La Bienal del Whitney habla mucho y dice poco
La elección de artistas que participan en esta edición de la muestra de arte emergente ha buscado ser un recuento diverso de los discursos sobre Estados Unidos, pero falta una revisión de las estructuras que enmarcan dichos debates
Dentro de los desórdenes de la retórica, hay expresiones y preguntas como “nadie está haciendo caso a esto”, “¿sabías que…?” o “aunque nadie esté diciendo nada sobre…” que suelen anteceder obviedades, secretos manifiestos y estrategias del clickbait. La última Bienal del Whitney (una exposición que se celebra cada dos años en el museo Whitney de Nueva York para mostrar trabajos de artistas emergentes en Estados Unidos) elige una de estas, Quiet As It’s Kept, con el propósito de renunciar de antemano a la sorpresa y para hablar de su propia ficción: la de descubrir sin descubrir nada, la de gritar a los cuatro vientos lo que aparentan ser verdades para unos pocos elegidos. Paradójicamente, más allá de la elección de un título tan irónicamente polisémico, esta Bienal se toma a sí misma muy en serio, desde el diseño de los espacios —una planta pintada de negro con multitud de tabiques, a modo de “laberinto” y otro piso inferior blanco y luminoso, con un antiséptico diseño al estilo de los vestíbulos de hoteles de lujo— hasta la elección de unas obras que precisan de excesivo contexto en un espacio que no lo facilita y que provoca que tiendan a asimilarse desordenadamente.
Los más de sesenta artistas elegidos por los comisarios Adrianne Edwards y David Breslin están representados con obras que solo incómodamente se exponen en el espacio diseñado. La práctica ausencia de pintura figurativa o de escultura y la primacía de la instalación y el vídeo encajan de forma extraña en un ambiente típico de galería de arte, si bien la luminosidad espectacularizante en el piso superior y los tabiques separadores permiten crear espacios más singulares para algunas obras de corte más intimista o inmersivo. Tal es el caso de la videoinstalación de Alfredo Jaar, compuesta por una grabación sin sonido sobre las protestas del Black Lives Matter en Washington D.C. y unos potentes ventiladores que emulan el ruido del helicóptero de la policía que aparece en el vídeo para el terror de los manifestantes. Más allá de los problemas que plantea la recreación de una “experiencia de protesta policial” para los visitantes de un museo, este vídeo hace saltar las alarmas sobre el uso de la instalación en la propia muestra: aislada, mediada por un vigilante que permite pasar a la sala para vivir la “experiencia” cada quince minutos, para luego continuar con la visita y escuchar otras historias de las opresiones de otros, a modo de turismo visual por los márgenes: los vídeos sobre la nación navaja en Dakota del Norte del compositor Raven Chacon (Three songs, 2021) o el vídeo de Coco Fusco sobre Hart Island, tradicional sede de fosas comunes en periodos de peste y reabierto durante la pandemia para los cadáveres desconocidos (Your Eyes Will Be an Empty Word, 2021). Si bien la agrupación de imágenes, el uso de drones y las decisiones estéticas de Fusco logran evitar el sentimentalismo fácil y abstraen al visitante de un paseo por vídeos relativamente asimilables entre sí, el parecido de esta obra con la de Laura Poitras (Hart Island, 2020) expuesta en la Neuen Berliner Kunstverei el pasado verano envejece el relato pandémico. En términos generales, el uso del vídeo está presentado como novedad en sí misma, sin que se haya atendido demasiado a su disposición o a su estructura, más allá de la recreación de la caja negra del cine. Resulta extraño que el vídeo aparezca como un elemento novedoso, ya que los museos llevan integrándolo en el discurso expositivo desde hace muchos años, y son precisamente los artistas norteamericanos los que lo han naturalizado en sus prácticas museísticas con mayor facilidad e ingenio desde los años 70 (véanse las primeras obras de Martha Rosler o de Bruce Nauman). El arte digital, escasísimo en la muestra, permanece algo anclado en una representación de lo zombie y lo político en un juego más técnico que expresivamente significativo (La horda, Andrew Roberts, 2020).
Los ejemplos más logrados de la Bienal son los más involuntariamente periféricos y surgen allí donde la espectacularización y la velocidad se detienen y dejan paso a un discurso no ensimismado, más paródico que solemne y más visionario que virtuoso. El último aliento de Edison, conservado en un tubo desde 1931, junto a una grabación sonora de Raven Chacon quizá no logra un efecto excesivamente simbólico, pero sí crea una atmósfera pseudo-mística propia de una sesión de espiritismo, que se apoya en la excesiva artificialidad de las paredes negras. El ambiente inquietante provoca una reflexión casi humorística sobre los caminos de los genios americanos y la gigantesca crisis de identidad que atraviesa el país desde hace años y que solo se ha agravado con el pesimismo poscoronavirus. En la diáfana planta inferior resultan más arriesgados los juegos que los experimentos: la pequeña selección de fotografías de Buck Ellison titulada Little Brother (2021-2022) es quizá lo mejor de toda la muestra y la pieza que mejor aprovecha el gran espacio sin columnas y grandes ventanales. En una de ellas aparece un hombre joven y atractivo de rostro sonriente tumbado en el suelo con un libro en la mano; en otra, el mismo hombre apunta con un rifle, pero su gesto es relajado y agradable; finalmente, en la tercera, posa sin camiseta en un despacho de aspecto hogareño. El gesto del joven y el gran formato de las fotografías llaman la atención, pero al empezar a observar con más detalle, cruzando la sala, se empiezan a percibir ciertos objetos inquietantes. El libro que sostiene es Sobre la guerra, del militar prusiano Clausewitz, y sus brazos están llenos de arañazos. El despacho en la última foto está lleno de símbolos militares cuidadosamente dispuestos para que no llamen la atención en un primer vistazo. En realidad, el personaje de las fotos es un actor que guarda un gran parecido con Erik Prince, el fundador de la todopoderosa empresa armamentística Blackwater, envuelto en numerosas operaciones militares de dudosa legitimidad. A través del lenguaje publicitario, Ellison demuestra los mecanismos de la empatía y la atracción erótica como un medio de grandísimo peligro para generar unas respuestas predeterminadas inconscientes. Sus trucos visuales, de gran resultado irónico, representan de forma inmejorable y humilde ese “secreto a voces” que titula la Bienal. Ellison rompe con las expectativas de los visitantes e induce, quizá de forma involuntaria, a una reflexión sobre la disposición de la muestra y sus objetivos.
La elección de artistas ha buscado ser un recuento diverso de los discursos sobre Estados Unidos, desde su asimilación más canónica hasta los usos artísticos más periféricos, pero en ella ha faltado una revisión primera de aquellas estructuras que enmarcan dichos discursos. La poeta Louise Glück, Premio Nobel del año pasado, explicaba en 2001 que la obsesión por la originalidad de los Estados Unidos se conjugaba con un deseo de “producir una mercancía estética, un conjunto de gestos que puedan ser recibidos inmediatamente como una novedad, pero cuya réplica sea también inmediatamente posible” (en American Originality). El deseo de los comisarios se ha podido encontrar con esta paradoja: a su voluntad de abrir los muros del arte para incluir más se ha enfrentado la resistencia a modificar los criterios de representación de esa misma diversidad. Incluir “otras cosas” no ha servido para nada, porque lo necesario tal vez sea cambiar las condiciones para que esos “otros” tengan el poder de modificar el sitio en que aparecen.
Bienal de Whitney 2022. Museo Whitney de Nueva York. Hasta el 5 de septiembre.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.