Un programa de radio desde la isla habitada más aislada del mundo
Laura Ferrero cierra su serie veraniega, inspirada en el listado de ‘Atlas de las islas remotas’, de la escritora Judith Schalansky, con una visita a Edimburgo de los Siete Mares
Isla de Tristán de Acuña. 37º 6′ S , 12º 17′ O
La isla habitada más remota del mundo se llama Tristán de Acuña. Al poner el pie en este territorio británico de ultramar, al visitante le sale al paso una indicación que lo reconfirma: “welcome to the remotest island”. Unos pasos más adelante, completa esta señal su contexto —porque el adverbio lejos no suele entenderse sin un “de qué”—, y así, un poste de madera indica la distancia a la que se encuentra de otros lugares del mundo. Tristán de Acuña está, pues, lejos de Londres, a 8.589 kilómetros, de Oslo, a 9.519, de Ciudad del Cabo, a 2.431, e incluso de su vecina más cercana, Santa Helena, a 2.161 kilómetros.
En la isla Tristán de Acuña no hay aeropuerto y si quisiéramos llegar hasta ahí deberíamos hacerlo en barco. Partiendo desde Ciudad del Cabo, el viaje nos llevaría siete días y, al fin, llegaríamos a su capital, que los locales llaman “el asentamiento” pero que tiene, en realidad, el nombre más evocador que quepa imaginar, un nombre digno de aparecer en un relato de aventuras: se llama Edimburgo de los Siete Mares. En la isla viven alrededor de 280 personas, descendientes de siete antepasados varones, de manera que predominan estos siete apellidos: Glass, Green, Hagan, Lavarello, Repetto, Rogers y Swain. La historia cuenta que los primeros asentamientos en la isla, descubierta por el explorador portugués Tristâo da Cunha en 1506, vienen de principios del siglo XIX. Reino Unido se anexionó este territorio en 1816 y mandó hasta ahí al escocés William Glass, con la misión de vigilar que Napoleón Bonaparte, que estaba preso en la vecina isla de Santa Elena, no se fugara. Glass llegó ahí con su mujer y sus hijos y quizás sea el suyo, ese primer apellido que inaugura la vida en esta isla.
En Tristán de Acuña hay un museo, una clínica, un café, un pub llamado Albatross una cancha de futbol, una piscina. Y pingüinos con una simpática cresta, o tupé, según se mire, que son uno de los reclamos turísticos de la isla. Patatas y langostas son dos de los productos estrella de Tristán de Acuña, territorio obligado a ingeniárselas para lograr su autosuficiencia. Existe también una estación de radio local en la que quisiera, algún día, conducir un programa, aunque solo fuera para poder decir “Buenos días desde Edimburgo de los Siete Mares, son las diez de la mañana”.
Pero permítanme por unos segundos que sueñe con ese programa que probablemente nunca tendré. Vaya por delante que no cabría en él ni política o economía, ni sesudos análisis de actualidad o bienintencionados consejos para salir de la zona de confort, que es donde ocurre la magia, según cuentan algunos libros de autoayuda. Entonces, ¿de qué hablaría?
Una de las principales actividades económicas de Tristán de Acuña es la venta de postales y sellos. Varias veces al año, la oficina postal publica distintas series de sellos que son distribuidos por correo a coleccionistas de alrededor del mundo. Internet, renqueante, ha llegado hasta la isla, pero lo ha hecho tímidamente, a una velocidad que no permite Netflix ni YouTube. Imagino entonces que en Tristán de Acuña no habrá desaparecido esa noble costumbre de la espera, de ver llegar al cartero y desear, pensar, esta vez sí o quizás, si no es hoy será mañana. Este, me digo, podría ser el primer tema para un hipotético programa de radio, no la nostalgia por lo analógico, sino la nostalgia de esa sensación de releer una y otra vez esa misma carta hasta memorizar todos los detalles. Lo epistolar es un género de la imaginación en el que inventamos al otro sin la obligatoriedad del doble check, o la angustia de que lo dejen a uno en leído. Tal vez, en Tristán de Acuña, exista aún esa vieja y necesaria opción de perderse, de estar siempre fuera de cobertura, porque la cobertura simplemente es un concepto que no existe.
Pensaba, por último, que en ese hipotético programa de radio desde Edimburgo de los Siete Mares, querría contar con una única tertuliana que es mi ahijada, de cuatro años, que me enseñó, el otro día, en una playa cerca de Barcelona, lo que es una isla. Fue después de que llegara ilusionada hasta mi toalla, llenándola como siempre de arena, anunciando que había descubierto una isla muy lejana. No sabe de mi obsesión por las islas, o eso creo, así que la seguí intrigada. Cogí el cubo, la pala y el rastrillo, también los miembros mayores del clan de Peppa Pig y ella se llevó al de siempre, a George, al más pequeño, encerrado en su puño. Porque chorsh, así lo pronuncia ella, aún no sabe nadar y puede perderse.
Resultó que la isla era una roca en medio de la orilla, una roca que no se levantaba más de dos palmos sobre la arena y ahí, cada uno de los muñecos ocupó sus posiciones. Dejamos a Mamá Pig, a Papá Pig y a Peppa Pig recostados sobre distintos montículos y mi ahijada me pidió que nos fuéramos un poco más adentro, donde unas rocas llenas del verdín de las algas hacían las veces de montaña, que quería enseñarle al pequeño del clan. La aventura duró apenas unos segundos porque enseguida me comunicó que George quería bucear y acto seguido, regresar veloz a la isla, en ese mundo de la infancia donde una acción se simultanea con la siguiente sin que medie entre ellas nada más que la curiosidad.
Ya en la toalla, le conté a su madre que habíamos ido hasta la roca y mi ahijada me miró perpleja, casi decepcionada. “Es una isla” dijo. Y repetí, para su tranquilidad, exactamente eso: “Sí, sí, también es una isla”. Porque es bien cierto, aunque tuvo que recordármelo mi tertuliana, que todo puede ser una isla. Más tarde, Lola, que así se llama mi ahijada, se quedó dormida bajo la sombrilla y vi, aprisionado en su puño, a su protegido, al pequeño de la familia Pig y me pregunté cuándo ocurre que los niños aprenden eso, a soltar el miedo a perderse, si es que ocurre alguna vez, pero eso ya es, supongo, algo que deberemos tratar en la radio. Y decidí, custodiando a Lola y mirando hacia la monótona línea del horizonte, que era ahí, donde debía terminar esta exploración inspirada en Atlas de las islas remotas, de Judith Schalansky, frente a ese horizonte al que siempre estamos deseando llegar y que contiene cada una de las islas, no solo las reales sino también las más importantes: las imaginarias.
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