La voz de la inteligencia
Deutsche Grammophon recopila en más de un centenar de discos todas las grabaciones de canciones de Dietrich Fischer-Dieskau para el sello alemán durante casi medio siglo
Hay artistas puramente intuitivos y los hay, en cambio, irrenunciablemente reflexivos. Dietrich Fischer-Dieskau pertenecía, sin duda, a estos últimos y, cuando lo escuchamos cantar, nada parece nunca fruto del azar o de un talento puramente natural, irreflexivo. Sin embargo, no por ello nos conmueve o emociona menos, porque en el barítono alemán —uno de los más grandes artistas de todos los tiempos— resulta imposible deslindar la interpretación musical de una inteligencia desbordante, poliédrica, amedrentadora casi. Lo demostró no solo a lo largo de una larguísima carrera sobre los escenarios, sino también como un escritor feraz, capaz de arrojar luz por igual en sus libros sobre esa extraña pareja formada por Wagner y Nietzsche (que él bautizó como “el mistagogo y su apóstata”), sobre Goethe como director teatral, sobre la vida musical en el Berlín de Carl Friedrich Zelter (amigo y consejero de Goethe, y profesor de Mendelssohn), sobre su relación personal con Wilhelm Furtwängler (al que Fischer-Dieskau califica gráficamente de “Júpiter”) o, por supuesto, de concentrar todo su saber práctico y teórico en varias monografías sobre los mejores autores de canciones del siglo XIX (Schubert, Schumann, Brahms, Wolf), porque los Lieder alemanes, como queda de manifiesto en esta imponente caja que acaba de publicar Deutsche Grammophon diez años después de su muerte, fueron sus más fieles compañeros, hasta el punto de que, como ha escrito Ian Bostridge, cultivador asiduo del mismo repertorio, los Lieder se convirtieron casi en su propiedad personal. Y el arte de cantarlos entró gracias a él en una dimensión enteramente nueva: todos los cantantes que han venido tras el barítono alemán son, como no podía ser de otra manera, sus deudores, y muchos de ellos, directamente, sus discípulos.
La primera aparición pública de Fischer-Dieskau se produjo en el ayuntamiento de Zehlendorf, un barrio de su Berlín natal, el 30 de enero de 1943. A sus diecisiete años, eligió para este recital iniciático nada menos que Viaje de invierno, el ciclo casi póstumo de Franz Schubert protagonizado por un caminante solitario que avanza sin rumbo hacia la nada. Justamente ese día se conmemoraba el décimo aniversario de la llegada de Hitler al poder y, como recuerda él mismo en sus memorias, ya comenzado el concierto, “los ingleses nos obsequiaron con un bombardeo grandioso. Los aproximadamente doscientos espectadores congregados (...) salieron corriendo para refugiarse en el sótano y después de unas dos horas infernales, durante las cuales Zehlendorf quedó felizmente indemne, subieron otra vez para escuchar el resto del ciclo. Este original debut me demostró al menos que era capaz de salir valientemente de circunstancias difíciles y de no cejar en mi propósito”. Dietrich Fischer-Dieskau retomó el concierto en la octava canción del ciclo, titulada significativamente Rückblick (Mirada hacia atrás). No muchos años después se convertiría en el intérprete por antonomasia del último ciclo de Schubert y esta colección conmemorativa de Deutsche Grammophon contiene la mitad de las ocho grabaciones comerciales que realizó, secundado por cuatro pianistas de excepción en otros tantos momentos de su carrera: Jörg Demus, Gerald Moore, Daniel Barenboim y Alfred Brendel.
Este último ha escrito que, “desde Dietrich Fischer-Dieskau, ha habido cantantes que no quieren o necesitan un acompañante, sino un compañero”, recordando cómo, en su primer ensayo conjunto, el barítono le animó a no contenerse: “¡Puedes dar más!”, exclamó. Él fue también —recuerda Brendel— “el primer cantante de Lieder que llenó grandes salas, y no solo en países donde se habla alemán, y que desarrolló el arte de cantar Lieder en estas grandes salas, donde incluso quienes están sentados en la última fila podían escuchar cada palabra, cada matiz”. Pero el compañero por antonomasia de Fischer-Dieskau durante sus años de esplendor vocal fue Gerald Moore, un pianista que también ha sido el espejo en que se han mirado cuantos han venido después.
En sus memorias (que se publicarán el próximo año en español), Moore recuerda su primer encuentro en 1951 para grabar Die schöne Müllerin, el otro gran ciclo de Schubert. Ya entonces el cantante le pareció “grande en todos los sentidos: física, intelectual y musicalmente. (...) Bastó con que cantara una sola frase para que supiera que estaba en presencia de un maestro”. Más de un cuarto de siglo mayor que él, Moore no dejó de aprender a su lado: “Los conciertos con él son experiencias rebosantes de inspiración, pero para mí el disfrute supremo es ensayar con él. En el ensayo se muestra tan nervioso y extasiado como un arqueólogo que saca a la luz un tesoro largo tiempo escondido. Su concentración es tan intensa que es absolutamente inconsciente de que sus manos están moviéndose de emoción. Me saluda con un rostro angelical que es todo sonrisas, porque a pesar del tremendo esfuerzo que requiere nuestro trabajo, mental y físicamente, ambos lo aguardamos con el más intenso placer. Este hombre, Fischer-Dieskau, me ha sumergido en los corazones de Schubert, Schumann, Wolf o Brahms a un nivel más profundo de lo que nunca había estado anteriormente”. Uno de los grandes tesoros de esta edición de Deutsche Grammophon, ya reeditados anteriormente en más de una ocasión, son los varios centenares de Lieder de Schubert (quedan solo excluidos los que tienen una persona poética femenina, como las canciones de Mignon o Margarita en la rueca) que ambos grabaron en los estudios berlineses de la UFA entre 1966 y 1972: un clásico absoluto de la discografía y un encuentro en la cumbre entre tres genios. Medio siglo después, nadie se ha acercado siquiera a emular semejante proeza. De ahí que Moore eligiera a Fischer-Dieskau, junto a Elisabeth Schwarzkopf y Victoria de los Ángeles, para su histórico recital de despedida en el Royal Festival Hall de Londres en 1967.
En la integral de las canciones de Schumann, Fischer-Dieskau se alía con un joven e inspiradísimo Christoph Eschenbach (concentrado desde hace años en la dirección de orquesta), mientras que en Liszt, Brahms y Wolf, levemente traspasado ya su glorioso esplendor vocal, su compañero de excepción es un treintañero y aún omnipotente Daniel Barenboim, que contiende con él por encabezar el podio de los artistas clásicos con una discografía más copiosa y diversa, repartida por infinidad de sellos. Hay también hueco para el legendario Spanisches Liederbuch con Elisabeth Schwarzkopf y Gerald Moore (de 1966-1967) y para un milagroso recital en directo dedicado en exclusiva al austríaco con Sviatoslav Ríjter en Innsbruck en 1973: el fuego de Der Feuerreiter nos abrasa literalmente y el humor de Der Abschied —una andanada contra uno de esos críticos mediocres que hoy proliferan más que nunca y que aquí cae escaleras abajo a ritmo de vals tras recibir “una patadita por detrás en el trasero”— rezuma, cómo no, inteligencia a raudales.
No hay gran liederista que quede desatendido: desde el pionero Carl Philipp Emanuel Bach o los contemporáneos de Goethe (con Jörg Demus tocando en el primer caso un piano de tangentes) a Benjamin Britten, Frank Martin o Witold Lutosławski, acompañado o dirigido por los propios compositores, pasando por Beethoven y Carl Loewe (de nuevo con Demus), Richard Strauss (con Wolfgang Sawallisch al piano), Gustav Mahler (con Karl Böhm, Josef Krips y Leonard Bernstein), Charles Ives, la santísima trinidad de la Segunda Escuela de Viena (con Aribert Reimann, que compuso para él su ópera Lear) o canciones apenas conocidas de Friedrich Nietzsche, Max Reger, Hans Pfitzner y Othmar Schoeck, un compositor eternamente en espera de redención y reconocimiento. Su faceta de recitador durante sus últimos años en activo queda también documentada con melodramas de Franz Liszt, Richard Strauss y Viktor Ullmann, en los que Fischer-Dieskau hace gala de su proverbial maestría para la dicción, presente asimismo en los numerosos personajes operísticos a los que dio vida y en los que pudo mostrar su gran talento como actor (de método, por supuesto, no espontáneo): su imponente altura le servía de alminar para avistar, y controlar, todo y a cuantos estaban a su alrededor.
Dietrich Fischer-Dieskau fue el primer artista alemán en cantar en Israel y en hacerlo en su idioma materno (aun la Novena de Beethoven se cantaba hasta entonces en inglés para evitar la lengua de los perpetradores del Holocausto), franqueando barreras que parecían entonces infranqueables. También fue el representante de su país dentro de la simbólica tríada bitánica-germánica-soviética elegida por Britten para el histórico estreno de su War Requiem en la catedral de Coventry el 30 de mayo de 1962, tras el cual el barítono quedó abatido e inmóvil, presa de la emoción, al recordar su propia experiencia bélica y a sus compañeros muertos como un jovencísimo combatiente en la Segunda Guerra Mundial y, luego, como prisionero de guerra en Italia. La suya fue una de las cuatro dramáticas pérdidas de 2012, un annus horribilis musicalmente hablando en el que nos dejaron también Gustav Leonhardt, Elliott Carter y Charles Rosen, otras tres atalayas en sus respectivos ámbitos. Tras su muerte, Daniel Barenboim, que lo escuchó por primera vez en Viena, “hechizado”, cuando tenía tan solo diez años, escribió que “quizá su mayor logro artístico radique en que nos ha dado una respuesta a la eterna pregunta “¿Qué es más importante: la música o el texto”?, porque ha mostrado que se trata de una pregunta superflua. En sus interpretaciones muestra haber comprendido, como muy pocos antes y después que él, cómo crear una unidad de texto y música. Llevó la dicción a nuevas alturas y resaltaba palabras cambiando el sonido de las notas con que se cantaban. De este modo no sólo aclaraba el sentido de una palabra, sino que hacía que cada sílaba y cada nota sonaran conjuntamente, creando así una unidad de armonía y de color que otros no han conseguido jamás”. Barenboim estuvo durante años en una posición privilegiada para realizar estas aseveraciones, aunque tampoco han faltado voces que tildan el enfoque decididamente intelectual del barítono de en exceso “intervencionista”.
Fischer-Dieskau fue un admirador incondicional de otra cima del arte lírico del siglo XX, su compatriota Hans Hotter, de quien dijo que su naturalidad al cantar era tal que parecía estar inventando la música de las canciones al tiempo mismo que las interpretaba, eliminando por completo la frontera, tan marcada casi siempre, entre creación y recreación: ¿cabe un mayor elogio por parte de alguien como él, que partió siempre de presupuestos interpretativos tan diferentes? Con su inteligencia siempre en ristre, Dietrich Fischer-Dieskau fue un ser humano pleno, complejo, inabarcable, que llenó —y seguirá llenando, gracias a tesoros como esta imponente caja recién publicada y presentada con criterios estéticos muy similares a los de las recientes ediciones dedicadas por el mismo sello a Bach, Mozart o Beethoven— de alta música y hondura poética las vidas de miles de personas. El, por otros motivos, más que olvidable 2022 no podía despedirse con un regalo mejor.
Dietrich Fischer-Dieskau. Grabaciones completas de Lieder en Deutsche Grammophon. 107 CD.
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