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Henri Michaux: el lejano espacio interior

El poeta, pintor y explorador de tribus imaginarias fue también un psiconauta que describió en detalle sus experiencias con la pretensión de revelar la enormidad de lo normal

Henri Michaux, fotografiado en 1983.
Henri Michaux, fotografiado en 1983.Roger Viollet / GETTY IMAGES
Juan Arnau

Henri Michaux, poeta, pintor y explorador de tribus imaginarias, fue también un psiconauta. Nos ocupamos aquí de esta última faceta, quizá la menos conocida. Su ventaja respecto a otros exploradores de la psique es que tiene el don de la expresión (fue un magnífico escritor) y se tomó la molestia de describir en detalle sus experiencias. Con la mente no se puede nadar y guardar la ropa. No es algo que pueda verse desde fuera (protegido en un laboratorio) mediante el escáner o el microscopio. Su conocimiento exige audacia, comprometer el propio cuerpo. Michaux lo hizo. Fascinado y obtuso, buceó en los estados alterados de la mente. A veces mediante sobredosis, en una ocasión ingiere por error una cápsula de 600 miligramos de mescalina. Como los antiguos exploradores, arriesgó el pellejo y el corazón en sus indagaciones. No hay otro modo. Cuando hablamos seriamente de la mente resulta risible la imagen coloreada del cerebro de una resonancia magnética funcional.

Michaux se interesa por la psiquiatría, recorre los pasillos de hospitales de provincias y se refiere a este asunto en varias ocasiones. Los propios psiquiatras, antes que sus pacientes, los ratones o las arañas, son los que deberían experimentar con estas sustancias. Ha navegado y conoce las tempestades de la mente. Como William James, se interesa por el espíritu en su condición lamentable, en aquellos que han tenido graves dificultades con él, enfermos, tarados o esquizofrénicos. “Más que el demasiado excelente “saber pensar” de los metafísicos, lo que verdaderamente está llamado a descubrir-nos son las demencias, los retrasos, los delirios, los éxtasis y agonías, el ya no saber pensar.” De esos infiernos, de esos ángulos oscuros, se ocupa con admirable valentía. Considera que la mescalina debería impartirse en la universidad. Cualquier otro procedimiento no es serio. La mente es un asunto esencialmente práctico. Qué hacer con ella es la cuestión. Compartimentarla en áreas, como si fuera un espacio físico, es no entender su naturaleza.

Todos los viajes son viajes al interior. Michaux viaja solo y sin guías, tanto en las selvas como en los laberintos de la psique. Recorre Asia o el Amazonas, ingiere sustancias que provocan imágenes desconcertantes y signos audibles. Conoce de primera mano el fracaso del proyecto moderno. Busca una verdad perdida. Su lucha es una lucha sin cuerpo, una lucha que hay que librar soñando. “Una vida entera no es suficiente para desaprender lo que, ingenuo, sumiso, te has dejado meter en la cabeza”. Es un empirista radical. En los años cincuenta inicia su investigación psicodélica. La generación beat se encuentra en su apogeo, pero Michaux (como Huxley) no es beat. No busca paraísos o deleites. Tampoco es un yonqui. “Algunos juzgarán mi obra como la de un drogado. Lo lamento. Pertenezco más bien al tipo bebedor de agua. Nunca alcohol. Nada de excitantes. Desde hace años, nada de café, tabaco o té. De vez en cuando un poco de vino”.

“El ser humano es un vasto organismo en el que siempre hay una zona que vigila, que amasa, que ha aprendido, que ahora sabe, que sabe de modo diferente”. No podemos imaginar cuánto sabe un cuerpo, las decisiones que toma, las defensas que activa, las entregas. Pues los cuerpos, como las almas, hay veces que se entregan. La materia está preñada de inmaterialidad. Por eso está viva, por eso respira. El anhelo, el deseo, la aspiración, son las formas inmateriales de la materia. El proyecto moderno, con su materia mecánica, inerte y sin aspiraciones, es un fracaso. La ciencia actual no acaba de liberarse de la camisa de fuerza que le impuso Newton. Una camisa que abotonó el viejo Kant. Los poetas lo saben desde siempre, pero miran hacia otro lado. Michaux es una excepción. Dedica gran parte de su vida a la observación de esas inmaterialidades, de esas intenciones secretas de la materia. Su microscopio: la mescalina, el LSD y el cáñamo indio.

Lo maravilloso normal

Con la experiencia psicodélica, Michaux pretende desvelar lo “normal”, la enormidad de lo normal, sus maravillosos mecanismos: evocar, calcular, barajar cifras y símbolos. Lo anormal se lo ha dado a conocer. Eso anormal es la experiencia del hachís, el ácido lisérgico o la mescalina. Entonces el espíritu ve sus pensamientos como partículas, que aparecen y desaparecen a prodigiosa velocidad. Ahí es cuando capta su “captar”. Ese desdoblamiento produce una revelación singular. La sustancia psicoactiva desenmascara al traidor, “desvela las operaciones mentales, añadiendo conciencia allá dónde no existía y, paralelamente, quitándola de allí donde siempre había estado”. Un desencaje, un movimiento del punto de anclaje del estado normal. “Como aquel que, tras una estancia en el extranjero, ya no vuelve a poseer su inocencia nacional”.

Bajo los efectos de la mescalina, el simple hecho de hablar, resulta una profanación. El lenguaje parece una gran máquina pretenciosa, torpe, que todo lo echa a perder. Siente la tentación del mutismo. Le parece una idiotez aferrarse a las palabras. Cuando bajan los efectos de la sustancia, cambia la velocidad mental, y las palabras pasan a ser convenientes. Hacen su labor. Siempre y cuando la velocidad mental sea la del peatón. Entonces las palabras sirven para recoger, adquirir, leer, calcular, examinar, retener, estudiar. “Vuelve lo pragmático, lo útil, lo adaptado, vuelve el ego, sus jalones, su autoridad, su anexionismo, su gusto por las propiedades, por las acaparaciones, su placer por imponerse. ¡Y eso parece natural!” El pensamiento, sometido al lenguaje, se hace comunicable y útil. Y resulta peligrosa su socialización. Un peligro que surge del exceso de dominio. “Esa es la idiotez particular de los grandes cerebros estudiosos, que no conocen otro pensar que el pensar dirigido (voluntario, objetivo, calculador), mientras omiten dejar la inteligencia en libertad y mantenerse en contacto con el inconsciente, con lo desconocido, con el misterio”. Macedonio Fernández estaría de acuerdo: la erudición es una forma aparatosa de no pensar.

Interior espacio estelar (cáñamo indio)

Quien prueba el hachís después de la mescalina advierte que cambia una locomotora por un poni. El hachís no se entrega pronto, es más reservado. Sin embargo, un poni puede dar muchas sorpresas. El cáñamo omite, borra, pasa por alto (lo accesorio). Es un gran supresor. Forja con gusto seres híbridos: Ganesha, Anubis, Lolita. Contrariamente a la fría mescalina, se interesa por las mujeres, por las pieles desiguales, arrugadas, duras. El hachís permite que se le formulen preguntas, resuelve problemas. Con él puede salir al exterior. Le gusta la calle, los transeúntes, el tranvía. Michaux menciona experimentos en los que se inocula hachís a las arañas. Sus telas resultan entonces incompletas. Y termina con una pregunta retórica, cuya conveniencia suscribimos: ¿No sería mejor que, antes que las arañas, fueran los psiquiatras los que se sometieran a estas experiencias?

'Sin título', obra de la década de 1940 de Henri Michaux.
'Sin título', obra de la década de 1940 de Henri Michaux. colaimages / Alamy

Las ideas gravitan como planetas. La luz y el sonido son los vestidos de lo finito. El espacio, de lo infinito. La primera indagación penetrante en la metafísica del espacio la encontramos en las upaniṣad. Michaux ha experimentado de joven con el éter (siete y ocho veces), pero el viaje sideral ocurrirá más tarde, en plena madurez intelectual. “Me hundí vertiginosamente en lo alto”. Describe la experiencia en Las grandes pruebas del espíritu (1966). Ha subido a gran altitud para contemplar, bajo los efectos del cáñamo indio, un horizonte montañoso. Ingiere la sustancia y no experimenta nada especial. Las montañas mantienen su apariencia habitual. “Quizá mi salud es demasiado fuerte”. Consternado por el fracaso, se instala en la terraza de su habitación, sin saber qué hacer. Alza la cabeza. El cielo negro y estrellado lo rodea. “Me hundí en él. Fue extraordinario. Despojado instantáneamente de todo, como de un abrigo, entré en el espacio. Me sentí proyectado a él, precipitado en él, lanzado. Asido violentamente por él, sin resistencia.” Lo que vive tiene poco que ver con la admiración o el asombro. Se siente llevado a lo alto, arrastrado “por una maravillosa e invisible levitación”. El espacio no tiene fin. La experiencia podría ser espantosa, pero resulta deslumbrante. “Lo estático, lo finito, lo sólido habían pasado a la historia. Despojado de todo, yo huía, proyectado; despojado de posesiones y atributos, de toda referencia a la tierra, desalojado de toda localización, desnudez increíble que parecía absoluta, incapaz de dar con algo de lo que no me hubiese despojado”. Palabras recuerdan la noche oscura y la desnudez de Fray Juan de la Cruz. Advierte que, hasta ese momento, “no había visto el cielo. Lo había resistido, mirándolo desde el otro lado, al borde de lo terrestre, de lo sólido, de lo opuesto.”

Por fin mantiene relaciones con el cielo. “Yo recibía al cielo y el cielo me recibía. Me encontraba en una expansión extraordinaria. El espacio me espaciaba…invadiéndome hasta las orejas”. Mecido bajo las estrellas, lejanas y movientes, parecidas a las luces de los navíos que, durante la noche, se divisan a lo lejos. “El espacio era permanente, pero no invariante”. Hay aquí un eco de la cosmología budista. El espacio como geografía interminable de diversos ambientes, creados por los seres que lo habitan. Ambientes serenos y hostiles, de dicha o desgracia. Contemplar esos espacios es ser recibido en ellos. “El cielo ya no era una bóveda. La tierra ya no era una cimentación. Ya no tenían que unirse. No se precisaba templo”. Y en este punto apunta unas palabras que se entienden perfectamente a la luz de la metafísica hindú. “El viajero estaba deslumbrado. El participante estaba conmovido. Y el incorruptible observador, entretanto, asistía. Esas eran las tres caras de quien, sin embargo, ya no sentía como una persona”.

“El espacio era mi única realidad. De no haber sido por algunas miradas traicioneras hacia abajo me habría podido creer transformado en espacio… ¿dejaría que mi ser se recubriese alguna vez de materia? Parecía imposible. La inesperada e increíble afinidad con lo imponderable revelada, percibida, sentida de modo tan convincente, debía durar para siempre”. El psiconauta queda, a un tiempo, “perfectamente indigente y repleto”, “agradecido, henchido de un contento cada vez mayor, con un entusiasmo insólito, y con un fervor sólo comparable al que otorga la disipación milagrosa de la pesantez”. Y confiesa: “Aquel que no sabía en qué creer acababa de recibir el sacramento espacial. Como si el infinito, para manifestarse, hubiera tomado el espacio como revelador sencillo y suficiente, espacio convertido en signo e himno. La momia que yo era, despabilada de golpe, volvía a encontrarse abierta.”

Las empalizadas de lo físico abatidas. Michaux parece repetir pasajes de la upaniṣad Chandogya. Éxtasis del espacio, el espacio como purificación y golpe de espiritualidad. Ante el espacio, “incluso la luz o el sonido, se convierten en dolorosamente excesivos, pues no son igualmente buenos para el infinito.” Cuando aterriza, “vuelve la conciencia dualizante, ella es la pluralizante, la plurilocalizante”. Durante unas horas admirables ha estado investido de espacio. “El espíritu, recogiendo por igual “él” y “no-él”, en un monismo de hecho. Tendrá la “revelación” de él. Pero también puede tener la revelación de Maya, la ilusión universal, puesto que aquí tiene su manifestación evidente. También puede tener la revelación de lo Absoluto, de lo Espiritual sin límites. E inclusive, si es de naturaleza amante, puede tener la revelación de un amor, única realidad universal. Y de lo denominado, imprudentemente, conciencia cósmica”.

Termina con una referencia a la India. “No es absurdo pensar que, en especial en la India, la experiencia metafísica (por acción directa sobre el cuerpo) precedió a los grandes sistemas metafísicos, que primero se construyeron sobre su base, para darle un lugar”. Michaux reedita el empirismo radical de Śaṃkara, Berkeley y William James. La materia como experiencia de la mente, la liberación de la dualidad, el distanciamiento sabio de las propias acciones y conductas (tema de la Bhagavadgītā). Despojamiento y expansión insólita, inefable falta de dualidad.

Lo que la mescalina permite ver

Cada sustancia ofrece un paisaje. Pero ese paisaje no es sólo de ella. Es un paisaje participativo, creado por la mente del psiconauta mientras navega en la mente del mundo. El hongo es astral, la liana fundamental, el cactus geométrico. No deberían llamarse drogas, sino sustancias psicoactivas. No son excitantes ni tranquilizantes. No crean adicción. El lugar natural del hongo, que carece de raíces, es el cielo estrellado. Su naturaleza es firmamental. La ayahuasca, como la liana, busca raíces y profundidades. Indaga en el pasado, en el mundo de los muertos. El cactus es una planta casta, antierótica, que favorece el dominio de lo abstracto. “La mescalina disminuye la imaginación. Castra la imagen, la desensualiza. También es enemiga de la poesía, de la meditación, y sobre todo del misterio… La mescalina es un desorden de la composición. Redacta por enumeración. Dibuja por repetición. Es el terreno y el triunfo de lo abstracto, de lo rápido abstracto. Es imposible detenerse”.

Todo es vibrante y lleno de realidad en el estado psicoactivo. Uno se vuelve extraordinariamente receptivo. Se puede reconocer cualquier cosa en las muchedumbres. Hay, además, un estilo de la mescalina, que reconocerá de inmediato quien la haya probado. Rojos estridentes y verdes absolutos. Un drama óptico. Vibraciones múltiples. Al principio casi fulminantes. Alargamiento fantástico de las imágenes. “Cuando uno recibe un puñetazo, ve estrellitas de plata, no un volquete de hollín o una escena de Shakespeare. Lo mismo ocurre con la mescalina”. Suscita ciertas visiones. Imágenes enceguecedoras o hendidas por el rayo, zanjas de fuego, personas lejanas y diminutas, animadas por un movimiento rápido. Muchos cristales. Grandes campos de colores, puntos de color, muchedumbres agitadas como orugas en marcha, delgados minaretes, columnitas como agujas. Huicholes y tarahumaras se reúnen para ingerir peyote. Los dioses son invitados a la solemnidad del sacramento. Dioses del fuego y de la lluvia, de los volcanes y las cosechas. Basta con pronunciar su nombre para que aparezcan. Las artes mexicanas (zapotecas, toltecas, aztecas), se vuelven elocuentes y significativas. La mente que revela la mescalina no es sólo fisiológica, es antropológica, cultural e histórica. Es la experiencia de un mundo compartido.

'Sin título', 1956, obra de Henri Michaux.
'Sin título', 1956, obra de Henri Michaux. colaimages / Alamy

Diagnostica el fracaso del proyecto moderno. “El occidental hace ya tiempo que ha dejado de creer en los dioses. Lo que percibe es la infinita relatividad, la cascada interminable de causas y efectos, de precedentes y consecuentes, donde todo es rueda que arrastra y rueda arrastrada. Estos pasajes de una rueda a otra son molestos para el espíritu, que aspira a unir. Como no les gusta esa velocidad, incapaces de volar, se ponen a dormir como lo harían en un tren.” Recuerda un domingo sensacional, en el que le fue dado cambiar de tiempo. Tiempo nuevo. Lo inconmensurable es lo natural. Nuevo acercamiento al empirismo radical, al mundo hecho de cualidades. Ironía sobre la cuantificación y la autocomplaciente ceguera del dato.

La mescalina permite atisbar la tensión divina. “Al salir de la mescalina sabemos mejor que cualquier budista que todo no es más que apariencia. Lo anterior no era más que ilusión de normalidad. Lo que fue durante el efecto era la ilusión de la sustancia. Estamos convertidos”. Y transforma también su visión del arte. “Las bellas páginas de la literatura me parecían carentes de interés, ciegas, avaras, mezquinas”. Abandona su natural reserva. Por primera vez en su vida, le parece más atractivo divulgar un secreto que guardarlo. Como si el misterio del mundo fuera inagotable. Acude a los demás abierto, complacido en abrirse y en ver a los otros abiertos (“enfadosa disposición que espero cambiar pronto”). Tres meses después de la experiencia, vuelve a reconocerse y a orientarse. “me alejo de esa droga que no me conviene. Soy yo, mi droga, lo que ella me arrebata”. Un desconocerse. Hasta ese momento había sido injusto con la voluntad, ahora se alegra de haberla recuperado. “Debe haber temperamentos más mescalinianos que otros, quizá razas y sociedades también”. La mente en su vertiente colectiva y antropológica.

La sobredosis

Por un descuido, ingiere 600 miligramos de mescalina. El viaje es aterrador. Lucha sin descanso. No puede permitirse entrar en pánico. Ingiere terrones de azúcar (para amortiguar el impacto). Llama por teléfono a un amigo médico. Habla con clama. “Dosis excesiva. Creo que me equivoqué. Es duro soportarlo. Me haría falta un contraveneno”. Ha encendido la luz para telefonear. La lámpara está junto a un espejo. Ha visto una cabeza que nunca había visto, un loco furioso que aterrorizaría a un criminal. Extravertida, espantosamente fotogénica, una cabeza de energúmeno, de enloquecido furioso incapaz de escuchar a nadie. Cuando las trepidaciones y destrucciones internas se vuelven intolerables, el loco tiene que expresarlas destruyendo, quemando, hiriendo, matando. Siente de debe reclamar una camisa de fuerza, pero no quiere perder la poca independencia que le queda. Se incita a sí mismo al coraje, a capear el temporal en soledad. Pide a un amigo que venga a su casa y se quede en la habitación contigua. Piensa (ingenuamente) que en el hospital hay salvación.

Advierte una verdad de la naturaleza. “Sin fijeza, no hay más certidumbres. La permanencia constituye la certidumbre. Certidumbre de un solo segundo no vale”. Ha descubierto la clave del pensamiento moderno. Newton y su retícula fija del espacio tiempo. Un axioma que sostiene trescientos años de ingeniería, de visión ingenieril del mundo.

Se acuesta. Montones de ideas locas. No se atreve a abandonarse al sueño. Formas como agujas, como piernas de compás, de color violeta pálido. Suplica que el sueño venga apaciguar su desgarramiento interior. No acude. Por otro lado, sospecha del sueño y se mantiene en guardia. Encuentra los antídotos. En la música y en la montaña. Semanas después de la sobredosis, cuando dibuja, traza incesantemente rasgos paralelos, rápidos, numerosos, maniacos. La noche de las seis ampollas no sabía a qué aferrarse para zafarse de la fatiga de su cabeza. Le salvó marcar un ritmo con los dedos sobre la pared de madera. El tambor del chamán. Su ritmo lento, inesperado lo levantó de su miseria. Visualización del ritmo, revelación sonora, védica. La salud del espíritu consiste en conservar el dominio de la velocidad mental. Ahora entiende el viejo refrán chino: “El objeto de la música es moderar”.

La montaña, su altitud, también le protege de la mescalina. “Allí es dónde se aparecen los ángeles, allí es donde Dios habla a los suyos. La montaña excluye al obeso, rechaza la adulación y la blandura, el sentimiento bobo y uniforme de las capitales. La montaña suscita una especie de coraje elemental. Forma no al hombre de las tripas sino al hombre de la pareja pulmón-corazón, al hombre del coraje y del ímpetu (y del idealismo)”. La montaña es una invitación a caminar, a convertirse en buen piloto de sí mismo.

Al día siguiente decide salir al campo. Visitar a un amigo fiel. Cuatro días más tarde continúan los efectos. Entra sin saberlo en el horror del sueño. Desciende al submundo. En el noveno subterráneo empuja la puerta de una celda que se cierra a su paso. La llave cae por una rendija del enlosado, perdiéndose en el abismo. Vienen a buscarlo y lo conducen a una habitación inferior, que también es calabozo. Está atrapado. El miedo se ha hecho intimidad. Y en lo íntimo el miedo se ha desbocado. La razón es impotente. Cuando intenta ponerle coto con argumentos de la lógica, le invade cada vez más deprisa. Juego vertiginoso. “Usted está encerrado, se ha hecho enteramente abstracto. La prisión donde está encerrado es la esencia de la atadura. Puertas y llaves resultan superfluas. El loco tiende a la esencia, a la fascinación por la esencia. Es peligroso indagar la esencia de Dios. La religión es el infierno de los escrupulosos. A ese ser infinito, que no llegan a concebir y que los moviliza y los arroja en las tendencias infinitizantes, responden con la conciencia de su falta infinita, de sus pecados. Viven infinitamente en falta”.

En una nota escribe: “Tener una religión no es creer en una divinidad al contrario de los que no creen en ninguna. Es una donación que deseamos irresistiblemente hacer a alguien que se encuentra muy por encima de nosotros. El amor no postula más la existencia de una mujer de belleza perfecta. Es una donación de sí, es la necesidad de hacer esa donación, y el más eunuco puede desearlo de modo irrefrenable. El narcisismo sólo es posible si uno se hace esa donación a sí mismo. Y en ello también, es curioso, hay que creer (creer en sí)”.

Muchos ateos y teófobos de occidente manejan una visión semítica de lo divino. Pero lo divino admite otros modelos, que no siguen la dialéctica pecado-redención-juicio característica de nuestra tradición. “Hay un temperamento que quiere adorar a Dios, pero no puede y al que Dios enloquece. ¡Cuántas personas se han hecho ateas para reconquistar la paz del espíritu!”. Raimon Panikkar confirma la intuición de Michaux: la forma contemporánea de espiritualidad es el ateísmo.

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