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‘Emperador de Roma’, de Mary Beard: vida pública y secretos privados de los gobernantes que fueron mortales y dioses

Sádicos o justos, ineptos o estadistas, viciosos o virtuosos… Mary Beard recurre a datos y anécdotas para descubrir a los líderes de la antigua Roma

Una moneda de cobre con dos representaciones de Nerón.
Una moneda de cobre con dos representaciones de Nerón.

Quien haya visto un documental televisivo sobre la Roma antigua de Mary Beard no puede evitar al leer sus libros ver asomar entre líneas su melena desaliñada, compartir su entusiasmo contagioso y rendirse a la sabiduría de esta catedrática de Clásicas que rompe todos los esquemas sobre cómo nos imaginamos a un respetable profesor de Cambridge. No necesita presentación esta laureada historiadora que comprendió hace mucho tiempo el goce de la divulgación y el deber de compartir con la sociedad los logros de una investigación financiada con dinero público o privado. Beard nos ha brindado excelentes trabajos, tan útiles al especialista como gratificantes para todos los públicos, siendo paradigmáticos Pompeya, SPQR o, por citar uno más, Doce césares: La representación del poder desde el mundo antiguo hasta la actualidad.

Emperador de Roma podría ser visto como una secuela de Doce césares. Si allí se servía del título de Suetonio para reflexionar sobre la representación del poder de todos los tiempos, ahora convierte a los emperadores romanos en protagonistas, desde el Julio César que casi llegó a serlo por mérito propio hasta el Alejandro Severo que lo fue por ser hijo de, para analizar cómo eran dichos gobernantes, qué poder tenían realmente y cómo gobernaron Roma, como diría Tito Livio, una ciudad que partiendo de unos orígenes modestos sucumbió bajo el peso de la grandeza de su propio imperio. La historiadora británica teje el relato con datos y anécdotas provenientes de la vida pública y privada, siendo tan relevante el que Augusto gobernase dominado por la pasión fría y el cálculo utilitarista como que fuera un pater familias moralista, que se depilase las piernas o que consumiese pornografía a través de las pinturas que, según Ovidio, decoraban las paredes de su casa en el Palatino.

La historiadora Mary Beard posa en el Museo del Prado de Madrid, en 2021.
La historiadora Mary Beard posa en el Museo del Prado de Madrid, en 2021.Ricardo Rubio (Europa Press / Getty Images)

Ese es el encanto de la biografía desde Suetonio y Plutarco, ese es el arte que Beard domina cuando enhebra hechos históricos decisivos con picantes y escabrosas anécdotas mediante las que esboza un retrato del emperador arquetípico, resaltando unas veces al príncipe tiránico a lo Nerón o al César filósofo a lo Marco Aurelio, al militar ejemplar a lo Trajano o al transgénero Heliogábalo que se prostituía en palacio. Para ello se vale desde historiadores rigurosos e inclementes como Tácito a médicos como Galeno, que igual diagnosticaba unas anginas al emperador que le recetaba antídotos contra los venenos que poblaban las mesas y triclinios de sus banquetes; a ello podemos sumar el poder de la imagen de una moneda de Nerón tocando la lira o pasar un día en la tribuna del Coliseo desde la que Cómodo disparaba flechas a los animales salvajes y al público asistente, servirnos del estilete con el que intentó defenderse Julio César el día de su asesinato o sumergirnos en la epigrafía, esa literatura callejera que igual registra las res gestae del emperador en un arco de triunfo que un control fiscal imperial en el tejo de un ánfora de aceite bética en un vertedero como el Monte Testaccio de Roma.

El lector quisquilloso dirá que cada nuevo libro de Beard tiene un aire de déjà vu. Pero lo prodigioso es que siempre funcionen tan bien, que su incontinencia verbal nos atrape desde la primera página y que aprendemos con el valor añadido de la sonrisa que gracias a su humor británico nos acompaña página sí, página también. Emperador de Roma tiene otro mérito que justifica por qué siempre hay que volver a Beard: no nos ofrece una historia al uso narrando sus vidas y hazañas desde el nacimiento a la muerte, sino que arma un ensayo muy bien trabado en el que al hilo de una serie de temas no habla de ningún César en concreto y sí de todos a la vez. Tanto da que se trate sobre cómo vestían, qué comían o dónde y con quién dormían los emperadores —y las emperatrices—, de si eran adictos al trabajo o perezosos procrastinadores, si eran clementes o déspotas crueles hasta rozar el sadismo. No hubo de ser fácil ser emperador de Roma, una profesión peligrosa, y cargar sobre sus hombros con el peso del imperio. De los casi 30 protagonistas del libro, 12 murieron envenenados o asesinados, y donde no acechaba la intriga y la traición lo hacía la transgresión y el adulterio como tradición.

El mérito de Beard, más allá de atreverse a decirle al emperador que va desnudo, es acercar la lupa a gobernantes y gobernados, desde los pasillos públicos del poder a los espacios privados de lo mundano y lo cotidiano. Beard nos introduce en el mundo físico y en los espacios del espíritu de la cultura cortesana, en la diligencia del César o en su ineptitud como estadista, en su intachable conducta moral o su insaciable crueldad y apetito sexual. Con todo ello no solo desvela las angustias inmanentes al gobierno imperial de unos emperadores de carne y hueso, sino también los temores de un pueblo o las esperanzas depositadas en sus césares, en las virtudes y vicios de aquel que unas veces se veía como un simple mortal y otras como un dios entre los hombres.

Portada de ‘Emperador de Roma’, de Mary Beard.

Emperador de Roma

Mary Beard
Traducción de Silvia Furió
Crítica, 2023
592 páginas. 27,90 euros

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