La ilustración dibuja una nueva juventud para los clásicos
El rescate de textos consagrados, en ediciones cuidadas y junto con los diseños de artistas modernos, aumenta su importancia y sus ventas en la literatura infantil y juvenil
Anochece en la jungla. Imposible vislumbrar una sola hoja verde, la oscuridad ha teñido de azul hasta el último árbol. Parecería que la foresta entera duerme, si no fuera por un mono que se asoma desde una rama. Justo entonces, Padre Lobo se despierta de su descanso diurno. Estira las patas. Y escruta, erguido, el horizonte. Lo que dirá a continuación se ha disfrutado en millones de hogares en todo el mundo: “Ya es hora de ir de caza”. Pero esta vez, antes del primer párrafo de El libro de la selva, de Rudyard Kipling, el lector lleva ya tres páginas sumergido entre el follaje. Mérito de los enormes dibujos de Andrea Serio que completan una nueva edición de la obra (Edelvives). Y de una alianza cada vez más frecuente entre presente y pasado, textos e imágenes. En dos palabras: clásicos ilustrados, vieja certeza de la literatura infantil y juvenil, aparentemente inmune a los achaques del tiempo. Tanto que hoy rebosa inédita salud. Y ventas.
En Edelvives, de hecho, inauguraron hace años una colección dedicada únicamente a estos títulos. Ahí están una sirenita andrógina, Bambi cubierto de hojas de papel minuciosamente recortadas o hipopótamos piratas en busca de La isla del tesoro. Y, ahora, este Mogwli trazado con lápiz. Lo mismo sucede en sellos como Alma o Edebé, con un apartado ad hoc en su catálogo. Apenas hay, en general, editoriales del sector que no intenten dibujarle un nuevo éxito a unas cuantas narraciones celebérrimas.
“Siempre han funcionado bien, pero de un año a esta parte se están comprando aún más. Y, sobre todo, se nota en los ‘libros regalo’. Hasta ahora no nos habíamos atrevido a sacar clásicos en formato grande y a todo color, algo considerado más de lujo. Pero parece que, si el lector quiere un libro que ha sido especial para él, no le importa gastar un poco más”, apunta Laia Zamarrón, responsable del área infantil y juvenil en Alfaguara. Y del reciente regreso ilustrado de Momo o La historia interminable, de Michael Ende, o los grandes viajes inventados por Jules Verne.
Al fin y al cabo, hechizar a una generación tras otra es precisamente lo que le garantiza a un libro la eternidad. “Quién se resiste a un Peter Pan, a una Alicia, a un Tom Sawyer. Vemos que muchas veces se parte de un recuerdo de infancia que se quiere compartir”, constata Lola Gallardo, al frente de la librería especializada Rayuela Infancia, en Sevilla. Ya se sabe que el amor hacia los hijos mueve montañas. Muy fácil, pues, que arrolle estanterías. Aunque la tendencia también se alza sobre razones más prosaicas.
“Tiene mucho que ver con cuestiones de accesibilidad, sumadas a una sociedad donde manda lo audiovisual. Y con la creciente demanda por parte del profesorado de métodos de facilitación de lectura”, agrega Sonsoles Facal, filóloga y miembro de la Asociación Nacional de Investigación de la Literatura Infantil y Juvenil. Añádase la garantía de una obra avalada por el paso de las décadas; una edición a menudo cuidada al milímetro. Y, sobre todo, claro está, las ilustraciones. “Las buenas no decoran, sino que narran, en un lenguaje diferente”, subraya Gallardo.
Entre otras cosas, porque justo ahí puede marcarse la diferencia. Las librerías españolas están llenas de Pinochos. Cada cual lo imagina como quiera, con permiso del que Disney impuso desde la gran pantalla. Y, sin embargo, Gallardo aún recuerda la versión hiperrealista de la obra cumbre de Carlo Collodi que retrató Roberto Innocenti (Kalandraka). O destaca los Cuentos de imaginación y misterio, de Edgar Allan Poe, que publicó Libros del Zorro rojo, por las láminas igual de inquietantes de Harry Clarke. Aunque también puede servir justo lo contrario: en la serie de clásicos liberados de Blackie Books (Odisea, Ilíada, Quijote…), la ilustración brilla más bien por su minimalismo. La misma editorial, en cambio, dio rienda suelta a dibujos y colores al rescatar las Fábulas de Esopo. “Los anteriores tratamientos de un texto, a menudo realizados por grandes artistas, condicionan. La comparación es inevitable y puede percibirse como un peso y una responsabilidad. A la vez, el prestigio de la obra y la conciencia de moverse sobre una base muy sólida aligeran esa carga”, reflexiona Andrea Serio.
Conviven, pues, tantas almas como estilos. La delicia de leer a Roald Dahl entre ilustraciones de Quentin Blake todavía está disponible en Alfaguara. Pero, a la vez, el sello ofrece Matilda en otra versión, con diseños de la más moderna Sarah Walsh. Y Zamarrón cuenta que las obras más vendidas de su colección comparten la misma artista: María Hesse, responsable de Mujercitas (de Louisa May Alcott) u Orgullo y prejuicio (de Jane Austen). He aquí el libro que adoraron los mayores, bajo el aspecto que seduce a los pequeños. Todos contentos, editorial incluida, por supuesto. Y más cuando la obra descansa en el dominio público, lo que evita el pago obligatorio de derechos al creador original. Aunque sí, por supuesto, a la traducción e ilustración.
“Se trata de usar todos los medios técnicos y gráficos a disposición para trasladar un clásico de la mejor forma visual”, lo resume Benjamin Lacombe, que no solo ha dibujado muchos en primera persona, sino que dirige la colección de Edelvives. El proyecto busca que el artista seleccionado se vuelque en un título con el que se sienta muy vinculado. “Me interesa sobre todo reconstruir las atmósferas justas, también por mis propios recuerdos. Muchos clásicos juveniles inspiraron mis primeros dibujos. ¿Qué ilustrador debutante no se ha entrenado intentando ilustrar una fábula de los Grimm o Esopo, o una novela de Dickens?”, dice Serio sobre su El libro de la selva.
Una nota informativa, al final de la obra, señala que la colección respeta los títulos consagrados que rescata, “pero también pretende iluminarlos, renovarlos, incluso cambiarlos por completo, y dirigirse a un lector joven o adulto habituado o aficionado a la narración visual”. “Se puede reescribir un clásico. Cenicienta tiene la versión de los Grimm y muchas otras. Siempre manteniendo, eso sí, el alma de la historia. Entiendo que se reinterpreten algunos títulos. Lo que rechazo es su censura. Se puede contextualizar, por ejemplo, con una prefacio”, añade Lacombe.
Las opiniones, aquí, difieren. Gallardo y Zamarrón abogan con firmeza por proteger la integridad del texto original. “Los niños no son tontos”, tercia la librera. Y Alfaguara ya se comprometió a no tocar las obras de Dahl, cuando su sello británico anunció hace meses unas versiones retocadas, para ser respetuosos con todas las sensibilidades, que desataron indignación por todo el planeta. Su editora se reafirma: “El texto es el texto. Un libro infantil es una obra cerrada que no admite cambios por razones políticamente correctas. Responde a una sensibilidad y un momento concreto de la historia. Los niños desarrollarán el espíritu crítico. Que se comente en casa o en el colegio tras la lectura, y se hable de esos temas”. Lo que no quita que procuren aterrizar la obra en el presente: “Cuando encargamos una traducción intentamos que el lenguaje sea asequible a un chaval de ahora, que no le huela a naftalina”.
Al final, se trata de que el libro se entienda y se venda. Y, para ello, estos títulos parten con una ventaja: su fama les precede. “Aunque puede resultar un arma de doble filo. Por un lado, es una manera de apostar sobre seguro, pero también puede denotar falta de creatividad y valor”, reconoce Serio. “Se les percibe como libros no solo de reconocida belleza, sino como instrumento más o menos explícitamente educativo, resultado en ese sentido una lectura ideal. Y, en términos de mercado, una compra menos ‘arriesgada”, continúa el artista. Música, a priori, para los oídos de tantas familias, descritas por muchos libreros infantiles y juveniles, que acuden a su tienda con miedo a asustar, incomodar o descarrilar a sus chiquillos. Puede que la gloria eterna de la obra proporcione confianza y alivio a los padres. Pero Lacombe apunta: “Tendemos a hiperproteger a los niños, intentando crear un mundo edulcorado. Los clásicos luchan contra eso, a través de su lado subversivo. Muchas de esas historias no se podrían escribir ahora”. Avisados quedan los adultos. Aunque lo importante, finalmente, es que el libro guste a su pequeño lector. Y el afán de rebeldía, en esa edad, es todo un clásico.
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