La atracción de la nación
Una visita al lugar en el que la diversión convive con la propaganda patriótica: Disneylandia
Cuando le pregunto qué recuerda, lo tiene clarísimo. “A Simone Biles”. Tras haber subido engañada a esa montaña rusa galáctica de Epcot que a Disney le costó 450 millones de dólares, mi hija necesitaba venganza, mimos y reposo. Lo digo para justificarla. Durante medio espectáculo, como poco, estuvo cabeceando. Aunque también es verdad que a primera hora de la tarde no era fácil entusiasmarse con tanta exhibición patriotera: el cartón piedra colonial del edificio que se alquila para eventos, la exhibición de banderas al subir las escaleras, la imitación de los cuadros de materia histórica que inventaban naciones a mediados del XIX. Toda una escenografía estudiada y dispuesta para que el visitante común, con shorts, refresco en mano y orejas de Mickey en la cabeza, se prepare para atracarse con un algodón de azúcar épico que se alarga durante media hora.
No vamos a negarlo. The American Adventure es un tostón cuyo principal reclamo, ese sábado y a esa hora, era el aire acondicionado. Ese día en el infierno de Orlando la sensación térmica superaba los cuarenta grados. Por suerte, María se durmió. La mitad del auditorio lo mismo. Mientras busqué una cuartada para justificar por qué estábamos allí. Me he documentado. He escrito este artículo.
Es impensable que aquí existiese esa confianza. En España la nación no cohesiona. No hay relato fundacional. No hay aventura compartida.
El diseño de esta atracción fue uno de los principales desafíos técnicos para los equipos creativos de Disney World que pusieron en marcha Epcot. Cinco años de trabajo y otra inversión millonaria que contó con el apoyo de Coca-Cola. En los extremos del teatro que puede acoger a más de mil personas, como un panteón para la guerra fría, se colocaron esculturas que, en teoría, simbolizan los valores del país (desde el individualismo a la innovación). La pantalla de cine donde se proyectaban las imágenes era una de las más grandes del mundo. Se compusieron canciones hipoglucémicas que aún hoy se canturrean entre ronquidos (escuchas “Golden dreams” y, más que huir de Saigon, te entran ganas de invadir una tienda con recuerdos de barras y estrellas). Se eligieron las escenas más icónicas y se experimentó con figuras animadas por ordenador para dar mayor autenticidad al combo. Combinarlo todo, desde guerras civiles hasta un bareto de carretera durante la depresión, no era fácil. Se trataba de concentrar 400 años de historia de manera entretenida.
La idea estaba clara, lo difícil era ejecutarla al estilo Disney para que el espectáculo cumpliese con su propósito nacionalizador, ameno, blanqueador. La intención primera era contar con tres narradores icónicos que dialogasen entre ellos. Uno representaba el siglo XVIII ―el padre fundador Benjamin Franklin fue el elegido―, otro era la voz del XIX -no hubo dudas, sería Mark Twain-, pero ni los historiadores que asesoraban a la compañía se pusieron de acuerdo para elegir la figura que encarnaba el XX. La atracción se inauguró el 11 de octubre de 1982. Salía ya JFK proclamando que algo debíamos hacer por nuestro país y luego, tras unos segundos con imágenes del féretro cubierto con la bandera, el hijo de Kennedy saludaba como un militar el día del entierro de su padre en Arlington.
Parte de la iconografía ha evolucionado. Agradecí a María que, tras acordarse de la gimnasta, confundiese a mi Bruce Springsteen con los tres segundos de Bob Dylan. Porque Dylan está ahora, pero al principio no formaba parte del relato canónico concebido para reforzar el orgullo nacional del espectador estadounidense que visita el parque de atracciones con su familia casi siempre numerosa. La contracultura, con los años, ya es ortodoxia. Está el 11S, claro. Y más innovación y más deporte. Por ejemplo, Lebron James, que solo reconoció mi hijo. Más mujeres, más afroamericanos. Simon Biles y su equipo interracial como el mejor cierre antes del epílogo. El de siempre desde hace casi ya medio siglo. el diálogo entre hombres en la antorcha de la Estatua de la Libertad. Porque el mito que se recrea apenas se ha modificado: el despliegue a lo largo de la modernidad de una nación cohesionada gracias al progreso y las guerras y que así permite el desarrollo personal de la excelencia. Esa es la aventura que los americanos no quieren dejar de contarse. Es impensable que aquí existiese esa confianza. Aquí la nación no cohesiona. No hay relato fundacional. No hay aventura compartida.
El día después no sonó el despertador. Nos perdimos la primera parte de la final del Mundial de Futbol, que varios canales retransmitían en directo. Vimos la estadística del lugar donde Jennifer Hermoso chuta los penaltis. Maldijimos la parada. Nos escandalizamos con los más de diez minutos de descuento. La victoria fue un alegrón. Eso recordaremos. No nos quedamos para ver la entrega de la copa. Salimos de la habitación. De camino al aeropuerto nos asustó el primer anuncio de venta de armas en la carretera. Al cabo de pocos días Florida sufrió un nuevo tiroteo.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.