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Identidades plurales: el ejemplo de Roma

Si sobrevive a los actuales retos, quizá la Unión Europea pueda ofrecer una alternativa a los nacionalismos excluyentes

Mosaico bizantino
Mosaico bizantino del siglo VI en la Iglesia de San Vital de Rávena, en el que se representa al emperador Justiniano y su corte.DeAgostini / Getty Images

Cuando en el año 212 el emperador Caracalla otorgó la ciudadanía a todos los habitantes del Imperio Romano, sancionó un modelo de Estado en el que los nuevos ciudadanos asumían abiertamente una identidad pública y estatal (la romanidad) preservando sus identidades individuales, determinadas por la cultura, lengua o patria de origen. Ese modelo no estuvo exento de tensiones territoriales y religiosas, sobre todo desde que, a fines del siglo IV, la ortodoxia cristiana dejó de ser un simple rasgo definitorio de la identidad pública y se hizo obligatoria en el ámbito privado. Pero, con todas sus limitaciones, esta identidad plural de varios niveles, creó un marco de convivencia con el que se identificaron múltiples “naciones” del Imperio durante más de mil años.

Para empezar, los propios griegos empezaron a llamarse “romanos” y renunciaron a su denominación de “helenos”, a pesar de ser orgullos defensores de su tradición cultural y lingüística. Así, cuando el emperador Justiniano decidió en el año 534 suprimir el latín como lengua de la administración, las élites griegas protestaron contra una decisión que, según ellas, privaba al Imperio de su identidad. No por casualidad la más importante gramática latina que conservamos fue escrita por Prisciano en Constantinopla en ese mismo siglo para los griegos que estudiaban latín. Los griegos no dejaron de llamarse “romanos” (rhomaioi en griego) ni siquiera después de que los turcos ocuparan los territorios del Imperio. Y no vincularon su identidad a territorio alguno: romanos eran los grecoparlantes de los Balcanes o Anatolia, Italia, Crimea o Palestina. Muchos griegos, incluso después de la independencia de Grecia en 1829, siguieron reivindicando la denominación de “romanos” como definitoria de su identidad, porque consideraban que era más integradora que la de “helenos”, impuesta por el romanticismo de las potencias aliadas que apoyaban entonces a Grecia. Incluso la milenaria comunidad griega de Crimea, establecida en Mariupol en época zarista, no ha dejado nunca de llamar “rumeika” a su lengua —hasta que en 2022 la invasión rusa rompió tristemente esta asombrosa continuidad—.

No sólo los griegos siguieron siendo griegos dentro de la identidad “romana”. Los gitanos, procedentes de India, se asentaron en el Imperio Romano en el siglo IX y recibieron de las autoridades el nombre de “intocables” (athinganoi en griego), de donde se deriva la denominación más extendida del pueblo en buena parte de Europa (zíngaros, Zigeuner…). Sin embargo, al igual que los griegos, ellos se denominaron “romanos”, por considerar al Imperio su nueva patria, denominación esta, la de “Roma”, que conservan hasta hoy también para su lengua, el “romaní”. No hay mejor ejemplo actualmente de una nación orgullosa sin Estado-Nación.

Algunas comunidades judías, a pesar de ser objeto de feroz persecución por parte de los emperadores romanos, acabaron también por integrarse en el Imperio y adoptar la lengua griega como propia. Estos judíos “romaniotas” preservaron su identidad sin Estado propio, como la mayoría de las comunidades judías hasta la creación del Estado de Israel.

Romanos se autodenominaron también los germanos que en la parte occidental del Imperio crearon un imperio rival del legítimo, cuya capital se había trasladado desde Roma a Constantinopla. Algo que quedó patente con su refundación como Sacrum Imperium Romanum por Otón I en el 962, casi dos siglos después de la coronación de Carlomagno.

La extinción del Imperio Romano (bizantino en la terminología moderna) en 1453 puso fin a la romanidad griega y dejó a la romanidad latina, en Occidente, el campo libre para convertir al latín en la lengua de comunicación de los europeos en el Renacimiento. Sin embargo, al mismo tiempo, Europa asistió a la constitución de nuevos Estados de identidades unívocas a costa de depuraciones y pogromos. Estos comenzaron en España donde se expulsó a los judíos en 1492 y luego a los moriscos entre 1609-1613. El proceso culminó en el siglo XX con hechos como el genocidio armenio, el holocausto judío o la guerra de Yugoslavia. El espíritu nacionalista ha ido creando Estados-Nación cada vez más pequeños en la Europa multicultural y puesto fin a los proyectos plurinacionales en los que las lenguas no reclamaban territorios exclusivos.

La Unión Europea podría representar la vuelta a esa identidad múltiple que encarnan los viejos imperios, pero para ello deberá encajar el sentimiento nacionalista con los valores democráticos y crear un modelo de identidad tan sólido como el que tuvo la romana para tantos pueblos que preservaron bajo su paraguas sus propias esencias. Para eso se necesita tiempo y estabilidad: Roma tardó siglos en crear un identidad colectiva, reforzada por la sensación de protección que el Imperio ofrecía a sus súbditos. La Unión Europea todavía no ha alcanzado el siglo de existencia, pero si sobrevive a los retos de este mundo en cambio quizás pueda consolidar un modelo de identidad plural que ofrezca una alternativa sólida a los nacionalismos excluyentes que crean identidades cerradas en contra de los flujos humanos que determinan el progreso en la Historia. Las Humanidades, arrinconadas por los políticos tecnólatras, pueden ser útiles para construir un futuro mejor a través del conocimiento del pasado.

Juan Signes Codoñer es catedrático de Filología Griega de la Universidad Complutense y presidente de la Sociedad Española de Bizantinística.

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