Piedritas y peñascos
Ayer falló mi computadora en el momento en que ponía punto final a un trabajo medio largo. Ningún pánico, ya que todo el mundo sabe que el archivo está en algún lugar del disco y que solo se habrán perdido tres renglones
Ayer falló mi computadora en el momento en que ponía punto final a un trabajo medio largo. Ningún pánico, ya que todo el mundo sabe que el archivo está en algún lugar del disco y que solo se habrán perdido tres renglones, tan poco valiosos como el resto, por otra parte. Y, si no está en el disco, andará volando en la nube, de donde también es posible traerlo a tierra. La pantalla negra es un descanso, como si la PC supiera que, a esta altura del año en el hemisferio sur, no volvemos de las vacaciones, sino que rezamos para que el cuerpo nos permita alcanzarlas en enero, cuando los hermanos del norte se autoricen un trago más con el frío como excusa.
De todas formas, lo llamé a Pablo, el técnico, que me recordó que era miércoles, un mal día, aunque, en su caso, no sean particularmente negativos, y menos ese miércoles en cuyo transcurso había podido cumplir con todos sus compromisos y todavía le quedaba tiempo para venir a mi oficina y averiguar qué salvajada le había hecho yo al monitor. Lo primero que me dijo fue: “¿Qué le hiciste?”.
Mientras Pablo devolvía imágenes a la odiosa pantalla negra, sonó el teléfono. Era una amiga para avisarme que había salido su libro y que, por ansiedad, me lo había enviado sin escribir nada en la primera página, porque estaba afectada por un extraño, rimbombante pero inocuo capricho de las piedritas que todos llevamos dentro de los oídos y que, si se mueven, provocan mareos. Por eso no había ido a la editorial a firmar ejemplares.
Lo de las piedritas se solucionaría rápido; entonces nos tomaríamos un vino para bautizar el libro de la manera más clásica. Para evitar discusiones en ese encuentro, mi amiga me aclaró que el libro incluía poemas con temas cursis: el amor, la madre, que antes nunca se había permitido publicar. Para tranquilizar su conciencia estética, le dije: “Ahora podés permitirte lo que quieras, porque sos una gran poeta y ninguna de las dos lo sabía cuando nos conocimos”.
En los meses de aprendizajes del alemán descubrí que Kafka era tan sencillo como en las traducciones al español
En el curso de esa larga amistad, yo había estado en todas las presentaciones de los libros de mi amiga. La primera a la que fui fue también la primera de mi vida, en una pequeña librería internacional donde hojeábamos las novedades de Gallimard y la recién aparecida revista Communications. Su dueño, también francés, serio e impecable, desconfiaba de nosotros con la fundada sospecha de que nuestro objetivo allí era robar algún volumen de NRF, que nos resultaba inaccesible por otros medios más honrados.
Tal el pasado del que nos separaban más de dos décadas. Por eso, en la contratapa del nuevo libro de mi amiga se imprimió un parrafito que yo había escrito sobre ella tiempo atrás. Se completaba así esa época de descubrimientos y primeras ediciones. Mi amiga no solo me hizo descubrir la poesía de Gelman y Pavese, sino que compró, vaya usted a saber dónde, una foto en colores de Mao Zedong, en tiempos cuando esa imagen era escasa y codiciada fuera del territorio sobre el que Mao dominaba con revolución y guerra. No voy a ocultar que la foto tenía su motivo: yo me había convertido al maoísmo y leía Sobre la contradicción con la misma atención que podía prestarle a la Fenomenología del espíritu, con la incalculable ventaja de que Mao escribía para campesinos, no para filósofos ilustrados alemanes.
Pablo, mientras arreglaba mi computadora, tuvo que pasar por otra difícil prueba lingüística. Llegó, sin avisar, un amigo periodista alemán que quería conocer mi opinión sobre el peronismo, sus diferencias con el nazismo y su fuerte persistencia en la memoria política. Mi amigo y yo hablamos en alemán y Pablo quedó discriminado. Como mi alemán era muy inferior al castellano de mi visita extranjera, le sugerí que pasáramos al castellano, para no excluir a Pablo, que seguía enredado en las tretas de mi computadora. Me perdía así una de las pocas oportunidades para hablar alemán fuera de los cursos del Instituto Goethe, pero la democracia cultural debe ser respetada a raja cincha.
En esos meses de aprendizajes de la nueva lengua descubrí que en la oposición Kafka versus Thomas Mann, que Lukacs había establecido en conocidos ensayos, yo caía indefectiblemente del lado de Kafka, no por razones estéticas, sino porque Thomas Mann me resultaba imposible. Kafka era tan sencillo como en las traducciones al español. Envalentonada, pasé a Hermann Broch, también en mi segundo año de trabajoso aprendizaje, solo para volver a Kafka rápidamente. De Broch no llegaba ni hasta el final de una frase. Me hice kafkiana por obligación, no por elección. Y cuando ya me estaba acostumbrando a la idea de que el de Praga iba a ser mi único autor en alemán, de pronto, como si empezaran a desatarse unos lazos y se abriera una puerta, pude finalmente entrar a Broch y a Musil, aunque hasta hoy me acompañen los diccionarios y las traducciones al castellano para controlar los obstáculos imposibles.
De todos modos, algunos años después, escuchaba y tartamudeaba en alemán todo el día. Fue mi año en Berlín, quizás el más feliz de mi vida. Ya no había piedritas como las que mi amiga escuchaba chocar en sus oídos. Y las PC en Berlín no fallaban.
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