¿Y si el Metropolitan estuviera lleno de obras falsas?
Un director del museo neoyorquino reconoció que el 40% de su colección podría no ser auténtica. Harry Bellet repasa en ‘Falsificadores ilustres’ algunos de los grandes fraudes de la historia del arte
Pocos objetos se nos muestran tan “autoritarios”, tan capaces de generar grandes fantasías, como una obra de arte, sobre todo si están detrás de un cordón de terciopelo rojo que las distingue de las demás. Sin embargo, esa autoridad, altamente protegida y asegurada por millones de euros, podría ser solo humo, un engaño aún no detectado en cualquier pinacoteca del mundo, desde la más modesta —el pequeño museo de Elna, en los Pirineos orientales, con un 60% de obras falsamente atribuidas— hasta las más poderosas —el Metropolitan de Nueva York, del que Thomas Hoving, su director entre 1967 y 1977, llegó a afirmar que el 40% de sus fondos eran falsificaciones—. El fraude las iguala a todas.
Caminamos por la galería central del Prado y nos paramos conmovidos delante de un rubens, de un tintoretto o de una Santa Margarita que emerge del cuerpo de un dragón en gracioso contrapposto, con Venecia al fondo ardiendo en llamas. La cartela blinda el lienzo mejor que un cristal de cuarzo. No hay duda; es un tiziano. Y, ya que estamos, podríamos pasear por los stands de una feria de arte sin pensar que la última ocurrencia del artista de moda es más auténtica en su ridiculez que algunas pinturas y esculturas fraudulentas —con sus certificados— de un autor clásico. Son solo dos situaciones que nos arrojan de nuevo a la caverna de Platón, cuando vivíamos cómodos en nuestra ignorancia, mirando las obras de arte —las sombras— creyendo que eran reales. El arte es eso, una parte del mundo sensible, mutable, corruptible. No sabemos hasta qué punto.
Hay copias notables que han engañado a los más distinguidos expertos. Ernst Beyeler, de quien se decía que tenía el “ojo absoluto”, fue estafado con un falso ‘rothko’ que se incluyó en la retrospectiva que organizó su fundación en Basilea.
Hay copias notables que han engañado a los más distinguidos expertos. Ernst Beyeler, de quien se decía que tenía el “ojo absoluto”, fue estafado con un falso rothko que se incluyó en la retrospectiva que organizó su fundación en Basilea. Rosa Maria Malet, una de las comisarias, tampoco le vio las orejas al lobo; en realidad eran dos, Carlos Bergantiños Díaz y su cómplice Glafira Rosales, que pusieron la pintura en circulación a través de la galería neoyorquina Knoedler (fundada en 1848, es la sala de arte en funcionamiento más antigua de Estados Unidos). Detrás de aquella falsificación de lo sublime se escondía una realidad peregrina: el sexagenario chino Pei-Shen Qian ejercía su labor de concienzudo copista desde un oculto taller en Queens.
Lean Falsificadores ilustres. No saldrán más sabios (de la caverna), pero sí más dialécticos. Arte y dinero fundidos en su propia fantasmagoría donde cada “elemento” cobra un retrato: marchantes, comisarios, expertos, investigadores, periodistas, oligarcas y mercenarios del asunto. En noviembre de 2017, todos estos factores actuaron en perfecta sinergia en uno de los montajes más espectaculares que se conocen en el campo artístico: un Salvator Mundi, publicitado como la Mona Lisa masculina (surgido de la nada desde una pequeña sala de subastas en Nueva Orleans), cruje bajo el mazo de Christie’s Nueva York por 450 millones de dólares en una frenética subasta de arte contemporáneo (!). Durante unos meses, el cuadro, en manos de un príncipe saudí, se colgó en el Museo de Abu Dabi bajo el marchamo del Louvre. Hoy permanece oculto, en esa caverna de donde nunca debió salir.
El caso del supuesto leonardo (en el mejor de los casos, se le atribuye al taller del artista) es el corolario de las 150 páginas que el escritor y periodista francés Harry Bellet dedica a los más ilustres falsificadores de arte de todos los tiempos, “el oficio más antiguo del mundo”, dice (el citado Thomas Hoving habla de un papiro egipcio conservado en el Museo de Estocolmo en el que se dan consejos para fabricar piedras preciosas falsas a partir de abalorios de vidrio). Desde el griego Pasiteles el Joven, pasando por Miguel Ángel (en su juventud copió un ghirlandaio e hizo pasar a los ojos del propio maestro la copia por el original) y El Greco (bajo su dirección, su taller reprodujo los cuadros más admirados en cinco o seis copias para abastecer la alta demanda) hasta el genial Han van Meegeren, brillante falsificador de Vermeer que consiguió engañar al mismísimo Hermann Goering.
Han van Meegeren, brillante falsificador de Vermeer que consiguió engañar al mismísimo Hermann Goering
Más actuales son las hazañas de Fernand Legros, rebautizado miserablemente al final de su vida como Lepeu, de cuya historia Hergé partió para imaginar la trama de su álbum inacabado Tintín y el Arte-Alfa; y las de Eric Hebborn, que dominaba todas las técnicas de falsificación, como meter la tela en un horno a una determinada temperatura, como si fuera una pizza, para endurecer el óleo. Su pericia —y codicia— como falsificador no tenía rival, cultivaba relaciones tanto en las altas esferas (fue amigo de Anthony Blunt, un auténtico espía al servicio del NKVD soviético, a quien también consiguió engañar) como en los garitos de mala muerte. Murió en Roma en circunstancias extrañas, con el cráneo destrozado por algún objeto —o escultura— contundente. La lista de falsificadores incluye tanto a expertos poco escrupulosos a la hora de evaluar los trabajos por los que recibían sustanciosos pagos como a simples fustigadores de los “malvados capitalistas” que coleccionaban arte.
Las noticias sobre nuevos fraudes se han hecho prácticamente habituales sin perder su episódico poder de fascinación. El libro de Bellet ofrece un “pequeño manual del falsificador” resumido en 10 lecciones. Si, después de conocerlas, usted, lector, es víctima de un engaño, bien se lo ha merecido.
Falsificadores ilustres
Harry Bellet
Traducción de José Ramón Monreal
Elba, 2023
147 páginas. 21,50 euros
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