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Abelardo y Eloísa, entre la pasión y la gracia

Las cartas de los enamorados medievales son un ejemplo de la tensión esencial, nunca resuelta, entre lógica y poesía. Un magnetismo que hace posible la erótica del conocimiento, el vaivén incesante entre el amor platónico y el aristotélico

Eloísa y Abelardo, pintura del siglo XIX.
Eloísa y Abelardo, pintura del siglo XIX.Artepics / Alamy
Juan Arnau

La construcción de las primeras catedrales góticas coincide con el auge de la dialéctica medieval. Los altos vuelos de la lógica se confunden con los de la arquitectura. Las cosas del mundo natural no interesan en cuanto cosas, sino en cuanto signos o símbolos que anuncian otra cosa. Pierre Abélard (1079-1142) tiene mucho que ver en ello, convierte la lógica una disciplina autónoma, sin referencia a la teología o a las ciencias naturales (en su época insignificantes). No todos sus coetáneos estiman el proyecto de una ciencia abstracta. Bernard de Clairvaux piensa que entorpece el amor a lo divino. Roger Bacon va más allá. La lógica es inútil y no debe perderse el tiempo estudiándola (mientras que la alquimia, rechazada por Avicena, le resulta de sumo interés). Unos siglos antes, un contemporáneo de Porfirio y experto en lógica, el budista Nāgārjuna, se dedicará pacientemente a su desarticulación. Sólo desde el conocimiento profundo de la lógica se puede renunciar a ella. La lógica, como iniciación y propedéutica, es el asunto central del joven Wittgenstein (discípulo de Frege y Russell, cuyas carreras deben mucho a Abelardo). Ese descarte no está exento de razones humanitarias. La dialéctica es una lanza, un arma arrojadiza y, la lógica, una variante sofisticada de los enredos del lenguaje. ¿Puede hacer Dios todopoderoso una piedra que no pueda levantar? ¿Tiene sentido la frase “todo lo que digo es mentira?”. Los enredos se multiplican: “Tienes lo que no has perdido. No has perdido los cuernos, luego tienes cuernos”. “Ratón es una palabra. Una palabra no roe queso. Luego el ratón no roe queso”. Simples temas de discusión para el entrenamiento dialéctico. Ahora bien, hasta el filósofo más avezado puede enredarse con estas paradojas. El más célebre tratado lógico-filosófico del siglo XX concluye con un carpetazo: “De lo que no se puede hablar, mejor callarse”. ¿Quién es más inteligente, el que confía en la lógica o el que desconfía de ella? Una forma de liberarse de su influjo es conocerla a fondo y, una vez conocida, mantener con ella una distancia irónica. La vida misma es paralógica.

Abelardo es una de las figuras más brillantes del siglo XII. Nace en la pequeña Bretaña, cerca de Nantes. Hijo primogénito de un noble caballero de armas, está dotado para las batallas de la inteligencia, en un momento en el que la dialéctica florece en las escuelas catedralicias que rodean París. Tiene, como Goethe, un éxito temprano, lo que complica su destino. Lleno de vanidad y arrogancia, se enfrenta a sus maestros, Guillermo de Campeaux y Anselmo de Laón. Ambos caen derrotados ante su elocuencia precisa y cortante. Llega a creerse “el único filósofo”. Nos lo cuenta él mismo en la Historia de mis desdichas: “Me vi obligado a rechazar algunas de sus proposiciones… y me parecía que era superior a ellos en la disputa”. Con el primero debate sobre un problema que entretendrá a los escolásticos durante siglos, el problema de los universales (que hoy revive en los algoritmos). Abelardo sale victorioso y obliga a capitular a su maestro, arruina su fama y se lleva a sus estudiantes. Invencible en las disputas, se convierte en el ídolo de los estudiantes. Elegante, altivo y distante, los ciudadanos de París se detienen a su paso. Pese a la riqueza y la fama, se mantiene alejado de Eros. “Evité el trato de las mujeres nobles y la inmundicia de las prostitutas”. Concentrado en el estudio, le falta saber mundano. No por mucho tiempo. El profesor inexperto se convertirá en arquetipo del poeta trovadoresco. Las canciones sobre sus amores con una alumna tímida y deseosa de aprender, se escucharán por todo París.

La realidad de lo abstracto

El problema de los universales, como el problema mente-cuerpo, sigue vivo. Es un enigma perenne de la filosofía que regresa periódicamente como un cometa. Está ya en la raíz de las diferencias entre los dos grandes filósofos de la antigüedad, Platón y Aristóteles. Para el maestro, los universales son previos a las cosas (son arquetipos en la mente divina), para el discípulo, son posteriores a las cosas (son abstracciones de la inteligencia cuando contempla la diversidad y el cambio). Pero la cuestión decisiva atañe a su realidad. ¿Existen en algún sitio los universales?, ¿tienen una realidad autónoma? Platón creía que sí, que el Bien, la Belleza y la Verdad, tenían una realidad propia, inmaterial, que hacía posible el caballero bondadoso, la mujer bella y el hijo sincero. Para Aristóteles, era la inteligencia la que construía su realidad a partir de la experiencia de la vida y no existían al margen de ese entendimiento. Si los universales están sólo en nuestra mente, puede preguntarse si existe o no aquello a lo que apuntan (el árbol, la colina). En general, los platónicos como Frege o Russell reconocen la realidad de las entidades abstractas (por eso se los llama, paradójicamente, realistas), mientras que los nominalistas como Quine o Goodman la descartan. Entre ambos extremos hay toda una serie de posturas intermedias que no procede analizar aquí.

Volvamos al medioevo. La palabra “Eloísa” es un nombre propio, se refiere a una persona singular. Podemos decir de ella que es dulce, inteligente, pelirroja. Éstos son nombres comunes, que pueden utilizarse para referirse a otras personas. Son los llamados “universales”. También nociones genéricas como tigre o círculo son universales. La pregunta que se hacen los escolásticos es si existen, cómo existen, y si son únicamente el resultado de la abstracción del entendimiento. La respuesta decidirá si somos aristotélicos o platónicos.

Pensar es generalizar, abstraer, olvidar diferencias. El problema es cuando ese olvido va contra la vida misma de quien se ejercita en la abstracción. Abelardo es un ejemplo paradigmático (platónico y aristotélico al mismo tiempo). Separar o aislar algo para analizarlo en su pura esencia tiene sus riesgos, ya se trate del átomo, del virus o del concepto. Las cosas existen entre las cosas, no en un tubo en ensayo. No obstante, hay aquí otro enredo. Abstraer significa también recogerse, retirarse, hacer caso omiso, dejar algo a un lado. Hoy, paradójicamente, resulta difícil abstraerse de las incontables abstracciones que se cocinan en los laboratorios (mediáticos, científicos o filosóficos).

Como puede verse, el problema que plantea la escolástica es de actualidad. Hay que decidir cuál es el estatus ontológico del “universal”, la realidad de lo abstracto (lingüístico o matemático). Su modo de existencia tiene consecuencias tanto para la lógica como para la teología (y, por supuesto, para la teoría del conocimiento, que todavía no es una disciplina). La intensidad de la discusión medieval es fascinante. Su origen es la traducción de Boecio de la Isagoge de Porfirio (un comentario sobre las categorías de Aristóteles). El discípulo de Plotino prefiere ser cauto y no se pronuncia: “No intentaré dilucidar si los géneros o las especies existen por sí mismos o sólo en la inteligencia, ni, en el caso de subsistir, si son corporales o incorporales, ni si existen separados de los objetos sensibles o formando parte de los mismos.” Porfirio reconoce que el problema le desborda. No sabe que dos mil años después Frege y Russell seguirán dándole vueltas al asunto. Desde una perspectiva budista, se trata de un pseudoproblema (avyakṛta), un asunto que carece de solución y sobre el que es mejor no entretenerse. Uno puede tomar una postura o la contraria, pero sin aferrase demasiado a su elección.

La tumba de Eloísa y Abelardo, en el cementerio parisino de Père Lachaise.
La tumba de Eloísa y Abelardo, en el cementerio parisino de Père Lachaise.Einfeldt / ullstein bild / Getty

En muchos sentidos, el problema de los universales afecta a todas las cuestiones importantes de la filosofía. No sólo a la lógica, también a la ontología y a la teoría del conocimiento, pues afecta el hecho mismo de pensar. Borges hizo una fábula del asunto en Funes el memorioso, con tanta audacia como Wittgenstein en algunos pasajes de las Investigaciones filosóficas. Las dos grandes posturas son el realismo y el nominalismo. Según el realismo, los universales existen realmente y su existencia es “anterior” a las cosas. Si no fuera así, sería imposible entender las cosas particulares. Pero su realidad no es del mismo tipo que la realidad de las cosas situadas en el espacio y el tiempo. Los universales existen en la mente de Dios (o el cielo platónico), de ahí que no estén sometidos a las contingencias de lo empírico. Para el nominalismo, sin embargo, los universales no son reales, sino que están “después” de las cosas. Su realidad radica en las abstracciones que realiza la inteligencia humana, pero, fuera de ella, no existen. Esto abre la puerta a una postura intermedia, el realismo moderado, para el cual los universales existen realmente pero sólo en cuanto formas de las cosas particulares. Es decir, estas tres posturas consideran los universales como (1) arquetipos en la mente de Dios (Platón), (2) formas de las cosas (Aristóteles) y (3) vocablos mediante los cuales hablamos de las cosas (nominalistas). El universal es una apuesta por lo divino trascendente. No deja de ser curioso que nuestra época descreída, heredera de la muerte de Dios, reviva en el algoritmo. Un instrumento que trabaja con categorías que funcionan como universales.

Para Boecio los universales son sólo objetos del entendimiento, pero que subsisten realmente en los individuos, pues han sido corporeizados y sensibilizados por los accidentes. Abelardo considera esta postura inaceptable. La experiencia confirma que las especies son diferentes entre sí y no podían serlo si tuvieran en común el mismo género. El universal “animal” existe por entero en el hombre y el caballo, pero en un caso el animal es racional y en el otro irracional. De suerte que una misma cosa es ella misma y su contraria, lo cual resulta inaceptable. Para Abelardo, la fuente de estas dificultades radica en creer que los universales son reales. El universal es, simplemente, aquello que puede predicarse de diferentes cosas. Y, puesto que no puede atribuirse a las cosas, debemos atribuirlo a las palabras. La universalidad no es sino la función lógica de ciertas palabras (en esto es muy moderno). ¿Regresa Abelardo al nominalismo de su antiguo maestro Roscelino, para el cual el universal es sólo una emisión de la voz? No exactamente. Si fuera así, la lógica quedaría reducida a la gramática y sería tan correcto decir “el hombre es un mineral” como “el hombre es un animal”. ¿Dónde está la razón de que unas proposiciones sean lógicamente válidas y otras no? Abelardo responde diciendo que las cosas se prestan a que se prediquen de ellas los universales y que es natural que sea así porque los universales no existen fuera de las cosas. El universal se fundamenta en las cosas y esa fundamentación la llama “estado”. El error es confundir “hombre”, que no es nada, con “ser un hombre”, que es algo concreto. Hay que partir de lo concreto para explicar la validez lógica de lo universal. No se trata de recurrir a una esencia compartida sino de admitir que determinados individuos existen en el “estado” de hombre. Estos “estados” son las cosas mismas y, a partir de ellas, deducimos los universales.

Percibimos las cosas y la mente se forma una imagen de ellas. Si el objeto desaparece del campo de visión o es destruido, podemos todavía imaginarlo. Tales imágenes se distinguen de las oníricas o de la imaginación de cosas nunca vistas. Mientras que la representación de un individuo concreto es una imagen viva y detallada, la de un universal es débil e indeterminada. Por lo tanto “universal” es una palabra que alude a una imagen confusa que el pensamiento ha extraído de una pluralidad de individuos que se encuentran en el mismo “estado”. Abelardo limita así el conocimiento seguro a lo particular, mientras que cuando pensamos en lo universal nos encontramos en un ámbito vago e impreciso. Cuando vemos por primera vez una mujer de la que nos han hablado durante mucho tiempo, siempre experimentamos cierta sorpresa. No corren mejor suerte los universales, nos dice Abelardo, cuyo parecido a las formas interiores de las cosas es equivalente al que hay entre la mujer imaginada y la presente. Lo universal es un asunto de opinión, la ciencia genuina es siempre ciencia de lo particular. Bien mirado, si consideramos que el fondo de la realidad es mental, y no físico (lo físico sería un sedimento de lo mental), el problema desaparece. Pero esa solución queda fuera del alcance de la imaginación medieval.

La lógica de Abelardo

La lógica de Abelardo tiene una gran importancia histórica. Desde Boecio y Escoto Erígena no hay nada comparable a su obra. Su influencia en el pensamiento medieval es profunda. Abelardo reduce lo real a lo individual y lo universal al significado (incorpóreo), sentando las bases para una crítica lógica de la metafísica. En primer lugar, plantea la cuestión de si la naturaleza de los universales es corpórea o incorpórea. En segundo, si están separados de las cosas sensibles o inscritos en ellas. Y finalmente, si los géneros y las especies siguen teniendo significado cuando han desaparecido los individuos a los que corresponden.

El entendimiento no se engaña al pensar separadamente la materia y la forma, pero se engaña al creer que existen de separadamente. Géneros y especies sólo existen en el entendimiento, pero aluden a seres (estados) reales. El significado de lo universal radica en lo particular (hay más realidad en “Sócrates” que en “hombre”). Ahora bien, respecto a si los universales son corpóreos o incorpóreos, Abelardo sostiene que su “cuerpo” es el sonido de la palabra pronunciada, mientras que su capacidad de hacer referencia a una multitud de individuos es incorpórea. La palabra es “cuerpo”, pero su sentido no lo es.

Respecto a si los universales existen en las cosas sensibles o fuera de ellas, Abelardo distingue entre Dios y el alma (que existen fuera de ellas) y las formas de los cuerpos (que existen en ellas). En cuanto designan formas de las cosas, los universales existen en ellas, pero en cuanto las designan por abstracción, están separadas de ellas. Para Abelardo este es un modo de reconciliar a Platón con Aristóteles, pues el estagirita dice que las formas sólo existen en lo sensible, lo cual es cierto, mientras que para Platón conservarían su naturaleza (en el pensamiento divino), aunque no fueran captadas por nosotros, lo cual también es cierto.

Finalmente, queda la cuestión de si seguirán existiendo los universales cuando desaparezcan los individuos a los que hacen referencia. Abelardo responde que, en cuanto nombres que significan algo, dejarían de existir, puesto que ya no tienen nada que designar. Sin embargo, su significado seguiría existiendo y, aunque no hubiera rosas, podría decirse “la rosa ya no existe”.

Ética

Abelardo aboga por una pluralidad epistemológica. Concibe el cristianismo como una verdad incluyente, de la que participan, en menor medida, el legado filosófico griego y la cultura hebrea. Las tres tradiciones son “verdaderas”, siendo la cristiana la más amplia y comprehensiva. Conoce y explora los caminos que van de una tradición a otra en el Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano.

La libertad es el punto central de la ética de Abelardo, que se adelanta a la fenomenología. El bien o el mal no son realidades al margen de la intencionalidad. La bondad o la maldad moral de todo acto no puede juzgarse por su efecto, sino únicamente por la disposición de ánimo y las intenciones del agente. Eloísa se lo recordará: “Te hice mucho mal. Pero sabes que soy inocente. No es la obra, sino la intención del agente, lo que constituye el crimen. Tampoco lo que se hace, sino el espíritu con que se hace”. Como teólogo, Abelardo intentó explicar racionalmente los dogmas, sobre todo el de la Trinidad. En este punto fracasó. Como Ramon Llull, llegó a creer que la dialéctica tenía como función esclarecer las verdades de la fe y la refutación de los infieles. Pese a esos errores de cálculo, no fue un librepensador ni tampoco un precursor del racionalismo. El testimonio de Pedro el Venerable de sus últimos días lo confirma.

Una historia desdichada

La vida de Abelardo la cuenta él mismo en una carta a un amigo desconocido titulada Historia Calamitatum. De joven renuncia a las armas y a la progenitura y se marcha a París a estudiar dialéctica con Guillermo Champeaux. Seguro de sí y no sin cierta arrogancia, lo desafía y se gana su enemistad. Según su propio testimonio, con sus argumentos le obliga a abandonar la posición realista (platónica) que mantiene respecto a los universales. No sólo lo derrota en la contienda dialéctica, sino que le roba los estudiantes y funda su propia escuela. Tras su éxito con la retórica y la dialéctica, ambicioso, prueba con la teología. Desafía al ilustre teólogo Alselmo de Laón, que “dominaba admirablemente la palabra, pero su contenido era despreciable y carecía de razones”.

“La prosperidad hincha a los necios y la tranquilidad mundana debilita el vigor del espíritu, que se disipa a través de los placeres de la carne. Creyéndome el único filósofo que quedaba en el mundo, comencé a soltar los frenos de la carne que hasta entonces había tenido raya”. Es entonces cuando conoce a Eloísa (Héloïse, 1092-1164), una joven sensible y brillante. Su rostro, nada vulgar, y su talento, atraen su atención, a pesar de que piensa, como lo hace su época, que la filosofía y la teología deben ir acompañadas de la continencia. Finalmente se ve “dominado por la soberbia y la lujuria”. La providencia “pondrá remedio, sin yo quererlo, a estas dos enfermedades. Primero a la lujuria, privándome de los órganos con los que la ejercitaba, después a la soberbia, humillándome con la quema de aquel libro que tanto estimaba” (un concilio perpetrado por sus enemigos le obliga a destruir su tratado teológico).

Abelardo ofrece algunos detalles del romance. Las clases particulares que imparte a Eloísa se incendian de pasión. “Con el pretexto de la ciencia nos entregamos por entero al amor. Y el estudio de la lección nos ofrecía los encuentros secretos que el amor deseaba. Abríamos los libros, pero pasaban ante nosotros más palabras de amor que de la lección. Mis manos se dirigían más fácilmente a sus pechos que a las páginas”.

La aventura termina como el rosario de la aurora. Tras casarse en secreto y dar a luz a un niño, al que llaman Astrolabio, el acoso de sus enemigos los obliga a retirarse cada uno a un monasterio. Cuando Eloísa entra en el convento siente que él la ha abandonado para salvar su carrera como profesor. Abelardo sufre la venganza de Fulberto, tío y tutor de Eloísa, que envía unos esbirros para castrarlo. “Me encontraba durmiendo en una habitación secreta de mi posada, cuando me castigaron con una cruelísima e inclasificable venganza. Me amputaron aquellas partes de mi cuerpo con las que había cometido el mal que lamentaba”.

No acaban ahí sus males. En su intento de conciliar fe y razón, escribe, a requerimiento de sus estudiantes (que piden razones humanas y filosóficas), un tratado sobre la Unidad y la Trinidad divinas. Parte del supuesto de que no se puede creer lo que no se entiende, y que los que predican algo que no entienden son “ciegos que guían a otros ciegos”. Sus enemigos denuncian el tratado y congregan un concilio para juzgarlo. La sentencia es clara, se le obliga a destruir la obra y a recluirse a perpetuidad en un monasterio.

Una pintura que representa a Abelardo y Eloísa.
Una pintura que representa a Abelardo y Eloísa. Pictorial Press / Alamy

Horrorizado por el libertinaje de los monjes y tras sucesivas humillaciones del abad, huye durante la noche con algunos discípulos. Se refugia en las tierras del conde Teobaldo y se une a los monjes de Troyes. Solicita al conde que interceda por él y que le permitan vivir monásticamente donde considere. Finalmente, se le permite vivir en soledad y no sometido a ninguna abadía. “Me dirigí a un lugar solitario en el término de Troyes. En una parcela que me dieron, con el permiso del obispo, levanté con cañas y paja un oratorio que dediqué a las Santísima Trinidad.” Cuando sus estudiantes se enteran, acuden en masa para poblar su soledad. “Dejaban las ciudades y sustituían los alimentos delicados por las hierbas salvajes y el pan duro, los lechos blandos por camastros de paja”. Imita a los pitagóricos, “que trataron de habitar en la soledad y en lugares desiertos”, y a Platón, que siendo rico fundó su escuela en un arrabal desierto y pestilente de Atenas. En el nuevo monasterio, llamado Paraclito, “escondí mi cuerpo mientras mi fama cabalgaba por el mundo”. Pero sus enemigos no cesan de acosarle, sobornan a los asaltantes de caminos para que lo asesinen, tratan de envenenarle, le amenazan con una espada en la yugular, “hasta el punto de que medita atravesar las fronteras de los cristianos y vivir entre los sarracenos”. En una caída del caballo se rompe una de las vértebras del cuello. La fractura le causa “mayor dolor y más debilitamiento que mis heridas anteriores”. De simple monje es elevado a abad. “Tanto más desdichado cuanto más rico. Creo que con mi ejemplo se podrá refrenar la ambición de aquellos que apetecen esta carrera”.

Eloísa

Eloísa procede del convento de Argenteuil a las afueras de París. Allí ha sido educada por monjas hasta la adolescencia. Cuando llega a París ya es célebre por su inteligencia y dominio del latín, el griego y el hebreo. Abelardo se refiere a ella como la más renombrada en el arte literario. Sus antecedentes familiares son desconocidos, aunque, según una leyenda (muy del gusto francés por el amor furtivo) es hija de una abadesa y del senescal de Francia. En París, se encuentra bajo la tutela de su tío Fulbert, canónigo de Nôtre Dame. Tiene entre 15 y 17 años cuando se convierte en alumna de Abelardo, célebre por su encanto personal y que vive en la cúspide de la fama. Venerado por las damas, se ha enriquecido con los honorarios de los estudiantes y es considerado el más eminente de los dialécticos.

La leyenda de sus amoríos se forja al albur de canciones y poemas. Como un trovador, Abelardo compone canciones en latín sobre su romance y las melodías seducen a eruditos e ignorantes. Todo París canta a Eloísa cuando, en otoño de 1114, Abelardo inicia una serie de cartas que acabarán convirtiéndose en las Epistolae duorum amantium o Cartas de los dos amantes. Una correspondencia que mezcla alusiones íntimas con referencias teológicas y que acaba siendo el monumento fundacional de la literatura francesa.

Más que una correspondencia amorosa, se trata de una correspondencia sobre el amor, que, en cierto sentido, anticipa el amor libre, alejado de las reglas sociales y del matrimonio. Eloísa utiliza el término dilectio (que toma prestado de Tertuliano), como forma de amor intelectual. Lo define como una alineación entre iguales y una sumisión voluntaria en respuesta a la amistad recibida. Su definición del amor es triplemente revolucionaria: primero porque es una mujer la que expresa su opinión sobre el tema, después porque habla desde su experiencia personal y, finalmente, porque entiende que la diferencia de sexos se traduce en diferentes formas de amar. Entre alumna y profesor se establece una relación prohibida que no excluye la violencia: “¿cuántas veces no usé amenazas y golpes para forzar tu consentimiento?” Las noches de pasión llevan a los dos amantes hasta el goce doloroso: “a veces le pegaba, le daba golpes por amor, (…) por ternura (…) y estos golpes eran más dulces que todos los bálsamos. (…) todo lo que la pasión puede imaginar como insólito, lo añadíamos”.

Eloísa es la primera mujer conocida en Europa que trasmuta la pérdida del amado en artificio literario. Se han conservado tres de sus cartas a Abelardo. Lo que leemos en ellas es sorprendente. Las dos primeras traslucen un estado de ánimo que va de la añoranza intensa y el dolor por el abandono, hasta la recriminación y la admiración ilimitada. Son cartas escritas para la posteridad, donde los dos protagonistas se cuentan episodios que ambos conocen y que, en una correspondencia real, sería absurdo mencionar. Además de esas tres cartas, se han conservado los Problemata, una serie de preguntas que Eloísa formula a su amado acerca de algunos pasajes oscuros de las escrituras. A ellos se añade una última carta de Eloísa a Pedro el Venerable, abad de Cluny, que protegió a Abelardo en sus últimos años. Se trata de una obra reducida, aunque una lectura cuidadosa revela aspectos fascinantes, sobre todo consideraciones sobre el amor carnal, que constituyen un episodio fundamental de la literatura erótica de todos los tiempos. En esos pasajes, los más hermosos de la correspondencia, Eloísa muestra un gran dominio de los recursos capaces de conmover al lector. La penetración de la lógica no es fácil de olvidar. “Debería quemar esta carta. Por ella verás que estoy poseída por una pasión vehementísima hacia ti… Mi alma está siempre vacilando entre la pasión y la gracia, que luchan continua y vigorosamente por tomar asiento exclusivo en mi espíritu.”

Las dos primeras cartas de Eloísa, comentadas intensamente por Petrarca, cautivaron la imaginación europea y convirtieron a la pareja en amantes legendarios. Peter Dronke comenta: “Dante creó el mito de Beatriz y Petrarca el de Laura. Aquí fue la mujer, y no el hombre, quien creó mediante la literatura un mito de amor a partir de una cruda realidad”. Y lo hizo con maestría, mediante una prosa rítmica y el uso de cadencias lentas y rápidas, paralelismos rítmicos entre oraciones principales y subordinadas. Cuando Abelardo la conoce, Eloísa ya es famosa en todo el reino por su conocimiento de las letras. Abelardo sabe de lógica, Eloísa de literatura. Y es el primero el que asimila el estilo de la segunda. Lógica y literatura compenetradas en el amor. El estilete del silogismo frente a la caricia de la poesía. Argumento y sentimiento acompasados por el ritmo y la rima. Una relación no unidireccional (Abelardo maestro de Eloísa), sino de una complementariedad exquisita y trágica. Ambos citan fuentes paganas y cristianas: Horacio, Ovidio, Cicerón, San Agustín y San Jerónimo. El amor es una herida que sólo el amado puede curar y el nombre más dulce imaginable es el de la persona amada (Ovidio). Eloísa cita a San Pablo, que exige que “el marido cumpla con la mujer el deber conyugal”, reclamando que esa deuda sexual “se pague religiosamente”. Prefiere “el amor al matrimonio, la libertad a las cadenas”. Mejor “ser la concubina de Abelardo que la emperatriz de Augusto”. Con gusto iría al infierno con tal de encontrar a su amado. Sus afirmaciones no son una reacción en caliente, están pensadas cuidadosamente y expresadas de modo estilizado y poético, como si el destino fatal de su amor fuera un material valioso para la fundación de un género literario.

Eloísa se lamenta de su entrada en el convento, que Abelardo ha decidido por ella, y de haber caído en el olvido por su parte. “Ni siquiera te dignas a dirigirme una palabra de aliento cuando estás presente, ni una carta de consuelo en tu ausencia.” Tampoco se hace ya demasiadas ilusiones: “Te unió a mi la concupiscencia más que la amistad, el fuego de la pasión más que el amor. Cuando terminó lo que deseabas, se esfumaron también sus manifestaciones.” No rehúye las palabras fuertes: “mientras gozábamos de los placeres del amor y nos entregábamos a la fornicación, la severidad divina nos perdonó. Pero cuando corregimos nuestros excesos y cubrimos con el honor del matrimonio la torpeza de la fornicación, entonces la cólera del Señor hizo pesar fuertemente su mano sobre nosotros… y sufriste en tu cuerpo lo que ambos habíamos cometido.” Nunca le interesó el matrimonio. “El nombre de esposa parece más santo y vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina y meretriz... Dejaste en el tintero la mayoría de los argumentos que te di y en los que prefería el amor al matrimonio y la libertad al vínculo conyugal […] He de confesar que aquellos placeres me fueron tan dulces que ni me desagradan ni pueden borrase de mi memoria. Adonde quiera que miro siempre se presentan ante mis ojos con sus vanos deseos. Ni siquiera en sueños dejan de ofrecerme sus fantasías.”

Abelardo es “el único dueño de mi cuerpo y mi voluntad”, pero de él no le atrae el dardo lacerante de su lógica, sino sus dotes como trovador y poeta amoroso, “la gracia de hacer versos y de cantar… que le han ganado fama universal y hasta los legos entonan sus melodías”. Y ella, protagonista de esos poemas, se convierte en la envidia de todas las mujeres. A esa vanagloria se une la pena. Eloísa se considera la causante de la caída en desgracia de Abelardo y no duda en citar fuentes bíblicas y misóginas donde las mujeres provocan la ruina de los hombres (Adán, Sansón, Salomón, David, Job). Acusa a Dios de “crueldad extrema” para con su amado. Es capaz de llevar a cabo los actos más extremos de penitencia, pero le resulta “dificilísimo arrancar del pensamiento el deseo de los mayores placeres”. “Yo, que debería gemir por los pecados cometidos, suspiro, más bien, por los que me he perdido”. Incluso en la celebración de la misa, “los fantasmas de esos placeres cautivan mi alma”. Ese contraste entre la devoción exterior y la interior le hace pensar, con San Agustín, que la continencia es una virtud mental y no física.

Lo más interesante y actual del personaje de Eloísa es que rehúye tanto la lectura romántica como la clerical. No es la heroína apasionada y rebelde, insurgente a las exigencias cristianas que condenan la carne y que finge capitular. Tampoco una Magdalena arrepentida de su sensualidad. Eloísa no reniega de su pasión ni renuncia a sus deseos. Es capaz de transmutarlos en poesía. Prefiere ser poeta que santa, está más cerca del artista que de la religiosa. De hecho, dirá que no quiere que se la recuerde sólo como la abadesa que llegó a ser, sino también como la amante y concubina de Abelardo, cuyos sufrimientos en vida han superado a los personajes de Ovidio y como alguien que ha llevado hasta el límite la obediencia al dominus que amaba. “Dios sabe que, en todas las ocasiones de mi vida, temí ofenderte a ti más que a Él y que quise agradarte a ti más que a Él. Fue tu amor, no el de Dios, el que me mandó tomar el hábito religioso”. El mundo alaba su papel de abadesa y ella insiste en echar por tierra ese engaño autocomplaciente, en no mentir sobre las emociones que todavía lleva dentro. “Los hombres dicen que soy casta, porque no saben lo hipócrita que soy. Consideran una virtud la pureza de la carne, si bien dicha virtud no pertenece al cuerpo, sino al alma”. Conmina a Abelardo a que deje de alabarle. “No incurras en la infamia del adulador, ni en el crimen del mentiroso”. Y guarda para sí una última carta: “Te lo pido: recela siempre de mí”. Todo un ejemplo de esa tensión esencial, nunca resuelta, entre lógica y poesía. Un magnetismo que hace posible la erótica del conocimiento. La tensión esencial. El vaivén incesante entre el amor platónico y el aristotélico.

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