Las lágrimas de Martha Graham
La primera función de The New York City Ballet en el Teatro Real de Madrid discurrió correcta, discretamente inspirada, con un depurado nivel de baile y algo de rutinario
No es gratuito ni un brote de lirismo moña que esta recensión se titule Las lágrimas de Martha Graham. Hay una historia y al menos tres anécdotas alrededor de lo que Graham dijo cuando vio Serenade. La última vez que esto estuvo en liza fue en el diríase definitivo simposio organizado en la biblioteca neoyorkina por el entonces crítico de The New York Times, Alastair Macaulay del 26 al 28 de agosto de 2015. Aún debemos agradecer muchísimo a Macaulay su idea y esfuerzo; de allí surgieron varios libros y lo concluido cambió la percepción sobre varias cosas. Ya entonces James Steichen tenía en marcha su monumental trabajo sobre los primeros 10 años de Balanchine en los Estados Unidos (American Enterprise de Balanchine y Kirstein, 2018, Oxford University Press). Muchas cosas no son como se han venido contando hasta ahora, y hasta el otro ballet que hemos visto esta noche, Square Dance, tiene su origen real y génesis en esa década, a la que se llama “de lo primigenio americano en la nueva corriente coreográfica”.
El concepto de coreógrafo que ya intentó Arnold Haskell en 1941 sigue sirviéndonos todavía. Es lo que tienen las materias de definición estética cuando se cogen en serio y se las da esa primera utilidad clasificatoria. Haskell pisó sobre las huellas sucesivas —una especie de figurada “escalera de Jacob”— que en la edad moderna aportaban Rameau, Noverre, Angiolini y Blasis, por ese orden cronológico y estricto. George Balanchine, en el siglo XX, se yergue como un ejemplo arquetípico que ilustra casi hasta lo canónico la definición de marras y sus desinentes no accidentales, de modo que una coreografía muta, evoluciona y arraiga según la voluntad de estilo y cierta cartografía estética.
La primera función del New York City Ballet (NYCB) en el Real discurrió correcta, discretamente inspirada, con un depurado nivel de baile y algo de rutinario en lo que se podría profundizar y que fue conjurado a través de la energía y el arrojo. Serenade arrasó con su poder evocador y su equilibrio; Square Dance no es fácil y deja exhausto a espectador y bailarines; Square Dance trae a la palestra el fakelore que definiera Richard Dorson, precisamente en los años 50 del siglo XX y en el que Balanchine se interesó mucho en su día. ¿Quiere Balanchine acercarse a este dilema? Para que haya fakelore es preciso que se dé engaño: el hecho de inspirarse en materiales tradicionales no supone, por sí mismo, fakelore, salvo cuando se pretende vender tales creaciones como si fueran folclore genuino, expresa Dorson en el libro base que se editó en 1951. Para referirse al uso de materiales folclóricos fuera de su contexto original (“que no tiene por qué suponer un intento de dar gato por liebre”) hay multitud de variantes; la fascinación por ese tipo de bailes ya estaba en el ballet americano precedente. Balanchine evoca la quadrille del Oeste como un recurso de sofisticada planimetría concertante, y para que no quepa duda de su intención, lo hace sobre Vivaldi y Corelli.
Ya sabemos que el tiempo no corre: raudo vuela. Justin Peck (Washington, 1987) quiere hablar de esto en su pieza a través de un tono cuasi ligero, expeditivo, de tráfago urbano y velocidades como las que imprime Dan Deacon a su América, el disco en el que ha inspirado. Seamos serios: ¡este es un muy buen ballet, y resulta hasta neorromántico! Necesitamos un bardo, un nuevo Auden (tan amigo de Balanchine) que glose esta nueva Axe of Ansiety que es The Times Are Racing. Leonard Bernstein dijo del poema de Auden que era “uno de los ejemplos más devastadores de puro virtuosismo en la historia de la poesía inglesa” y que cuando leyó el libro por primera vez se quedó sin aliento con esa “cualidad casi compulsiva”. Pues bien, todo eso y exactamente puede decirse de la coreografía del muy talentoso joven que empezó con el claqué a los nueve años. Los bailarines se entregan sin reservas. Tyler Peck sencillamente subyugante y suelta, atrevida y acompañada por Roman Mejia (hijo de Paul Mejía, otro legendario bailarín principal de NYCB en la década de los sesenta); Harrison Coll, a quien sólo esta vez le falta cantar, cosa que también hace muy bien, es responsable de la fuente de adrenalina que reparte euforias, acompañado en dúo por un despiadadamente lírico y elegante Peter Walker. Lo único que quieres cuando acaba este ballet es que se produzca el “milagro del loop” y empiece otra vez. Hilarante el guiño veloz a Apolo Musageta en el pas de quatre, con Sebastian Villarini y las tres “musas” Mackinnon, Segin y Gerrity.
Cuando Balanchine empezó a coreografiar Serenade —un ballet más de muerte que de vida que sale directamente de Eros de Mijail Fokin donde un Balanchine estudiante participó— aún remaba contra corriente de su tuberculosis. Al precontratarlo en Europa, Lincoln Krirstein lo encontró tosiendo por los rincones y pesando apenas 50 kilos. Es por eso que el 16 de marzo de 1934 el promotor llevó al coreógrafo a ver al famoso Doctor Geyelin -que trataba a muchos artistas, cantantes, músicos y bailarines-. Geyelin le dijo: “Puede llegar a curarse y puede follar con quien quiera, pero no bese a nadie todavía”. Sin embargo, esa misma tensa semana de creación de la parte de Serenade titulada Elegía, Balanchine confesó a Rithama Boris: “Sabes, estoy realmente muerto”. ¡Balanchine estaba haciendo su primer ballet americano, dudoso, aunque casi convencido que podía ya mismo convertirse en el último! Tomaba litros de un té muy negro, no dormía apenas, y le temblaban las manos incontroladamente. Quien todavía no era Mr. B. compuso Serenade, todo el ballet, con esa espada de Damocles sobre su fea cabeza casi cuadrada (por dentro y por fuera): despidiéndose. Años después, Robert Gottlieb recogió algo que el creador repitió varias veces: “Se suponía que debía morir, y no lo hice, así que todo lo que hago, es una genuina segunda oportunidad”; oportunidad que se materializó en meter mano al material de Serenade durante 20 años, sin prisa, pero sin pausa, manipulándola como una dúctil materia viva en proceso y no una obra terminada (esta que vemos fijada es la octava versión y ha pasado por vestuarios de Jean Lurçat, Alvin Colt y otros antes de llegar a Karinska. Tal afán, era en sí misma una actitud muy moderna -contemporánea. Serenade, bastante inclasificable estilísticamente con ecos vivenciales y plásticos que van desde el ensemble fokiniano a la danza expresionista alemana, está en realidad a caballo entre las obras de coletazo del ballet moderno y los inicios del ballet contemporáneo, que situamos de convención a partir de 1945. Quizás de esos años son las lágrimas de Graham —que evocaba sus propias obras de los años treinta para mujeres solas: Steps in the Street / Chronicle es de 1936—, esa electricidad emocional que también irisó la sala del Real.
‘Serenade’ / ‘Square Dance’ / ‘The Times Are Racing’. Músicas: Chaikovski / Vivaldi y Corelli / Justin Peck. Coreografías: G. Balanchine y D. Deacon. The New York City Ballet Teatro Real. Madrid. Hasta el 26 de marzo.
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