Ignacio Aldecoa, cuando el velocista corre la maratón
Las novelas del reputado autor de cuentos son reportajes sobre la soledad, la derrota y la miseria bajo el franquismo, escritos con un estilo preciso y poético a la vez
¿Quién se acuerda de Ignacio Aldecoa? Por fortuna la Biblioteca Castro e Hipólito Esteban Soler, que es quien ha preparado esta edición de las cuatro novelas que el escritor vasco dejó a su muerte prematura en 1969. Era entonces un reputado escritor de cuentos, avalado por los ocho libros que publicó entre 1955 (Espera de tercera clase) y 1965 (Los pájaros de Baden-Baden), que persistía en su defensa de un realismo literario de nobleza estilística, técnicamente elaborado y éticamente testimonial, lejos, pues, de la “estética del rastrojo” (así calificó la del realismo social) y de la literatura con píldora política. Aquella persistencia no era fácil tras la remoción de estructuras, tono y estilo novelescos que supuso Tiempo de silencio en 1962. Algunos de sus amigos escritores con los que había compartido aulas universitarias o la redacción de Revista Española en 1953-1954 habían enmudecido como novelistas (Rafael Sánchez Ferlosio o Carmen Martín Gaite) o habían reorientado sus carreras (Jesús Fernández Santos). Él mismo, que había debutado con un díptico nada trivial formado por El fulgor y la sangre (1954) y Con el viento solano (1956) y se había confirmado con una novela vigorosa en 1957, Gran Sol, había optado por el silencio hasta 1967, que fue cuando publicó su última novela, Parte de una historia, fuera ya del programa creativo que se había trazado 15 años antes.
El programa era ambicioso y limitativo, porque por un lado implicaba la misión de ofrecer una imagen fidedigna de la realidad cotidiana de los españoles, libre de los embozos oficiales (la prensa, el NO-DO…) que la desvirtuaban; y, por otro, comportaba una faena de lenguaje que estaba lejos de la negligencia o pobreza de otros jóvenes practicantes del realismo social. Pretendió articular ese plan en tres trilogías, una sobre guardias civiles, gitanos y toreros, a la que pertenecen sus dos primeras novelas; otra sobre los trabajadores del mar, cuya vida le fascinaba (en 1955 se embarcó en un pesquero rumbo a los caladeros de Gran Sol, episodio del que se nutre la novela de ese título); y una tercera sobre la minería y la siderurgia que quedó abortada, sin duda a causa de la obsolescencia anunciada de todo el proyecto.
Las novelas que sí vieron la luz, recogidas aquí, muestran cómo la ambición literaria venció la limitación de los propósitos. El díptico, por ejemplo, logra captar desde dos perspectivas narrativas opuestas la atmósfera siniestra de amenaza, incertidumbre y miedo de los años cincuenta: en El fulgor y la sangre todo es opresivo: en un castillo convertido en casa cuartel en un pueblo castellano cuatro angustiadas mujeres aguardan conocer la identidad del guardia civil asesinado en una feria. Como en una superposición cuántica, todas son y no son viudas mientras no se comunica el nombre del fallecido. En Con el viento solano prosigue la historia, aunque ahora situando el eje en la huida del homicida, el gitano Sebastián Vázquez, cuya fuga desesperada, asistida por una galería de criaturas marginales, se alarga en un itinerario cuasi picaresco de seis días.
Ningún lector se sentirá defraudado al volver a esa imagen dual de un mundo de víctimas repartidas entre acosadores y acosados. Lo que tienen estas novelas de reportaje de la soledad, la derrota y la miseria bajo el franquismo (hay que entender el castillo como metáfora de la España de la dictadura) mantiene su veracidad cronística, aupada por una escritura musculosa, tentada por el lirismo y hasta por el destello surrealista. Dar testimonio de los pequeños oficios, de las vidas menudas que caen del lado oscuro de la historia no exigía para Aldecoa el peaje inadmisible de la desidia verbal, la grisura o el tedio. Tampoco el del proselitismo ideológico. Y menos el de la simplicidad técnica. Por eso en Gran Sol (1957) la mirada objetivadora —aunque compasiva— que había sido ley común del neorrealismo se impregna de valores simbólicos para testimoniar la lucha cotidiana de unos marineros que navegan rumbo a las aguas irlandesas enfrentados a un mar y un cielo amenazantes. La resonancia mítica, la fatalidad trágica con que se representa la ardua brega de los pescadores (con ecos de Melville y algo de Hemingway), el protagonismo coral y, sobre todo, una prosa notarial, de obsesiva exactitud, hacen de esta novela la culminación del programa que Aldecoa se había trazado a comienzos de los cincuenta.
Pero también él calló como novelista y, cuando reapareció con Parte de una historia (1967), el proyecto de una literatura testimonial había hecho agua. Benet tenía en prensa Volverás a Región y un año antes, en La inspiración y el estilo, había recusado el enquistado costumbrismo de la literatura española para propugnar una ficción desembarazada y construida mediante las arquitecturas de la imaginación y el lenguaje. Aldecoa había captado esos nuevos aires en Parte de una historia, donde el narrador interno y anónimo, trasunto del propio autor, cuenta el trastorno que produce en un islote al norte de Lanzarote la llegada de un grupo de norteamericanos opulentos cuyo yate ha naufragado. El contraste entre la comunidad marinera y los extranjeros excéntricos sirve de metonimia al de la España cerrada y el ancho mundo del exterior, pero sobre todo permite que el enigmático narrador, que escamotea cautelosamente su propia historia, se refleje sutilmente en el relato de los sucesos. Qué gran pérdida fue la de este Aldecoa final, sin moralejas ni esperanzas (nunca las tuvo), dueño de un estilo preciso y poético a la vez, capaz de narrar no solo las minucias de lo que se ve (la épica de lo insignificante), sino también, elípticamente, las simas subjetivas que escapan a los ojos.
Novelas completas
Fundación José Antonio de Castro, 2023
838 páginas. 50 euros
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