‘Justo antes del final’: una obra maestra de la literatura del duelo
El escritor mexicano Emiliano Monge narra la vida de su madre en una novela embargada por la enfermedad
El itinerario de novelista del mexicano Emiliano Monge es, desde su debut en 2010 con Morirse de memoria, de una infrecuente coherencia. Citaba allí como exergo unos versos de William Carlos Williams que parecen haber presidido toda su obra: “La memoria es más vívida / que la visión”, porque si la exploración del pasado como vestigio no tanto de lo acontecido como de lo experimentado ha sido una de sus fuentes de inspiración, la otra, no menos vigorosa, ha sido la observación crítica de la realidad a la que pertenece, la de México y América Latina y la del mundo actual devastado por un ecocidio imparable. Ambos ejes, la visión y la memoria, se entreveran en todas sus novelas, pero de manera singularmente brillante en la trilogía implícita que conforman El cielo árido (2012), Las tierras arrasadas (2015) —de títulos más que elocuentes— y Tejer la oscuridad (2020). De manera sucesiva, aborda el pasado, el presente y el futuro (la tercera novela se sitúa en un 2029 distópico) de los seres humanos (los cuerpos humanos habría que precisar) sometidos a una violencia que los despoja, sojuzga y aliena. En Las tierras arrasadas son los migrantes de Centroamérica a los que Monge cede la palabra a través de 80 narradores en un logrado tour de force técnico orientado a hacer confluir todas esas voces en un clamor indiferenciado. En Tejer la oscuridad, son los niños huidos de un orfanato, representados de nuevo coralmente, los que peregrinan hacia una tierra prometida donde no brille el sol que todo lo calcina, donde la oscuridad sea una esperanza.
Bastaría este tríptico para acreditar a Monge como un narrador concernido por las catástrofes del mundo en que vivimos, pero en 2018 resolvió orientar su instrumental de indagación hacia sí mismo o, más bien, hacia su esfera familiar en la non fiction novel No contar todo. De quienes no se contaba todo era de su abuelo, que fingió durante dos años estar muerto; de su padre, guerrillero y escultor, y de sí mismo, cada uno con voz propia, respectivamente, a través de unos diarios, una conversación en segunda persona y un relato de autoobjetivación. Con esa triple enunciación y un dúctil manejo del registro oral, Monge conseguía evadirse de las sirtes narcisistas de la autoficción y poner de manifiesto, amén de los secretos familiares, un tipo de masculinidad primaria y violenta. Y es con este libro con el que Justo antes del final se abraza estrechamente, porque ahora el protagonismo absoluto lo acapara la madre del escritor y de un modo tan arrollador que relega No contar todo a complemento o rama de este delicado y estremecido retrato. Pero la figura fascinante de esta madre culta, de aguda inteligencia, fajadora nata, dadora de vitalidad y afecto, pilar sustentante de todos cuantos la rodean, dice mucho también del narrador, al que une una poderosa corriente emocional y al que hace legatario de su historia desde que nació en 1947.
El narrador —vale decir, sin mucho remilgo, Monge— da un orden cronológico a su discurso, desde 1947 hasta 2016, y lo ensambla como una taracea, yuxtaponiendo el relato oral de su madre y los testimonios de su padre y sus tíos con la información del cambiante contexto histórico que él ha leído en diversas fuentes. A lo oído —la peripecia materna— y lo leído —el acontecer histórico— se suma desde 1984 (el narrador tenía seis años) su propio recuerdo, primero brumoso y poco a poco más definido. De este modo, a medida que avanza la novela, el tejido de voces y puntos de vista —complementarios pero también discrepantes— se hace más denso y matizado, y la imagen de la madre, fundadora de una escuela para niños con dificultades de aprendizaje, psicoanalista, cultora de la amistad femenina (la veracruzana, la colombiana, la ceramista, que fue algo más que amiga), se torna más mirífica y compleja.
Frente a la congestión emocional que aqueja a los hombres-machos (el huidizo padre, por ejemplo), cuya vía de descompresión es la violencia, la protagonista representa la gestión lúcida de las emociones, la solidaridad y sororidad, la ética del cuidado y la capacidad de persistencia. Monge va pergeñando esta figura sin prisa, pintándola con varias capas, dejando que la suma, sin necesidad de subrayados, dé un resultado veraz y admirable.
La enfermedad embarga toda la novela: la hereditaria de carácter autoinmune que padeció el narrador a sus dos años, el terror a la locura y su latencia, el mal de Crohn de la madre y el cáncer. Es durante las sesiones de quimioterapia cuando esta decide referir su vida a su hijo sin eludir detalles que lo azoran. Su palabra —su idiolecto— está espléndidamente elaborada, con un registro coloquial lleno de vigor y desenfado, tachonado de burlas y vocablos cultos que chocan al narrador, al que todavía maravilla la mezcla de desgarro popular y precisión léxica de su madre cuando le flaquean las fuerzas. Monge ha empujado la novela en sus últimas líneas —tres únicas frases repartidas entre 2015 y 2016— al difícil terreno de la literatura de duelo, donde los precedentes de Joan Didion, Julian Barnes y Marcos Giralt Torrente, entre otros, obligan a un sobreesfuerzo imaginativo. El de Monge, que sitúa en futuro toda la novela (lo que le dirán, lo que leerá, lo que entenderá), es muy afortunado. Nosotros entonces entendemos que la madre sea un torbellino de auroras boreales y que su ubicuidad se descomponga entre el caos y los afectos.
Justo antes del final
Random House, 2022
424 páginas. 19,90 euros
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