Picasso, emérito
Que el arte sea amoral, como el pintor nos proponía, no quiere decir que deba ser inmoral forzosamente, sino que, en aras del placer y la libertad, el juicio moral y el estético no deben ser confundidos
Además del título de la monumental obra que publicó Pierre Cabanne en 1979, el siglo de Picasso fue una expresión que describía con total fidelidad una realidad histórica. Picasso ejerció mientras vivió un dominio incontestable sobre el resto de los artistas, los estilos y las teorías que se sucedieron en su época y a los que toreó a capotazos mientras pasaban rozándole la taleguilla. A efectos museográficos, el MoMA neoyorquino, lo que hoy se llamaría “el gran prescriptor global”, hacía girar sobre él sus colecciones como sobre un eje. Por lo que cuenta al arte, el siglo XX era suyo, como un reino, como una competición en la que todos los demás quedan en la sombra. Sin embargo, a la fecha misma de aquel libro, incluso a la de su muerte seis años antes, ese orden de cosas ya había comenzado a ser socavado, y hoy puede decirse que de la antigua monarquía queda muy poco, por lo menos en el sentido más profundo en el que Picasso la ejerció.
Todo está preparado ahora —todo el entramado institucional del arte— para que una batería de exposiciones y convivios haga de este año 2023 el Año Picasso, en conmemoración del cincuentenario de su muerte. Pero ¿qué ha ocurrido, en realidad, en estos 50 años? Por de pronto hay mucha diferencia entre haber poseído todo un siglo y verse ahora como dueño únicamente de un año. El chiste sin embargo se queda corto en comparación con el cambio que significa su mermadísima influencia actual en el aspecto que más puede importar. Si no nos dejamos llevar por la forzosa exaltación que se avecina, veremos que Picasso fue hace tiempo derogado en ese aspecto en el que su obra representa un paradigma. La pintura de Picasso nos invita al tipo de experiencia del arte que podemos considerar específicamente moderna, es decir, aquella que, despojando a las obras de los significados literarios, morales o políticos —los mensajes, como se decía antaño— las libera simultáneamente para la plena percepción sensible, física, para el gozo y el estremecimiento. O sea, la experiencia estética. Pues bien, los 50 últimos años parecen haber servido, sobre todo, para que un nuevo imperio de los discursos y los significados haya reducido las obras a la condición de textos para ser leídos, obturando así aquel régimen moderno del cuerpo, el placer y la carne al que ningún otro artista como Picasso nos convocaba, con el hambre y la furia, además, del Barba Azul que vio en él Françoise Gilot, según escribió en sus memorias.
Su pintura nos invita a una experiencia del arte moderna, despojando a la obra de significados morales o políticos
El filósofo germano-coreano Byung-Chul Han ha escrito en uno de sus últimos libros que “lo problemático del arte actual es que tiende a comunicar una opinión preconcebida, una convicción moral o política, es decir, a transmitir información”. Y el propio Han o Robert Pfaller, gente crítica con esta inflación contenidista, han observado que “el arte que se dedica al significado es hostil al placer”. Que el arte sea amoral, como Picasso nos proponía, no quiere decir que deba ser inmoral forzosamente, sino que, en aras de ese placer y esa libertad, el juicio moral y el estético no deben ser confundidos.
Y no se trata —solamente— de que Picasso y su obra puedan resultar hoy tan vulnerables como Courbet y la suya a las cancelaciones moralizantes de nuestro mundo ofendido. Lo peor es la condición institucional de este nuevo dominio de los discursos, extendido en realidad a todas las manifestaciones culturales. Aunque la propaganda del régimen artístico contemporáneo haga alarde de su cualidad transgresora, nada puede ocultar lo sistémico de su implantación. Sólo hay que fijarse en la conmemoración de otro cincuentenario, el de los Encuentros de Pamplona de 1972, para comprobar lo oficial y gubernativo de la réplica celebrada hace nada. Y eso es, a fin de cuentas y dicho con un ejemplo, lo ocurrido en estos cincuenta años.
A mediados de los años sesenta del siglo pasado, cuando Picasso y su orden todavía parecían vigentes, la pintura, en realidad, ya había sido puesta en la picota para arrojarle todos los reproches. Los herederos pop del dadá proclamaron en París y Nueva York un nuevo estatuto comunicativo de las imágenes, del que la pintura —el arte más corporal y físico que existe— había de quedar excluida en virtud de su obsolescencia tecnológica y su condición sensorial. El argumento, por cierto, era muy parecido al utilizado en 1934 en su Arte y Estado por Ernesto Giménez Caballero (quien hizo en San Sebastián las presentaciones entre Picasso y José Antonio Primo de Rivera). Con la diferencia de que, ahora, no se trata ya de abrir un nuevo capítulo de la historia del arte, sino otra historia de nuevo cuño, que ya no podrá pivotar, por tanto, sobre el mismo eje. Por cuantos museos y centros de arte nos paseemos, veremos que los discursos —los sermones— imperan sobre aquella libre experiencia sensible. El delicado y furioso Barba Azul ha sido despojado de su reino del tiempo. Así que no sabemos cómo se las apañará la orquesta de la conmemoración para que no desafinen entre sí sus propios instrumentos.
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