Las cuatro Vienas de ‘Arabella’ llegan por fin a Madrid
El Teatro Real estrena el próximo martes la última ópera nacida de la colaboración entre el compositor Richard Strauss y el dramaturgo Hugo von Hofmannsthal, que no vivió para ver el resultado final
Un fantasma recorre la copiosa correspondencia que intercambiaron Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal, los dos creadores de Arabella: el fantasma de una criatura propia, El caballero de la rosa, alumbrada por ellos mismos y recibida con alborozo y aplausos unánimes en todos los teatros del mundo en que venía representándose sin cesar desde su estreno en Dresde en 1911. Aun antes de que tuviera un germen argumental definido y, por supuesto, un nombre, Arabella aparece ya unida a su estela en una carta que envió el compositor, de regreso de una gira por Sudamérica con la Filarmónica de Viena, a su amigo el 8 de septiembre de 1923, y en la que le sugería embarcarse en “un segundo Caballero de la rosa, sin sus errores y sus longitudes. Tendrá usted que escribirme eso algún día, porque aún no he dicho en este ámbito mi última palabra. ¡Algo delicado, divertido y sentimental!”
Más de un año después, “para relajar mi espíritu” —confiesa, nada más terminar de escribir La torre, su personal reelaboración de La vida es sueño de Calderón—, Hofmannsthal decide rescatar, de entre sus esbozos pendientes de ulterior desarrollo, “uno de los más ligeros y amables, una comedia vienesa que quiero llevar a escena con el vestuario de los años ochenta del siglo XIX”. Pero todo queda aparentemente en nada y siguen pasando los años hasta que el 13 de noviembre de 1927, de nuevo en una carta a Strauss, hace referencia a un “argumento para una ópera cómica en tres actos, en realidad casi una opereta (¡yo también describiría El caballero de la rosa como una opereta!), que en jovialidad no desmerece de El murciélago, se emparenta con El caballero de la rosa, sin ninguna autoimitación, y contiene cinco o seis papeles de gran viveza y, sobre todo, un muy poderoso segundo acto y un tercero en absoluto inferior”. Arabella, como título o como personaje, sigue sin aparecer.
Ambos amigos debieron de seguir hablando sobre un proyecto aún de perfiles muy vagos pocas semanas después en Viena, porque Strauss le escribe “algunas reflexiones” que le ha suscitado su propia comparación con, cómo no, El caballero de la rosa. Dos días antes de Nochebuena, en una carta extensísima, Hofmannsthal deja caer por primera vez un título “absolutamente provisional”: Arabella o el baile de los cocheros, este último una celebración típicamente vienesa que vincula decididamente la trama a la ciudad natal del escritor. Esta vez no será, sin embargo, la Viena barroca de la emperatriz María Teresa, sino la ciudad burguesa camino de su gran crisis y esplendor con la llegada del cambio de siglo, el escenario de lo que Carl Schorske denominó la “cultura del sentimiento”, protagonizada por una burguesía desencantada, suicida y alienada políticamente. Tampoco la aristocracia secular de El caballero de la rosa tiene nada que ver con la empobrecida familia Waldner, que no solo no vive dispendiosamente en un palacio, sino que, instalada en un mundo de falsas apariencias, apura los últimos cartuchos para urdir un matrimonio de conveniencia en el hotel vienés en que se ha instalado y cuyas facturas es ya incapaz de pagar.
Tras sentir la miel en los labios, Strauss se contiene hasta primeros de abril para preguntar discretamente a su amigo: “¿Podría saber ya algo de Arabella?” El día 25 afina aún más la puntería: “¿Recibiré ya pronto el primer acto?” Y cuando llegó por fin el borrador inicial, a primeros de mayo, el compositor, como llevaba haciendo sin ambages desde hacía dos décadas, empezó a plantear objeciones y cambios de diversa naturaleza a su fiel colaborador, un maestro en encajar todo tipo de golpes y en trazar, al mismo tiempo, las líneas infranqueables de su autonomía como autor, iniciándose así un largo proceso de reescritura bruscamente interrumpido por la muerte de Hofmannsthal el 15 de julio de 1929. Strauss quedó sumido en una suerte de orfandad artística de la que, de algún modo, nunca se recuperó y ninguno de sus posteriores libretistas, Stefan Zweig incluido, logró activar su estro y aguzar su ingenio, de igual a igual, con los arcos siempre tensos, como lo había hecho el poeta y dramaturgo austriaco.
En otra carta del otoño de 1927, Hofmannsthal se había referido a esa Viena que aún recordaba de su juventud como una ciudad “en la que la corte y la aristocracia lo eran todo” y dos meses después insistió en que Arabella nada podía dejar de ser “auténtico” y en que la acción había de desarrollarse en “la auténtica Viena de 1860, del mismo modo que El caballero de la rosa debe una parte de su éxito a que todo sucede en la Viena auténtica de 1740″. Meses después inunda a la primera de nuevos adjetivos: “más vulgar, más sobria, más ordinaria, deseosa de divertirse, frívola, endeudada”, por lo que no es extraño que el salvador de Arabella (y su familia) sea alguien llegado de fuera, el croata Mandryka, procedente de un mundo caracterizado por “la pureza de sus pueblos, sus robledales jamás rozados por el hacha, sus antiguas canciones folclóricas”. El deus ex machina de su “comedia vienesa” procede, significativamente, de una tierra ajena, de los “vastos espacios de la gran mitad eslava de Austria”.
Cuando Arabella se estrenó en la Staatsoper de Viena el 21 de octubre de 1933, tras haberse representado ya desde julio en Dresde, Berlín, Fráncfort, Wiesbaden y Stralsund, Hitler era el canciller de Alemania, tres semanas después Richard Strauss aceptaría el nombramiento de presidente de la recién creada Cámara de Música del Reich y en Austria se oteaba en el horizonte el fallido golpe de Estado de julio del año siguiente. De ahí que, en su producción de Arabella para la Ópera de Zúrich, un director como Robert Carsen decidiera trasladar la acción a la Viena de 1938, el año del Anschluss, y que los tres pretendientes de Arabella, en vez de condes, fueran oficiales nazis que lucen orgullosos las esvásticas en sus uniformes. La producción de Christof Loy que se verá en Madrid prefiere ahondar en los pequeños componentes psicológicos, en las complejas relaciones familiares, en las identidades sexuales, en los dilemas morales que van desplegándose, sotto voce, en la cuarta Viena, que no es otra que esa —bajo tierra, fulgor envuelto en podredumbre— que el propio Hofmannsthal —Karl Kraus a un lado, Thomas Bernhard al otro— describió a su amigo Carl Jacob Burckhardt el 25 de octubre de 1926, en pleno período de gestación intelectual de Arabella: “Para mí, Viena es un lugar muy difícilmente soportable (...). Para usted, todo es un decorado teatral y le habla de cosas que están muertas, pero eso supone para usted un encanto añadido. Para mí es casi todo espantoso”.
‘Arabella’. Richard Strauss. Teatro Real. Madrid. Del 24 de enero al 12 de febrero.
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