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‘Orlando’, de Handel: locos por la ópera

La ópera, que se estrena el martes en el Teatro Real, contiene una de las primeras escenas operísticas que retratan musicalmente la pérdida de la cordura de un personaje

Opera Teatro Real
Christophe Dumaux (Orlando, en primer término) junto a Giulia Semenzato (Dorinda), Anna Prohaska (Angelica), y Anthony Roth Costanzo (Medoro), en la ópera 'Orlando', de Handel, con dirección de escena de Claus Guth.Javier del Real (TEATRO REAL)
Luis Gago

En las óperas de la primera mitad del siglo XIX, las grandes heroínas románticas coparon casi en exclusiva los momentos en que la razón quedaba anulada, bien porque experimentaban alucinaciones, vivían episodios de sonambulismo, se sumían en estados melancólicos o, simplemente, se desasían momentáneamente de la realidad. El ejemplo clásico es, por supuesto, el de la protagonista que da título a Lucia di Lammermoor de Donizetti, pero anterior en el tiempo es Imogene, de Il pirata, el primer título belcantista en el que, al final de la ópera, su protagonista pierde la cordura. Cuando el coro anuncia que Gualtiero, su amado, ha sido condenado a muerte, enloquece y cree ver ya el patíbulo (“il palco funesto”) en que será decapitado. Pide al sol que se cubra “di tenebre oscure” para que desaparezca la horrible visión, llega incluso a sentir cómo la sangre la cubre “d’angoscia, d’affanno” y, en la conclusión de la escena, la penúltima de la ópera, cree morir ella misma “d’orrore”. Amina (en La sonnambula) y Elvira (en I puritani), ambas también de Bellini, seguirían sus pasos, al igual que otras dos criaturas femeninas sufrientes de Donizetti: Ana Bolena en la antesala de su ejecución o Linda de Chamounix al saberse traicionada por su amado Carlo (“No, non è ver... Mentirono”). Y a esta lista pertenece asimismo, por derecho propio, la Lady Macbeth de Verdi, de nuevo una sonámbula enajenada y, en su caso, atormentada y ofuscada por su propio crimen.

La referencia a Macbeth nos remite, claro, a Shakespeare, que creó otro gran personaje femenino demente tras la muerte de su padre: la desdichada Ofelia, retratada musicalmente en la ópera Hamlet de Ambroise Thomas y a cuyas canciones con textos descoyuntados del cuarto acto (“está en verdad trastornada (...) dice cosas borrosas que portan sólo la mitad de sentido. Habla insensateces, pero la incongruencia de lo que dice anima a quienes la oyen a buscar en ello coherencia”, explica muy poco antes Horacio a la reina) pusieron luego música Johannes Brahms y Richard Strauss. Al comienzo del último acto de Sueño de una noche de verano, Shakespeare explicita por boca de Teseo el estrecho parentesco entre amor y locura: “Amantes y locos tienen cerebros tan fervientes, fantasías tan imagineras, que vislumbran más de lo que la fría razón pueda nunca constatar. El lunático, el amante y el poeta son todos de pareja imaginación. Uno ve más diablos de los que caben en el vasto infierno: ese es el loco”. Al igual que muchos de sus contemporáneos (como Robert Greene y Edmund Spenser), Shakespeare acusó con fuerza la influencia del Orlando furioso de Ludovico Ariosto, el poema épico del que tomó tanto el nombre de uno de los principales protagonistas de Como gustéis como la inspiración para la historia de Hero y Claudio en Mucho ruido y pocas nueces. El furioso del título original italiano quiere decir, en realidad, “loco”.

Hasta catorce páginas de su manuscrito necesita Handel para traducir musicalmente este rapto de insania, en el que Orlando cree ver la barca de Caronte

Ariosto brindaría luego sustancia literaria para decenas de libretos de óperas barrocas, ya fueran la historia de Angelica, Medoro y el propio Orlando, la de la hechicera Alcina, Ruggiero y Bradamente, o la de Ariodante y la princesa Ginevra. Handel puso música a todas ellas en Londres, de forma casi consecutiva, en tres óperas estrenadas entre 1733 y 1735. Y en la que llega ahora en primicia al Teatro Real de Madrid, Orlando, encontramos un episodio de locura real, no fingida, como había sido la norma en varias óperas cómicas del siglo XVII, como, por ejemplo, Licori finta pazza innamorata d’Aminta, un libreto que Giulio Strozzi ofreció a Claudio Monteverdi sin que la correspondiente ópera llegara nunca a completarse ni representarse, y que reescribiría luego como La finta pazza, al que sí pondría música Francesco Sacrati. El propio Monteverdi compuso luego una peculiar escena de la locura en el tercer acto de Il ritorno d’Ulisse in patria para el “parásito” Iro, una “parte ridicola”, como leemos en la partitura, que se abre con una imitación cómica de los lamentos barrocos (“O, dolor! O, martir!”) tras el fracaso inmediatamente anterior de los tres pretendientes de Penélope, pero cuyo extenso monólogo acaba de manera trágica nada menos que con su suicidio: “¡Quiero matarme a mí mismo y no ver nunca que el hambre obtenga sobre mí triunfo y gloria! ¡Quien escapa del enemigo obtiene ya una gran victoria! ¡Valor, valiente corazón! ¡Sé valiente, corazón mío! ¡Vence al dolor! Y antes de que sucumba al hambre enemiga, vaya mi cuerpo a alimentar mi tumba”.

George Frideric Handel
Comienzo de la undécima escena del segundo acto de 'Orlando' en el manuscrito autógrafo de George Frideric Handel (1732).THE BRITISH LIBRARY

Menos de un siglo después, en Orlando, en cambio, sin fingimientos ni asomo alguno de humor, el protagonista enloquece literalmente al final del segundo acto, en la undécima escena, después de que la magia de Zoroastro haga desaparecer a Angelica en el interior de una gran nube. Él la toma por las sombras del Hades (“Stigie Larve”) y se dispone a seguirlas, convirtiéndose él mismo en sombra. Hasta catorce páginas de su manuscrito necesita Handel para traducir musicalmente este rapto de insania, en el que Orlando cree ver la barca de Caronte en los “reinos del dolor” y, justo cuando imagina surcar sus “negras olas”, la música pasa súbitamente de 4/4 a 5/8, un compás insólito a comienzos del siglo XVIII, y la secuencia vuelve a repetirse abruptamente cuando habla de “los umbrales llenos de humo de Plutón”. La locura se representa, por tanto, por medio de elementos extraños no solo en el texto (Orlando menciona igualmente a Cérbero, Proserpina o Érebo), sino también en la música. Así, los recitativos alternan con arias (o, casi mejor, retazos de arias) que carecen de da capo, es decir, de la prescriptiva repetición de la primera sección, e incluso de ritornello, la introducción instrumental inicial. El loco no conoce ni, en consecuencia, puede respetar la convención, la ortodoxia, y es ese alejamiento de lo acostumbrado lo que delata y nos revela su estado mental.

Todo lo que hace Orlando es, pues, incongruente, imprevisible, ilógico, sorpresivo, como es propio de alguien que no está en sus cabales

Como harían un siglo después los Wanderer, los errabundos románticos, empeñados en hablar con objetos inanimados, o apelar incluso a partes de su cuerpo, o a la luna, asociada simbólicamente a los accesos temporales de locura (de ahí “lunático”), Orlando acaba dirigiéndose a sus ojos (“Vaghe pupille”) y lo hace “a tempo di gavotta”, como escribe Handel en su manuscrito, es decir, a ritmo de danza. Casi a renglón seguido comienza el típico lamento —una de las enseñas musicales del Barroco— sobre un tetracordo cromático descendente en el bajo para ilustrar el texto “que también en el reino de las lágrimas el llanto puede despertar en nosotros piedad”. Para terminar, Orlando pide sucesivamente a sus ojos cosas contradictorias: “No, no lloréis, no” y, a renglón seguido, “Sí, llorad, sí”. Todo lo que hace el paladín es, pues, incongruente, imprevisible, ilógico, sorpresivo, como es propio de alguien que no está en sus cabales. Al final de la escena, la magia reaparece y Handel escribe en la anotación escénica: “[Orlando] Se abalanza furiosamente al interior de la cueva, que estalla, viéndose al Mago [Zoroastro] en su carro, que sujeta con sus brazos a Orlando y huye por el aire”. Quien acuda al Teatro Real a partir del próximo martes, y nadie debería perderse esta primicia, hará bien en escuchar con suma atención y abrir los ojos de par en par durante esta escena, porque en ella, al final mismo del segundo acto, está sucediendo algo histórica, teatral y musicalmente excepcional.

Tras el paréntesis del siglo XIX, copado por mujeres fuera de juicio sobre los escenarios, pero también por compositores contagiados de sífilis que acabaron sus días con la razón perdida (Robert Schumann, Hugo Wolf, el propio Donizetti), son de obligada mención dos óperas con protagonistas masculinos que siguen modernamente la estela del Orlando handeliano. El primero, Tom Rakewell, el nuevo rico de The rake’s progress, la ópera de Igor Stravinski a partir de un libreto de Wystan Hugh Auden y Chester Kallman. En la última escena del tercer acto, Tom el libertino, tras su pacto con Nick Shadow, un sosias de Mefistófeles, se encuentra recluido en el famoso (o de triste fama) manicomio londinense de Bedlam, y toma a su amada Anne Trulove por Venus: “Venus, mi reina y prometida. Por fin, te he estado esperando tanto tiempo, tanto tiempo, hasta el punto de llegar casi a creer a esos locos que blasfemaban contra tu honor. Han sido reprendidos. Asciende, Venus, asciende a tu trono”. Y decide confesarle sus pecados: “En un sueño estúpido, en un lóbrego laberinto, perseguí sombras, desdeñando tu verdadero amor; perdona a tu siervo, que se arrepiente de su locura, perdona a Adonis, fiel habrá de mostrarse”. Agotado, Tom se tumba en su camastro y Anne empieza entonces a entonar una nana: “Flota dulce y levemente, barquito, / por el vasto océano infinito, / el cristal de sus olas separando: / en poniente del sol las llamaradas / poco a poco reposan apagadas; / boga, boga, boga / hacia las Islas Bienaventuradas”. Al final, el resto de los internos, fuera de sus celdas y a la manera de un coro, le responden: “¡Canta! ¡Canta por siempre! ¡La locura / extrae de nuestra alma, y paz procura!”. Después de despertar, al no ver a Anne, Tom grita sobresaltado: “¿Dónde está mi Venus? ¡Por qué la habéis raptado mientras dormía? ¡Locos! ¿Dónde la habéis escondido?”

No es en absoluto casual que en la cubierta del primer cuarto de King Lear (1608) pueda leerse justamente una alusión a “Tom o’Bedlam”, porque pocos han escrito tan certeramente y con tanto conocimiento sobre Shakespeare como W. H. Auden. El futuro personaje operístico de Stravinski aparece también citado en los dos primeros actos y es también en este primer cuarto donde encontramos la única indicación escénica que hace referencia explícita a la locura del monarca: “Enter Lear mad” (“Entra Lear loco”). En el primer folio de 1623, sin embargo, se vio modificada por otra no menos citada: “Enter King Lear, fantastically adorned with wildflowers” (“Entra el rey Lear, adornado fantásticamente con flores silvestres”).

Se da la circunstancia de que la obra maestra absoluta de ‘King Lear’, de Aribert Reimann, recalará también esta temporada en el Teatro Real en una producción de Calixto Bieito para la Ópera de París

Aribert Reimann consiguió aquello que Giuseppe Verdi siempre quiso hacer: convertir King Lear en ópera, con un conciso libreto alemán de Claus Henneberg. Y se da la circunstancia de que esta obra maestra absoluta recalará también esta temporada en el Teatro Real en una producción de Calixto Bieito para la Ópera de París que se estrenará el 26 de enero con idéntico protagonista: el barítono sueco Bo Skovhus (el papel fue escrito para Dietrich Fischer-Dieskau). Reimann incluye dos escenas de la locura de Lear, la primera tomada de la segunda escena del tercer acto (tercera escena de la primera parte en la ópera), en la que el rey, en un páramo y en medio de una tormenta, furioso como antes lo habían estado Orlando o Tom Rakewell, impreca a las fuerzas de la naturaleza: “¡Soplad, vientos, apretad los carrillos! ¡Rugid! ¡Soplad! Huracanes y puentes de nubes, desatad riadas e inundad las torres. Trueno, aplana de un golpe la esfera de la Tierra. Aniquila la naturaleza, extingue el germen de la creación que hace nacer a los ingratos humanos. Lluvia, relámpago y trueno, vosotros no sois mis hijas”.

La segunda es, por supuesto, la ya citada del cuarto acto, en otro estallido de locura con Gloucester y Edgar antes de que lo prendan dos soldados para llevarlo con Cordelia: “Ya, ya, ya, sácame las botas. Si quieres llorar mi desgracia, sácame los ojos. Te conozco bien. Tu nombre es Gloster. Ten paciencia, hemos llegado al mundo llorando por haber tenido que venir a este gran teatro de locos”. Al final de esta segunda parte, y de la ópera, Lear sostiene desolado en sus brazos el cadáver de Cordelia y exclama: “¡Llorad! ¡Llorad! ¡Llorad! ¡Llorad! Sois hombres de piedra. ¡Ella se ha ido para siempre! Sé si alguien está muerto, o si vive. Ella se ha ido para siempre: está muerta. ¡Pudríos todos! ¡Traidores! ¡Asesinos! Aún podría haberla salvado. ¡Cordelia, Cordelia, sigue a mi lado! Suave era su voz, delicada y dulce. ¡No puedo seguir viéndoos y no quiero! Vuelvo al sueño y la noche...”. A pesar de que la sombra de los grandes melodramas románticos italianos es muy alargada, en la ópera, al igual que en la vida, la locura no conoce de sexos.

‘Orlando’. George Frideric Handel. Teatro Real. Madrid. Del 31 de octubre al 12 de noviembre.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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