a nada tan obsesivamente que Dios te retire su gracia”. Por su parte, Alejandra Pizarnik, que en numerosas ocasiones reconoció en sus diarios la necesidad de vivir ebria para así poder experimentarlo todo hasta el extremo, escribió lo siguiente antes de cumplir con su palabra mortal: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”.

Como una mística

Yo tenía 11 años cuando vi a ese dios dionisiaco por primera vez. Sin que se lo pidiera, mi padres progres de provincias me dieron a probar una clarita con limón. Para ellos debía ser muy divertido que a su hija se le pusieran los mofletes colorados con aquel brebaje. El experimento se convirtió en costumbre, de manera que cada sábado, la familia salía a tapear por la ciudad y a la preadolescente se le suministraba una cantidad de cebada que, con el tiempo, se le volvió insuficiente. No sé cuántas semanas o meses pasaron hasta que me atreví a pedir por favor una segunda clarita. Ni tampoco cuántos días u horas hasta que me aventuré a dar sorbos a escondidas a sus copas o a las de otras mesas de la Bodega Aranda para saciar mi ansia de luz. En verdad, no era tanto ver a Dios como verme con más claridad a mí misma. Aquel mareo merecía todos los riesgos, todas las súplicas.

Marguerite Duras, durante el rodaje de su película de 1969 'Détruire, dit-elle'.
Marguerite Duras, durante el rodaje de su película de 1969 'Détruire, dit-elle'. Michel Lioret (INA / Getty Image

A los 13 años rebusqué en los armarios de la cocina. El coñac Soberano, con el que mi padre retaba como un macho a nuestros invitados al final de las cenas, se convirtió en mi pasión. Con apenas un asqueroso sorbito antes de irme a dormir, las mejillas se me encendían y el calorcito me permitía tener sueños lúcidos. Debía ser cuidadosa. Así es como aprendí a ocultar mi placer. Con el tiempo, las cremas de licor y el vodka de fresa me esperaban escondiditos debajo de la cama. Empecé a limpiar mi cuarto con esmero, para que mi madre no quisiera barrer entre las cajas en las que escondía las botellas que compraba sin tener que enseñar el DNI en un ultramarinos del centro. A los 15, dos litros de calimocho nos costaban dos euros en un bar de metaleros.

“¡Qué bien tolera esta niña el alcohol!”, decían mis padres cuando me dieron a probar el cava en alguno de los eventos literarios a los que me arrastraban. Recuerdo de qué manera las burbujas bailaron en mi garganta. Recuerdo decirme a mí misma: cuando seas mayor, beberás de esto todos los días, sin falta, e invitarás a tus amigas. “¡Cómo aguanta la niña!”, insistían. Pero si mis padres nunca me vieron verdaderamente borracha, solo fue porque yo ya venía leída de casa.

Alcohólicas arrepentidas

Suele ocurrir así: cuando una se arrepiente de su alcoholismo, más que pensar en un futuro sobrio, el cerebro se le atora paseando compulsivamente por las borracheras del pasado. Se tiende a buscar el origen, no ya del momento de la caída al abismo, que tan bien retrató Marguerite Duras en La vida material —”Beber no es obligatoriamente querer morir, no. Pero no puedes beber sin pensar que te estás matando”—, como del instante del nacimiento del gusto por aquello a lo que Jack London llamaba “la blanca luz del alcohol”. Mirar hacia atrás es un rito de paso, pues el verdadero trabajo de la alcohólica arrepentida no es ya evitar la bebida, sino ser capaz de imaginar un futuro sin ella.

El primer chute de la ebriedad se parece al ansia mística por encontrar aquello que no puede conocerse de otra forma

Esta es una idea de Malén Denis, que a menudo reflexiona sobre su sobriedad en Glitch, su newsletter de Subtrack con más de 6.000 suscriptoras. También en el libro Vive o muere, Anne Sexton confiesa su adicción a los tranquilizantes —”estoy a dieta de la muerte”—, pero para hacerlo antes tiene que explorar la memoria y escribir una serie de violentas odas a su padre alcohólico, de quien reconoció haber heredado la enfermedad. Sí, enfermedad. Porque una alcohólica arrepentidita no es otra cosa que un cuerpo enfermo que ha dejado cada vez más atrás el contacto con la lucidez, y que en su búsqueda de dicho fuego, sin embargo, solo encuentra más y más oscuridad.

La autora Anne Sexton, en una imagen sin datar.
La autora Anne Sexton, en una imagen sin datar.Nancy Crampton

Perder la posibilidad de beber un destilado favorito o un vino querido se parece entonces al duelo por un amor. Esa caída es decepcionante y la dibuja a la perfección el director Thomas Vinterberg en Otra ronda, donde los ojos desquiciados de Mads Mikkelsen nos rompen el corazón al tiempo que nos hacen querer probar los líquidos cada vez más envenenados que pasan por su boca. El desengaño es total: “Ojalá pudiera dejar de beber”, deseaba el protagonista de El mar, el mar, de Iris Murdoch, “es un símbolo de depravación, la prueba de que se es un esclavo. Estar enamorado es otra esclavitud, una estupidez, si lo piensas, una verdadera locura”.

A mí el vino blanco me hacía escribir más. El mezcal me hacía follar mejor. La cerveza me hacía tener muchas amigas. Con la ginebra siempre me vi más guapa. El vermut me volvía gran conversadora. Gracias al vodka, me ligué a mis favoritos. ¿Cómo puede ser que lo que antes me llevaba a tales cimas ahora me impregne de pura toxicidad?

La blanca luz de London, deformada en penuria mental, en grito sordo y grotesco, como los de Ignatius Farray. Porque “esa es la historia que quiero contar”, escribió Mary Karr en Iluminada, “cómo empecé a emborracharme. Lo complicado, cada vez más, que era emborracharse, y lo imposible que me resultaba no estar borracha”.

Literatura + alcohol = literatura

Si es difícil escribir algo que no haya escrito ya un borracho, más difícil es filosofar sobre lo que no haya filosofado ya una alcohólica arrepentida. La relación íntima y milenaria entre el alcohol y la literatura —me resistiré a hablar de la cerveza como “destino de la tierra” en Gilgamesh; me resistiré a lamentar la pérdida de los versos de Praxila, hermana de Safo y “poeta de la bebida”; me resistiré a recitar los versos de Li Po, quien ya hace mucho tiempo quería brindar con la Luna, por mucho que esta, allá en el cielo, estuviera condenada a la abstemia—, la relación entre la adicción a la luz divina y el peligroso camino hacia la decrepitud, decía, se ha estudiado ampliamente en la última década, tal vez para que la fórmula “literatura + alcohol = literatura” no siga ocultándose ni bajo las denigrantes etiquetas que les otorgamos a los malditos, ni bajo el desdén hacia la salud mental de aquellas a las que Sofía Balbuena bautiza, con ironía, como “borrachas menores”.

Las escritoras han contado su alcoholismo con honestidad, no para victimizarse, sino para exponer su vulnerabilidad

La tentación siempre ha estado ahí. El equilibrio siempre ha sido nuestra batalla, por mucho que nos hayamos esforzado o bien en esconderla, o bien en hacer una apología de ella. Esas actitudes opuestas las ilustran bien dos de mis anécdotas preferidas del mítico programa Apostrophes, de Bernard Pivot: aquel Charles Bukowski que empinó una botella de vino mientras escandalizaba a la audiencia, frente a aquel Vladímir Nabokov que fingía beber té, ante las preguntas de un Bernard Pivot que, en verdad, cada poco, le servía chorros de whisky en su tacita, tal y como nos confesó Véra Nabokov en L’ouragan Lolita, sus crónicas alrededor de la publicación de la obra maestra de su esposo. Batallitas de escritor macho como estas las hay a cholón en El viaje a Echo Spring, un ensayo de Olivia Laing en el que casi por vez primera a las féminas etílicas se las estudia en igualdad de condiciones.

El escritor Charles Bukowski participa en el programa 'Apostrophes', el 21 de septiembre de 1978.
El escritor Charles Bukowski participa en el programa 'Apostrophes', el 21 de septiembre de 1978. Ulf Andersen (Getty Images)

Son nuestras coetáneas, de hecho, las que con más honestidad y entereza están contando su alcoholismo. Ni para victimizarse, ni para encumbrarse, solamente para airear y analizar la valiente vulnerabilidad de su condición. Yo, que soy alcohólica pero ya no puedo ser alcohólica, y que a pesar de mi circunstancia no puedo estar más de acuerdo con aquello que escribió Béla Hamvas en La filosofía del vino, a propósito de que la ebriedad solo es una forma superior de sobriedad, también sé que el camino hacia la nueva memoria, hacia los nuevos recuerdos, hacia la vida posible, solo podré caminarlo al poner distancia a mi deseo, o quizá a través de la lectura de los relatos íntimos de quienes mucho antes que este cuerpo se aventuraron a analizar su desgracia. Las resacas cabronas de María Moreno en Black out, las investigaciones alocadas de Leslie Jamison en La huella de los días, los tragos ásperos de Natalia Carrero en Otra, los chupitos feministas de Sofía Balbuena en Doce pasos hacia mí, las náuseas apáticas de Patricia Highsmith en Diarios y cuadernos…

En fin. Es que siempre he odiado mucho lo de la literatura como terapia o como reconocimiento. Pero ahora sé que a veces, cuando la vida duele de verdad, esa movida puede ser cierta. Chinchín. (O amén, como ustedes quieran).

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