Ralph Waldo Emerson, un pagano en la corte del Tío Sam y pionero de la ecofilosofía
Los ‘Ensayos’ son probablemente la obra más relevante de la historia cultural de los Estados Unidos
La naturaleza es el espejo del alma. La idea es pagana y Emerson la implanta en una América naciente, puritana, esforzada y salvaje. América es un inmenso poema, con sus negros y sus indios, con sus negocios en el Norte y sus plantaciones en el Sur, con su indómito far west que concluye (eso dicen) en el mar. En América los cielos son más altos. Nietzsche declaró que de nadie se había sentido tan próximo como de Emerson. Borges, que Whitman y Poe, fundadores de sectas, habían oscurecido su gloria y que eran inferiores a él. La filosofía de Emerson es fantástica y, el destino humano, trágico, “porque somos, irreparablemente, individuos, cortados por el tiempo y por el espacio. Y nada hay más lisonjero que una fe que declara que todo hombre es todos los hombres y que no hay nadie que no sea el universo”. Fue un ensayista de poderosa imaginación, capaz de reconocer la majestad forastera (ideas que fuimos y rechazamos), y un generoso lector de persas, griegos e hindúes. Artífice oracular de sentencias y compañero solidario que impulsó la carrera de Whitman y Thoreau. Un modelo de ciudadano, libre y excepcional, en una América en gestación.
Emerson insistió en obrar desde uno mismo, sin miedo a equivocarse, en buscar en lo genuino de la personalidad. La magia ocurría cuando (recordemos, el universo es el espejo del alma), el mundo entero se apresuraba a ser de nuestra opinión, a asumirla con gusto. Una simpatía profunda que permite que sujeto y objeto se pongan de acuerdo. Al fin y al cabo, no vemos el mundo como supuestamente es (no es de ninguna manera particular), sino como supuestamente somos. Como decía Leibniz, la realidad siempre asiente a lo que afirmemos de ella. El violento ve violencia, el solitario soledad, el eufórico pasión, el contemplativo quietud. ¿En qué mundo quieres vivir?, parece preguntarnos Emerson. Esa es la magia de la intención, el secreto de la inteligencia de la vida, algo que entenderán muy bien fenomenólogos y cuánticos.
Emerson no fue un profeta que conociera los secretos del universo. Tampoco fue un filósofo, aunque John Dewey lo llamara “el filósofo de América”. Su influencia no está en sus ideas, sino en su temperamento
Quienes lo conocieron, amigos, vecinos, admiradores, recuerdan el candor, la pureza y la serenidad que trasmitía. El magnetismo de su personalidad fue un factor clave para la recepción de unas ideas, paganas, que de otro modo nunca hubieran sido aceptadas en los ambientes puritanos de Nueva Inglaterra. Había algo en su actitud que hacía sospechar que estaba en comunicación directa con los mundos superiores. Pero Emerson no fue un profeta que conociera los secretos del universo. Tampoco fue un filósofo, aunque John Dewey lo llamara “el filósofo de América”. Su influencia no está en sus ideas, sino en su temperamento. Santayana acierta en el diagnóstico. “Sin protestar contra la tradición, la eludía sonriente en sus pensamientos, indomables en su calma irresponsabilidad. Volaba a sus bosques o a sus jardines tupidos para ser el creador de sus propios mundos en soledad y libertad”. Cuando envejeció no había llegado a ninguna conclusión ni tenía una doctrina que trasmitir a la posteridad. Dejó el testimonio de su inspiración y su capacidad para inspirar a otros. No intentó articular una filosofía. Su instinto poético evitó que la violencia del sistema cayera sobre su inspiración.
El último puritano
Emerson nace en 1803 en Boston. Desciende de una estirpe de clérigos puritanos. En 1811 muere su padre, el reverendo unitario William Emerson. Los hermanos quedan a cargo de su madre y de su tía Mary Moody. Conocen periodos de extrema precariedad y hambre. Tía Moody se encarga de su educación, le proporciona libros, es una mujer extravagante que duerme en una cama con forma de ataúd y no viaja sin su mortaja. El muchacho ve en ella la encarnación del ángel exterminador. Le enseña los peligros de la riqueza y el derecho inalienable a juzgar por uno mismo, desde la política al texto más sagrado. El muchacho lee sus cartas y sus diarios y al abrigo de ellos empieza a escribir sus primeros poemas. La independencia de Moody será un modelo para su trayectoria intelectual. Ciertos estados y epifanías exigen un reajuste de la percepción. Observar en uno mismo la indivisa divinidad, el engranaje del amor y la modificación de la muerte. Convertir al parásito en invitado y poner en suspenso lo que dicen del mundo. En 1820 comienza a escribir su propio diario, que no abandonará en cincuenta años. Los cuadernos de Emerson son tan jugosos como los Notebooks de Coleridge, al que imita. Su primer ensayo lo dedica al carácter de Sócrates. El carácter, como la libertad o la excepcionalidad americana, será un tema sobre el que vuelva una y otra vez.
El joven se costea sus estudios con clases particulares. Tras graduarse en Harvard, se incorpora a la escuela femenina que ha fundado su hermano, mientras se debate entre la vida religiosa y la de escritor. Para no decepcionar a su madre, ingresa en la facultad de Teología y con 24 años es nombrado ministro de la Segunda Iglesia de Boston. Será pastor unitario durante cuatro años. De un cuáquero extrae la doctrina de la compensación y de un labrador la idea de que “siempre estamos orando” (un asunto central de la Bhagavadgītā). Ese será el tema de su primer sermón. Otro lo dedicará a cómo la eternidad depende del tiempo (Dios de las criaturas). Lee a Victor Cousin y a Rousseau. Se compromete con Ellen, una joven enferma de tuberculosis, y se casa con ella en el otoño de 1829. Sus intereses empiezan a desplazarse de la teología a la ciencia. Dos años después muere su mujer. Visita su tumba y abre el ataúd. Anota en su diario la ambigüedad de sus sentimientos. Empieza a manifestar dudas sobre su vocación religiosa. Expone sus objeciones a los ritos, la doctrina de los milagros y la figura histórica de Jesús. Abandona la iglesia y parte de viaje hacia Europa. Le deslumbra París, asiste a una misa católica en el Vaticano y en Londres conoce a Stuart Mill y a los románticos ingleses Coleridge y Wordsworth. El mundo es un gran poema. En Inglaterra se siente escritor. Platón, Plutarco y Montaigne son sus guías.
A su regreso recibe la herencia de su difunta esposa y se traslada con su madre a Concord. Con 33 años conoce a Asia, Lydia Jackson. Contrae matrimonio y compra la casa en la que vivirá hasta su muerte. Funda el Club Trascendentalista con la escritora Margaret Fuller. Su hermano muere también de tuberculosis. Publica de forma anónima su primer libro, Naturaleza, donde invita a los lectores a crear su propio mundo y propone una relación original con el universo. Nace su hijo Waldo. Pronuncia la conferencia The American Scholar, que se convertirá en la declaración de independencia intelectual de los Estados Unidos frente a la influencia británica y europea. Se aleja del mundo académico y del eclesiástico (entonces muy unidos) y emprende una carrera de escritor, ensayista y conferenciante. Funda la revista The Dial, que dirige durante dos años, para difundir el nuevo romanticismo americano. Publica la primera colección de sus conferencias, que titula, siguiendo a Montaigne, Ensayos (Cátedra). Se posiciona contra la esclavitud y en defensa de los indios navajos. En 1850 publica Hombres representativos, hombres de genio que son como textos sagrados (y los de talento meros comentarios o glosas), que crean nuevos modos de aproximarse a la realidad que derivan en las instituciones que hacen avanzar al mundo. Y en 1860, su última gran obra, La conducta de la vida (Pre-Textos), que es al mismo tiempo confesión y compendio de sus ideales. El naturalismo juvenil ha dado paso a una posición más realista. Aborda cuestiones como la guerra civil, la esclavitud y el pragmatismo. La nación no está para romanticismos. La excepción americana, el hecho de ser un país entre salvaje y civilizado, exige combinar el individualismo radical con una fuerte cohesión social que permita sacar adelante un proyecto político y económico.
La virtud no es, para Emerson, la adhesión a un código moral, ni siquiera el hábito de obrar bien o cumplir con los preceptos. La virtud es la capacidad de sintonizar con la armonía cósmica
Los Ensayos de Emerson son probablemente la obra más relevante de la historia cultural de los Estados Unidos. Una obra fundacional donde asoma el carácter de una nación que empieza a pensar por sí misma. La terminología religiosa sigue presente, pero va dando paso a una visión más secular y distante de lo religioso. Las emociones, la inteligencia y la naturaleza sustituyen a la fe, el sacrificio y el pecado. En ese distanciamiento respecto al puritanismo profundizarán Nathaniel Hawthorne y Herman Melville. La experiencia individual y la propia visión de las cosas adquiere mayor importancia. Insta a prestar atención a los hechos como símbolos de una armonía universal. Todo el mundo natural está etificado y sigue la secreta ley de la compensación. “En la naturaleza todo es útil y todo es bello porque está vivo. La belleza no acude a la llamada de las leyes, llega sin anunciarse y crece a los pies de los valientes y nobles”. La virtud no es, para Emerson, la adhesión a un código moral, ni siquiera el hábito de obrar bien o cumplir con los preceptos. La virtud es la capacidad de sintonizar con la armonía cósmica.
En 1838 Emerson pronuncia el célebre discurso de Harvard, dirigido a los jóvenes egresados de la Facultad de Teología. Allí dice cosas contundentes contra los clérigos, los sermones y los oficios religiosos. La fe, en manos de los sacerdotes, ha perdido su fuerza. El rito se ha convertido en una formalidad seca y hueca, las viejas creencias puritanas desfallecen. “Ausentarse de las misas empieza a ser síntoma de carácter y religiosidad. Los domingos parece un pecado ir a la iglesia”. Sus palabras recuerdan las más recientes de Pánikkar: La forma actual de religiosidad es el ateísmo. Y exhorta a los estudiantes a amar lo divino sin intermediarios, en la luz del alba y el canto de los pájaros, a buscar la belleza que arrebató a las almas orientales en la canción silenciosa de las estrellas. Contemplándolas se advierte que el mundo es espejo del alma y el deber lo mismo que la ciencia, la belleza o el goce. Los bardos son los amigos de la virtud. Las autoridades de Harvard, en su mayoría clérigos, se sienten insultadas y su cristianismo atacado. La presencia de Emerson en la universidad será vetada durante 30 años.
Ese mismo año conoce a Thoreau y un año después nace su hija Ellen. Pronuncia su último sermón en Concord y, a partir de entonces, se centrará en sus diarios, conferencias y libros. Los primeros serán el manantial que alimenta a los otros dos. Se considera un ensayista, un experimentador, como su admirado Montaigne. Rechaza públicamente la esclavitud y el confinamiento de los indios. “Quien hace su propio trabajo libera a un esclavo”. En 1842 muere su hijo Waldo. Anota en su diario: “lo único que enseña el dolor es lo superficial que resulta”. The Dial dedica varios números a la etnografía de la religión anticipando la disciplina de las ciencias de las religiones que un siglo después consolidará Eliade en Chicago. Traduce La vita nouva de Dante y compra una parcela junto a la laguna de Walden. Anima a Thoreau a emprender su experiencia en el bosque. Se opone a la guerra con México y a la anexión de Texas a la Unión. Descubre la poesía persa a través del místico sufí Hafiz, que se ríe de todas las grandezas. “¿Qué es el sol o la luna frente al lunar o las cejas de mi amada?” Incrementa su actividad como conferenciante. Viaja a Inglaterra. Conoce la tiranía del comercio. De regreso, lamenta no haber dedicado más energías a la lucha contra la esclavitud. Pero siente que tiene otros esclavos que liberar, gentes aprisionadas por viejas metáforas y formas de vida, apartados del cielo de la invención y el instinto. Participa en la conferencia por los Derechos de la Mujer en Boston. En 1857 anota lacónicamente en su diario: “creo haber llegado al final de mi pensamiento”. En 1861 estalla la guerra civil y anima a sus lectores y oyentes a convertirse en vigilantes de la república. Tras el asesinato de Lincoln se refiere al dirigente como el “verdadero representante de América”. En 1866 Harvard lo nombra Doctor Honoris Causa. Poco después visita a los sioux en Minnesota. No sabe dejar de trabajar y empieza a sufrir lapsus de memoria. Su salud se deteriora. En 1872 se incendia su casa. Amigos y admiradores hacen una colecta para reconstruirla. Tras un último viaje por Inglaterra y Egipto, reúne en un libro una selección de sus poemas. En 1875 abandona su diario. En una de sus últimas anotaciones puede leerse: “Ningún hecho tan importante en la historia de la inteligencia como la teología india, que enseña que la beatitud o bien supremo puede obtenerse por la ciencia, a saber, por la percepción de lo real y lo irreal”. Y, poco antes de morir, una última reflexión: “Lo que vemos es lo que creamos. Todas nuestras percepciones, todos nuestros deseos son creaciones. Hay un destino de la percepción”.
La Naturaleza viste los colores del espíritu
Su libro primero, Naturaleza (Nørdicalibros), publicado anónimamente, quiere oler a pinos y resonar con el zumbido de los insectos. El alma contradice la experiencia del espacio y el tiempo, es capaz de abolirlos. “El tiempo y el espacio no son sino medidas inversas de la fuerza del alma”. Y cita un verso del Caín de Byron, donde el espíritu juega con el tiempo: Puede apiñar la eternidad en una hora /o extender una hora hasta la eternidad. La naturaleza mágica y sus flujos nos rodean y atraviesan. En ella se proyecta el misterio del alma. Ese vínculo permite establecer una relación genuina con el universo. “El sol ilumina sólo el ojo del hombre, pero brilla en el ojo y en el corazón del niño”. La naturaleza es un escenario que se adapta por igual a una pieza cómica o triste. Tiene la virtud de adaptarse al tono con el que nos dirigimos a ella. Una idea muy cuántica que desarrollará un siglo después Niels Bohr. Además, la naturaleza es una gran educadora. Su amante debe ser capaz de armonizar los sentidos internos con los externos. “En los bosques, el hombre se desprende de los años, es un niño, un joven perpetuo… Allí se siente que nada puede pasarnos, ninguna desgracia o calamidad. Me convierto en una pupila trasparente, no soy nada, lo veo todo; las corrientes del ser universal circulan a través de mí; soy una partícula de Dios”. Esa relación íntima hace que las demás palidezcan. El amigo íntimo parece extraño o accidental, también los familiares, el amo o el criado. Todas las relaciones sociales quedan en suspenso ante la simpatía que destila el mundo vegetal. Las ramas ondulan, los árboles nos saludan.
La naturaleza no sólo satisface nuestra necesidad de belleza, también es una gran educadora. El cielo, la montaña, el árbol, la bellota, la uva, la garra del león, la serpiente, las largas hileras de nubes, son todos ellos motivos de contemplación y júbilo. El ojo es el mejor artista. No necesita de pinceles ni de violines. “La luz es el primer motor. No hay objeto tan sucio que una luz intensa no haga hermoso”. La naturaleza es herencia y dote de cada criatura. No sabemos por qué buscamos la belleza, pero es un hecho que lo hacemos. La belleza es la expresión del universo. Y, de un modo muy platónico, afirma: verdad, bien y belleza son aspectos del todo. La naturaleza es el símbolo del espíritu. “Todo hecho natural es un símbolo de un hecho espiritual. Toda apariencia en la naturaleza corresponde a un estado de ánimo”. Esta última idea es muy budista. “El hombre enfurecido es un león, el astuto un zorro, el constante una roca, el cultivado una antorcha”. Somos forjadores de analogías, cartógrafos de correspondencias. En sí mismos, los hechos naturales carecen de valor, son estériles, como un solo sexo. “Casadlos con la historia humana y se llenarán de vida”. Cuando se les añade el observador (una conciencia atenta), tenemos el panorama completo. La física se traduce entonces en ética. Pero no en una moral o código de reglas, en una ética de la atención.
No hay idealismo en su postura. El espíritu no crea la naturaleza, sino que la muestra en cada uno de los seres. Todo ello anticipa la ecofilosofía
La naturaleza es una disciplina. Ya lo dijimos: nos educa. Enseña a distinguir la materia del espíritu, la apariencia del ser. Los dos mantienen un diálogo constante. “Todo proceso natural es la versión de una sentencia moral. Todas las cosas con las que tratamos nos predican. Una granja es un evangelio mudo. El ganado, el trigo, las malas hierbas, el tizón, la lluvia, los insectos y el sol son emblemas sagrados”. Trasmiten el significado inefable pero inteligible del mundo. La naturaleza es nuestra escuela y conspira con el espíritu para emanciparnos, para hacernos cómplices de la diferencia entre el espectador y el espectáculo. Ante ella, el verdadero poeta y el verdadero filósofo (el que busca la belleza y el que busca la verdad), son uno. Emerson advierte del peligro gnóstico de menospreciar la naturaleza. La naturaleza es tan real como el espíritu. El filósofo de Concord es feliz en su devoción a la naturaleza. “Respiro y vivo en el día cálido como el maíz y los melones”. No hay idealismo en su postura. El espíritu no crea la naturaleza, sino que la muestra en cada uno de los seres. Todo ello anticipa la ecofilosofía. Cuando degeneramos, cuando nos embrutecemos o nos volvemos egoístas, como personas o como civilización, somos extranjeros en la naturaleza. No entendemos las notas de los pájaros, el zorro y el ciervo huyen de nosotros, el oso y el tigre nos atacan. La ciencia mal entendida es capaz de nublarnos la vista. Queda mucho por aprender en nuestra relación con la naturaleza. “Un sueño puede acercarnos más a ella que cien experimentos de laboratorio”. Hace falta una nueva mirada sobre el mundo.
La historia y los viajes
Toda la historia existe en un solo ser humano, del mismo modo que un millar de bosques duermen en una bellota. Egipto, Grecia y Roma yacen plegados en el primer hombre. Hay una relación entre las horas de nuestra vida y los siglos de la historia. Cada nuevo ser humano no es sino una nueva encarnación de la mente universal. “Toda revolución fue una vez un pensamiento que cruzó en la mente de una persona, cuando ese pensamiento se le ocurrió a una segunda personase abrió una nueva era”. Es la naturaleza universal la que confiere valor a los individuos particulares. El amor emana de la naturaleza, en el río que fluye y en el campo de maíz, en las montañas y las luces del firmamento. “El instinto de la mente, que es el propósito de la naturaleza, se revela en el uso que hacemos de las narraciones cardinales de la historia”. Emerson tiene vocación etnográfica. “Creo en la Eternidad. Soy capaz de encontrar en mi intelecto a Grecia, Asia, Italia, España, todo el genio y toda la creatividad de todas las épocas”. Es también un relacionista, que conoce el valor de las metáforas. “La diferencia entre los individuos reside en sus respectivos principios asociativos”. Y un pagano: “Para el poeta, el filósofo y el santo, todas las cosas son afables y sagradas, todos los sucesos beneficiosos, todos los días sagrados, todos los individuos divinos”. Es como un niño “que juega con las barbas canosas de las iglesias”. Hay un individuo en cada mosca, oruga, larva o huevo. La naturaleza es una nube cambiante que, pese a ser siempre igual, nunca es la misma. El átomo o la partícula son mudables como la nube. Viven completamente hacia afuera, sin centro. O mejor, su centro no es físico.
La mente del poeta es el auténtico poema. “Me dijo un pintor: nadie puede dibujar un árbol sin, en cierto modo, convertirse en él”. Las catedrales son bosques. “Cuando un pensamiento de Platón se convierte en un pensamiento mío, el tiempo deja de existir”. Prometeo es el Jesucristo de los griegos, el aliado de la humanidad, el que se planta ante la injusticia del Padre Eterno. Emerson ha leído a Coleridge. Distingue entre fantasía e imaginación, la primera es caprichosa, la segunda objetiva. Toda criatura es un ser humano que actúa y reposa. “La trasmigración de las almas no es ninguna fábula. Cada animal de corral, de campo, de bosque o del subsuelo se las ha arreglado para dejar la huella de sus rasgos en uno de los animales que caminan erguidos por la superficie. Hermano, tienes que detener la caída de tu alma hacia las formas en las que ya ha habitado”. Nuestra vida se entremezcla con toda la cadena de seres, orgánicos e inorgánicos. “El indio nativo, el niño o el hijo de un campesino analfabeto están más próximos a la luz bajo la que hay que leer la naturaleza que el patólogo o el erudito”. La historia ha dejado de ser un libro aburrido, avanza encarnada en cada individuo. “La historia hay que leerla a la luz de la mente universal y la naturaleza, que es su correlato”.
En horas viriles sentimos que el sabio debe quedarse en casa. Viajar es el paraíso del necio. Lleva ruinas a las ruinas
Respecto a los viajes, mejor quedarse en casa. Aunque el mundo sea ancho, es preferible dedicarse al trozo de tierra que nos ha tocado cultivar. En horas viriles sentimos que el sabio debe quedarse en casa. Viajar es el paraíso del necio. Lleva ruinas a las ruinas. “Hago la maleta, abrazo a mis amigos, me embarco y, al fin, me despierto en Nápoles, y allí está junto a mí el hecho severo, el triste ser, implacable, idéntico, del que había huido. Busco el Vaticano y los palacios. Finjo embriagarme con vistas y sugestiones, pero no me embriago. Mi gigante va conmigo dondequiera que vaya”. Nuestro sistema educativo promueve la inquietud. El intelecto es vagabundo, La mente viaja cuando el cuerpo se queda en casa. Imitamos torpemente la itinerancia de la mente. El indígena no viaja. Tampoco el brahmán. “El hombre blanco ha perdido su fuerza aborigen”. Mejor bucear dentro de sí. Liberar la fuerza sagrada que alberga el cuerpo.
La confianza en uno mismo
Emerson elogia, como hará Nietzsche, la independencia, la espontaneidad y el hábito del pensamiento intuitivo. Hay un poder secreto en esa estrella, sin paralaje, sin elementos calculables, que se burla de la ciencia, que emite un rayo de belleza sobre lo cotidiano, sobre una realidad trivial e impura. En las relaciones entre el alma y el espíritu, es profanación buscar intermediarios. “La génesis y maduración de un planeta, su peso y su órbita, los árboles inclinados por el temporal, irguiéndose de nuevo; los recursos vitales de todo animal y de toda planta, son demostraciones del alma que se basta a sí misma y, por consiguiente, confía en sí misma”. El espíritu es el centro de la naturaleza. No hay techo ni biombo entre nuestras cabezas y los cielos infinitos. Lo divino entra sin llamar. “Quedan abolidos los muros. Tenemos abierto un lado a las profundidades y otro a los atributos divinos. Vemos y conocemos la Justicia, el Amor, la Libertad, el Poder. Ninguna persona llegó a dominarlos, por el contrario, ellos nos dominan…”. Cuando se apela al número, la religión no existe. Pero siempre es posible el dulce pensamiento de que lo divino nos envuelve. Entonces ya no hay nada de lo que preocuparse.
Un ejemplo de esa confianza innata lo tenemos en el niño. La infancia no se conforma a nadie, todo se conforma a ella. El joven desdeña decir o hacer nada conciliador. Es independiente, irresponsable, pone la vista en las personas y las juzga de manera rápida y sumaria. No se molesta por las consecuencias ni por los intereses. Esa es la actitud que propone Emerson para el adulto. Nada es sagrado salvo la integridad de la propia mente. La gran personalidad es aquella que, en medio de la multitud, “mantiene con perfecta dulzura la independencia de la soledad”. Esa actitud tiene que ver poco o nada con la coherencia. El alma grande carece de ella. “Decir lo que pensáis ahora con palabras duras, y decir mañana lo que pensáis con palabras duras de nuevo, aunque contradigan las de hoy”. La virtud y el vicio emite un hálito a cada momento. Ser grande es ser malentendido. “Una navegación es una línea quebrada de cien bordadas. Mirad la línea desde una distancia suficiente y veréis cómo se endereza”.
Emerson insiste, de un modo pitagórico, en que la virtud no es un asunto moral, sino de sintonía. Es la capacidad de armonizarse con el mundo, de escuchar la música secreta del cosmos y respirar al unísono con la naturaleza. “El sentido del ser que en las horas tranquilas surge del alma no es diverso de las cosas, del espacio, de la luz, del tiempo, del hombre, sino uno con ellos, y procede obviamente de la misma fuente”. Habla, sin mencionarlo, del noûs de Anaxágoras. Hay una inteligencia común. Cada persona es una entrada a esa inteligencia. Vivimos inmersos “en el seno de una inmensa inteligencia que nos hace receptores de su verdad y órganos de su actividad. Cuando discernimos la justicia, cuando discernimos la verdad, no hacemos nada por nosotros mismos, sino que permitimos que pasen sus rayos”. La propuesta es afín al ideal de la mente diáfana de la tradición india. Emerson conoce la Bhagavadgītā, que cita en diversas ocasiones, y sintoniza con el paganismo hindú. Frente a esas percepciones, la voluntad no es sino ensoñación ociosa y vagabunda. “La percepción no es caprichosa sino fatal. Si veo un rasgo, mis hijos lo verán después y, con el tiempo, toda la humanidad, aunque puede ocurrir que no lo vea más que yo, pues mi percepción es un hecho tan firme como el sol”. La mente debe aprender a ser sencilla para recibir la luz divina. Entonces caen los viejos profesores, los viejos textos, y los viejos templos. Toda la vieja fraseología pierde su sentido. “¿Es la bellota mejor que el roble que es su plenitud y compleción? ¿De dónde viene pues esa adoración al pasado? Los siglos conspiran contra la cordura y autoridad del alma”. Y, siguiendo a Berkeley, afirma: “el tiempo y el espacio no son sino colores fisiológicos que compone el ojo”. Y siguiendo a los sufíes: “el alma es la luz; donde está, es de día; dónde ha estado, es de noche; y la historia es una impertinencia y una ofensa”.
Nos hemos vuelto timoratos, quejosos, desalentados. Frente a la percepción, la esperanza es inferior. Su deseo nos priva del amor. También el discurso. Emerson prefiere la iglesia silenciosa al sermón. El alma que confía en sí misma debe tener la autosuficiencia del planeta, atender a su fuego interno, mantener su equilibrio y su órbita, asombrar a la chusma entrometida, desafiar a las instituciones. Toda mente nueva es una nueva clasificación. Esas instituciones no son sólo las universitarias, también las eclesiásticas. “Los rezos de petición son una enfermedad de la voluntad, los credos una enfermedad del intelecto”. Los conocimientos de botánica impiden ver el bosque, el mapa la ciudad. Toda clasificación esconde dos cosas: el individuo que la crea, y los presupuestos que utiliza. Desaparecidos ambos, el conocimiento espurio que se hace pasar por verdadero. La mente desequilibrada idolatra las clasificaciones, las convierten en un fin en sí mismas. Ignoran, en su estrechez, que la experiencia las desmiente.
La poesía es la ciencia de lo real
Para una mente centrada nada significan las muchas invenciones mecánicas. Aunque añadáis millones y cada vez más sorprendentes, el hecho de la mecánica no habrá ganado un ápice de peso. El hecho espiritual permanece inalterable.
El poeta
Los ojos son meteoros, estrellas fugaces, que hienden las tinieblas, que animan la danza de la naturaleza, hasta que se apagan y ceden su puesto a otros ojos. Bardos olímpicos que cantan lo divino y nos encuentran siempre jóvenes. Como en el mundo védico, para Emerson el poeta es aquel que se deja atravesar por la voz original y la trasmite. Es aquel que escucha (en lugar de ver), el mensaje del origen. El poeta, además, es un niño travieso y salvajemente sabio. Lista sus favoritos, todos ellos paganos, salvo uno. Orfeo, Empédocles, Heráclito, Platón, Plutarco y Dante. No somos sartenes o cerillas, sino hijos del fuego, hechos por él. Somos lo divino trasmutado. Ese es el río ígneo del tiempo y sus criaturas (intrínsecamente ideales y bellas). El hallazgo del poeta, la conversación íntima que mantienen con la naturaleza, arrastrará tarde o temprano a las gentes, necesitadas siempre de expresión, de amor a la belleza, el bien y la verdad. Emerson es un platónico desaforado, pero del Platón más pagano, ese que heredarán Plotino, Plutarco y Proclo. El poeta representa la belleza, pero la belleza, en último término, es también verdad y bondad. “La belleza es la creadora del universo”. Ciertas personas son enviadas al mundo con el poder de la expresión. Las palabras de Homero son tan valiosas como las hazañas de Aquiles. El poeta escribe aquello de lo que hablarán los hombres. Perfila así el curso de la historia y las historias. El poeta genuino tiene un oído delicado, sabe escuchar al viento (en esas regiones donde el aire es música) y componer los cantos de las naciones. Las religiones del mundo son la expresión de unos cuantos genios imaginativos. Hijo de la música, el poeta es el que anuncia lo que nadie ha predicho. Es el protagonista secreto de toda cronología. “Lo que compone un poema no son metros, sino un argumento metrificador, un pensamiento tan apasionado y vivo que, como el espíritu de una planta o un animal, tiene una arquitectura propia y adorna la naturaleza con algo nuevo. El pensamiento y la forma son iguales en el orden del tiempo, pero, en el orden de la génesis, el pensamiento es anterior a la forma.” El secreto del mundo es profundo. Los cuerpos son símbolos, pero no sabemos quién será su intérprete. La naturaleza es un símbolo, en su conjunto y en cada una de sus partes. Toda forma es un efecto del carácter, toda condición, de la cualidad. “Las gentes creen que odian la música y la poesía, ¡pero todos son poetas y músicos!”. El universo es el espejo del alma, su exteriorización. “Tratamos sensualmente la tierra y los cuerpos celestes, la física, la química, como si fueran existentes por sí mismos, pero son la retina de ese ser que tenemos.”
Emerson volverá una y otra vez sobre la misma idea. La naturaleza está etificada, responde a un poder moral. En sus reflexiones sobre la naturaleza y sobre el concepto de la compensación, nueva versión del mecanismo autorregulador del karma. “Si algún fenómeno permanece bruto y oscuro, se debe a que la facultad correspondiente en el observador aún no está activa”. Somos símbolos y habitamos en símbolos. Esa es la verdadera ciencia. De ahí que el intérprete de los símbolos, el humanista, sea más decisivo que el físico o el químico, que se mueven en una literalidad ficticia, en un mundo de señales cuyo significado desconocen.
Los poetas son liberadores. Su magia es la magia de la libertad. Los bardos aman el vino y las sustancias psicoactivas: hidromiel, opio, peyote o ayahuasca, todos ellos elixires que amplían el espectro de las percepciones
Los poetas son liberadores. Su magia es la magia de la libertad. Los bardos aman el vino y las sustancias psicoactivas: hidromiel, opio, peyote o ayahuasca, todos ellos elixires que amplían el espectro de las percepciones. También la danza, el teatro, la música, el sexo, los viajes y la guerra. Pero en la naturaleza, como en la montaña, no hay atajos. El espíritu no acude a los hechizos del opio o del vino. El viejo puritano resurge aquí: “La visión sublime viene al alma pura y sencilla en un cuerpo limpio y casto. Lo que debemos a los narcóticos no es una inspiración, sino una falsificación de la excitación y furia”. Milton lo dice, el poeta lírico puede condescender con el vino, pero el que canta a los dioses y su descenso debe beber agua en un cuenco de madera. Su don es solar, no lunar. El que llena su mente de moda y codicia, de vino y café, no es capaz de sentir el magnetismo de las pinadas.
El mundo es real, también el espíritu. Ambos se buscan, se atraen. Juntos crean. Para algunas filosofías indias sólo el espíritu es real y la naturaleza, una ilusión. Emerson (como este cronista), prefiere que la naturaleza conserve su realidad. Se trata, como todas las cuestiones importantes, de una cuestión estética, que nos sitúa en un universo más creativo e inspirador.
Círculos
La vida son círculos. “El ojo es el primer círculo, el horizonte que forma el segundo”. Por todos lados hay círculos. El círculo es el emblema supremo de la naturaleza. El círculo hermenéutico es el más decisivo para el pensamiento. Podemos ir del todo a las partes o de las partes al todo, pero sin recorrer ambos caminos, cualquier interpretación que hagamos quedará tuerta, sin perspectiva. Salir del círculo es una aspiración legítima. Abandonar el disco rayado del entendimiento. La vida consiste en aprender que alrededor de cada círculo se dibuja otro. Y que no hay fin en esta serie de círculos concéntricos, ya sea hacia dentro o hacia afuera. De ahí que el racionalismo sea violento, imperial y, en definitiva, falso. Vivimos entre infinitos y el infinito, como el color o la música, es irracional.
Lo mejor es enemigo de lo bueno. La prudencia exagerada es imprudente. La obsesión por el control crea nuevos peligros. En la naturaleza no hay fijaciones. El mundo es fluido y volátil. Lo que construye es siempre superior a lo construido. Cada vida es un círculo que se despliega a sí mismo. El alma estalla sobre sus límites y expande su órbita. Esto se aplica también a las leyes. Toda ley general es sólo un hecho particular de una ley más amplia. Además, no hay límite exterior ni muro que cierre estas circunferencias. Cada persona es una profecía expansiva. Por eso nunca puede ser plenamente comprendida, porque está en expansión. ¿Cómo apoderarse o definir lo que no está quieto? Siempre hay algo nuevo que brota, que impulsa la ampliación del círculo. Esa visión pagana y circular es, además, un flujo de bondad. “La naturaleza es el rápido flujo de la bondad que se ejecuta y organiza a sí misma”. Cuando un poeta enciende una nueva luz, nos emancipa del círculo anterior en el que vivíamos. La sabiduría no está en el tratado o el laboratorio, sino en el soneto o el drama. En ellos es dónde los ojos pueden divisar ese otro círculo.
“Oh, filósofo circular, oigo exclamar al lector, has llegado a un fino piurronismo, a una equivalencia e indiferencia de todas las acciones”. Emerson (eso dice) no trata de justificarse, aunque lo hace. “No hay hechos sagrados para mí, ni profanos; simplemente experimento, soy un buscador interminable, sin pasado alguno a mi espalda”. Todas las cosas se renuevan, germinan, brotan. La naturaleza aborrece lo viejo. En ella todo momento es nuevo. El pasado queda tragado y olvidado, solo lo venidero es sagrado. Sólo ser así nos lleva a conocer así. “No sabemos lo que significan las palabras más sencillas salvo cuando nos mueve el amor o la aspiración”. De ahí que busquemos desesperadamente deshacer nuestro círculo, olvidarnos de nosotros mismos, “vernos sorprendidos al margen de nuestra propiedad”, penetrar en los bosques, “perder nuestra memoria sempiterna y hacer algo sin saber cómo o por qué; en resumen, trazar un nuevo círculo”. “Nunca se logró nada grande sin entusiasmo. El camino de la vida es maravilloso; pero lo es por abandono”. En esencia somos seres desprendidos.
En la mente del mundo
Lo que llamamos mundo Emerson lo llama over-soul, un alma universal que lo inunda todo. En un ensayo publicado en 1841, establece las relaciones entre ese alma global y el alma individual de cada uno. La influencia de las filosofías indias es evidente y, aunque Emerson no sistematiza sus opiniones, intentamos ordenarlas aquí para que ver hacia dónde se dirige. Lo primero sería actualizar el lenguaje y, en lugar de alma, hablar de mente. Un océano mental inunda el universo y el individuo (la mente particular), es sólo un pequeño remolino en ese inmenso mar mental. La mente, por otro lado, no tiene “tapa”, no se encuentra encerrada por el cráneo, sino que vive a cielo abierto, contemplando el firmamento y, al mismo tiempo, expuesta a los abismos de las profundidades psíquicas. Esa abertura permite las revelaciones y la enajenación, lo sublime y lo oscuro. De ahí que, en ocasiones, nos atraviese el estremecimiento al recibir una verdad o reanudar una vieja atadura. Por un lado, el éxtasis y la inspiración profética, por el otro, la catatonia y el colapso mental. En ambos casos el filtro de la mente se rompe y somos perforados por una luz excesiva. Emerson cita las epifanías de Sócrates, Pablo de Tarso, Plotino o Böhme, como ejemplos donde el alma se expone a la luz divina.
El alma es pulsación, progresa a saltos. Tiene una naturaleza cuántica. De ahí las crisis de crecimiento. Cualquier adolescente lo experimenta. Sus avances no tienen lugar gradualmente
El alma es pulsación, progresa a saltos. Tiene una naturaleza cuántica. De ahí las crisis de crecimiento. Cualquier adolescente lo experimenta. Sus avances no tienen lugar gradualmente. Todos estos indicios se pueden captar en los sueños, las sorpresas, en lecturas, diálogos y ensoñaciones. En ellas se ilumina fugazmente el secreto de la naturaleza. En ellas se advierte que el alma no es un órgano, sino aquello que anima y ejercita todos los órganos. No es el pensamiento o la voluntad, sino aquello que los mueve. “Un hombre es la fachada de un templo en el que habitan toda sabiduría y todo bien. Cuando respira por el intelecto es el genio, cuando respira por la voluntad, es la virtud, cuando fluye por su afecto, es el amor”. La sabiduría del sabio consiste en que no juzga, deja que las cosas se juzguen a sí mismas.
Lo divino llega sin avisar. Ya se dijo: “No hay pantalla o techo entre nuestras cabezas y los cielos infinitos”. No hay un muro donde cese el hombre y empiece Dios. Nuestra relación con lo divino es una relación en continuidad. Pero no se trata de algo que uno pueda propiciar. No depende de la voluntad. Los pensamientos que llegan a la mente lo hacen por vías que no hemos abierto a voluntad y lo mismo ocurre con los que salen. La señal del progreso espiritual está en el tono y el carácter (que muestra cosas por encima del discurso o la voluntad). El genio es una absorción mayor en el corazón común del mundo. Esa cualidad es la que distingue al sabio del literato. Uno habla desde dentro, otro desde fuera. El primero se ha vuelto poroso a la mente universal y absorbe un mar de luz, el segundo sólo intuye esa posibilidad. El sabio transforma su naturaleza en divina, por eso inspira temor y asombro. Del segundo admiramos sólo su talento, no su naturaleza (“Shakespeare sugiere una riqueza que arruina la suya propia”). Lo divino, claro está, sólo se manifiesta a los valientes, a los que son capaces de arriesgar, de arramplar con su ego. Claro está, en el camino se quedan algunos, las víctimas, los enajenados, los que no supieron medir sus propias fuerzas. De ahí que Emerson insista en que la fe que descansa en la autoridad no es fe. Ante la experiencia de lo divino, ¿qué pueden decir Calvino o Swedenborg? El alma sabe que ha nacido en el seno de la gran mente universal y que es receptiva a ella. Oleadas de naturaleza eterna entran en el alma, que debe aprender a manejar esas energías inmortales. Emerson parece estar hablando de la naturaleza de Buda o del liberado en vida de la tradición hindú, aunque no muestra sus fuentes. En el mundo al que apunta no hay historia profana, toda la historia es sagrada. El alma henchida de lo divino abandonará todo lo mezquino y frívolo, afrontará tranquila y confiada el futuro, pues sabe que todo el porvenir se encuentra ya en su interior. Ideas todas ellas paganas que, en la época moderna, podemos rastrear en Leibniz, Nietzsche o Whitehead. América es excepcional.
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