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Hacer el flamenco grande de nuevo: así fue el gran carnaval de Granada en 1922

Se celebra el centenario del Concurso de Cante Jondo, impulsado por Manuel de Falla y Miguel Cerón para salvar las raíces del género

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Fotografía de Henares en la que aparece el grupo de asistentes al banquete celebrado el 16 de junio de 1922 en la Asociación de Periodistas de Granada. Entre ellos: Nicolás Mª López Díaz de los Reyes, José Mª Rodríguez Acosta, Juan Gallego y Burín, Santiago Rusiñol, Ursula Grenville, Manuel de Falla, Leight Henry, Ignacio Zuloaga, Ramón Gómez de la Serna, Federico García Lorca, Melchor Fernández Almagro, Kurtz Schinler, Antonio López Sancho, Ángel Barrios, Constantino Ruiz Carnero, José Aguilera, Edgar Neville, Narciso de la Fuente, Mauricio Legendre, Valentín Álvarez de Cienfuegos, el torero Cagancho, Antonio Gallego y Burín, José García Carrillo, J. B. Trend y José Acosta Medina. Archivo Manuel de Falla, Granada.ARCHIVO MANUEL DE FALLA

Hace justo un siglo Granada era un carnaval. Pero no cualquier tipo de carnaval: Granada era el Gran Carnaval retratado en la película de Billy Wilder del mismo título de 1951. En ella, su protagonista, un periodista necesitado de notoriedad para recuperar su estatus, construye una bola mediática a partir del rescate de un tal Leo Minosa, atrapado en una mina. La noticia, inicialmente irrelevante, llega a convertirse en cuestión nacional y, más aún, en una verdadera feria. La película está basada en un suceso ocurrido en Kentucky en 1925, pero podría haberse basado en otro ocurrido tres años antes en Granada.

A finales de 1921, Manuel de Falla y Miguel Cerón alumbraron la idea de realizar un nuevo concurso de cante —era habitual en la época—, pero con la precisa intención de regenerar las bases de un tejido artístico, el del flamenco, que consideraban corrompido por su amalgama con otros discursos musicales de dudosa catadura moral. Eran bien conscientes de que el flamenco no estaba en peligro de extinción, que se vivía una época de grandes nombres —conocían bien a Manuel Torre, a la Niña de los Peines, a Chacón, Breve, Cepero…—; sabían que ese no era el problema, que no se trataba de “conservar el cante”. Eran tan conscientes de que la fonografía ya había hecho ese trabajo que, en la efímera escuela que se abrió con vistas a preparar para el concurso a jóvenes participantes, se contaba con “un excelente gramófono y una rica colección de discos del clásico cante”. El hispanista Maurice Legendre, amigo de Unamuno y cercano al entorno de Falla, declaraba en Le Correspondant del 10 de julio de ese año: “Ahora podemos decir que el canto hondo de España está salvado. El gramófono ha grabado lo que nuestra notación musical no puede captar”.

El problema era el fundamento: el cante podría estar salvado en las placas y las voces de los grandes cantaores actuales, pero la raíz que les daba origen y sentido estaba en peligro. Es decir, no era un problema musical, sino un problema político, lo que, para la pequeña burguesía que impulsó el concurso, era como decir un problema moral.

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La Plaza de los Aljibes de Granada durante la celebración el Concurso de Cante Jondo.Manuel Torres Molina / ARCHIVO ABC.

El flamenco surgió como género casi en paralelo a la revolución de 1868: los primeros libros que se escribieron sobre el género aparecieron en 1881, todos desde el entorno de la Institución Libre de Enseñanza, creada en 1876 como respuesta al decreto Orovio de Cánovas y que, en más de un aspecto, funcionaba como brazo cultural de aquella peculiar revolución burguesa: en 1881, Antonio Machado y Álvarez, Rodríguez Marín y otros intelectuales fundan la Sociedad del Folk-Lore Andaluz; ese mismo año, Machado y Álvarez publica Cantes flamencos; Hugo Schuchardt, Die Cantes Flamencos, y, unos meses antes, el peculiar Manuel Balmaseda, su Primer cancionero de coplas flamencas. En 1882, Rodríguez Marín comienza la edición de Cantos populares españoles. Para todo este grupo la legitimidad provenía precisamente del pueblo, entendido en su sentido nacional, es decir, idealista. La existencia de un folclore era fundamento de derecho para esta clase social, como explicita el libro de Joaquín Costa, también de 1881, significativamente titulado: Introducción a un tratado de política sacado textualmente de los refraneros, romanceros y gestas de la península. El flamenco se convirtió, a finales del XIX, en la gran esperanza que habría de servir de palo tutor a las degeneraciones morales que la patria estaba sufriendo, degeneraciones que los tipos del “cacique” y el “oligarca” representaban arquetípicamente. El folclore es un brazo político y en su fundamento está el de la política. Alfonso Ortí (fundador, junto a Jesús Ibáñez, de la Escuela Crítica de Sociología Española) defiende que esa era precisamente la baza política de los regeneracionistas: “Este moralismo de la protesta anti–caciquil (…), la lucha elitista contra el caciquismo —­de los puros contra los corrompidos— sustituye entonces a la lucha de clases”.

Sus impulsores quisieron regenerar las bases de un tejido artístico que consideraban corrompido

Son estos los presupuestos bajo los que se organiza el concurso de 1922: la sensación de una patria en peligro cuyo fundamento está siendo socavado. De hecho, al año siguiente, ese cirujano de hierro costista que, en gran medida, fue el general Primo de Rivera, impone un directorio militar usando argumentos muy similares (véase su manifiesto Al país y al ejército). Entre ellos, “alarde de descocada inmoralidad”, “indisciplina social”, “impune propaganda comunista”, “impiedad e incultura” o “descarada propaganda separatista”. El compromiso del concurso con estas denuncias es explícito en los diversos eventos y artículos generados por sus organizadores.

Los impulsores del concurso confiaban en lo jondo como fármaco para aliviar esos males y su intención era buscar una encarnación humana que mostrara que la fuente de ese fármaco seguía viva. Si no era visible era porque la corrupción lo tenía, cual Leo Minosa, atrapado. La fe ciega en la existencia de ese personaje los llevó a lanzar un órdago, logrando, por diversas circunstancias, una convocatoria inigualada en el mundo de las músicas vernáculas hasta, digamos, el Newport Folk Festival de 1959. Lo cubrieron medios de todas partes de la Península, y también muchos internacionales. Fueron invitadas y acusaron recibo las mayores figuras culturales del momento. La puesta en escena estuvo tan medida que, por exigencia explícita de Falla, durante el concurso, hombres y, sobre todo, mujeres tuvieron unos códigos de vestimenta estrictos (“ataviadas con el maravilloso traje romántico de los años treinta al cuarenta del siglo XIX”), y la decoración del entorno estuvo a cargo de Ignacio Zuloaga, pintor por excelencia del paisaje castellano y, tiempo después, asesor directo de Franco en la decoración del Valle de los Caídos. Estaban seguros de que localizarían a su Minosa y generaron una expectativa desaforada e inédita en el mundo cultural. Y lo localizaron y liberaron. Se llamaba Diego Bermúdez Cala, conocido como El Tenazas de Morón, cantaor desde hace décadas retirado de los escenarios y testigo presencial de la infancia del flamenco.

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Cartel del Primer Concurso de Cante Jondo, Granada, 1922, realizado por Manuel Ángeles Ortiz y Hermenegildo Lanz. Ejemplar de Juan de Loxa (cedido por su familia).

Desde el primer momento en que cantiñea en las jornadas previas, todos advierten que están delante del Esperado. Lo corroboran los mismos maestros Antonio Chacón y Ramón Montoya. El tratamiento que se le da es, de hecho, evangélico. Gómez de la Serna llega a hablar de “asistir a la consagración de un nuevo apóstol, que va a escribir y a consagrar las cosas perdidas que se grabarán en los discos” —”…­pues las grandes casas de gramófonos han enviado sus ingenieros”, añade—.

Aunque generó una enorme polémica, el concurso no recibió críticas sustanciales. El acuerdo sobre la necesidad de un evento así era total entre las élites. Los problemas vinieron por cuestiones secundarias: si era acertado o no dejar fuera a los profesionales, si el corpus de palos y cantes era más o menos acertado, si la fiesta no deslucía los fines del concurso, si el cante jondo cumplía la función moral esperada o no se había desprendido de su sombra, el flamenquismo… Nadie ponía ni prácticamente pone hoy día en duda la total legitimidad de su principal fin: encontrar una muestra irrefutable de la autenticidad del pueblo español. No era una competencia regional: si se hubiera intentado demostrar la jondura de la jota, el aurresku, el zorcico, la muñeira o el alalá, el apoyo teórico hubiera sido semejante. El mismo Falla, siguiendo a su maestro Felipe Pedrell, buscó las mismas sustancias jondas en gran parte de las regiones españolas: La Mancha, Murcia, Asturias, Cataluña, Aragón…

Nadie puso en duda su fin: encontrar una muestra rotunda de la autenticidad del pueblo español

Meses después de finalizado el concurso, el ímpetu carnavalesco cesó. Este tuvo cierto éxito en tanto la vertiente moralmente purificada del flamenco ganó visibilidad y, sin llegar nunca a olvidarse, dejó de necesitar ser ondeado. Pasaron los años, la guerra y las primeras décadas de la dictadura sin que los militantes del jondismo levantaran organizadamente la voz. Solo —y no por casualidad— en las postrimerías del periodo llamado de autarquía, el jondismo vuelve a organizarse: Edgar Neville, ya testigo y cronista en 1922, dirige Duende y misterio del flamenco en 1952. En esa misma clave poética jonda, un año después, comienzan las grabaciones de la Antología del cante flamenco de Hispavox, primera grabación sistemática de los palos flamencos. Tras este impulso, hacia 1955 dos figuras destacadas del entorno, Anselmo González Climent y Ricardo Molina, comienzan a pensar en cómo renovar el ímpetu granadino y organizar un concurso de cante con vistas a promover un “instituto de flamencología”. Ya en 1953, González Climent había recibido una carta de Juanito Valderrama instándole a formar una “escuela rectora del cante (…) De lo contrario nada se conseguirá en esta época de disolución de las tradiciones”. Mismo discurso alarmista que en 1922, mismos vientos de cambio, mas distintas tesituras: Climent y Molina como émulos de Falla y Cerón; la tradición y el turismo, otra vez, en el centro; una promesa, de nuevo, incumplida —la creación de una escuela de cante, que también prometiera a los granadinos, sin llegar a cumplir, Miguel Primo de Rivera—. Cesiones finales: el alcalde de Córdoba, Antonio Cruz-Conde, militante de FET y de las JONS y más purista que los organizadores, veta la presencia de Pepe Marchena. Lo considera parte del problema. Alcanzado un pacto, el concurso acabó celebrándose en 1956 con el nombre de Concurso Nacional de Cante Jondo. El cartel conmemoraba los 20 años de “Pax”; esto es, dos décadas desde el alzamiento.

Ha habido, hasta la fecha, otras conmemoraciones; en 1972, con el 50º aniversario, e incluso una réplica. Todas han matizado al original, han acotado o ampliado puntos, han sido más o menos festeras, pero ninguna de ellas, ninguna, ha dudado de la directriz principal de 1922: que cuando la patria se declara en peligro, el flamenco ha de salir en su defensa.

Carlos García Simón es coeditor, junto a Samuel Llano, de ‘Contra el flamenco. Historia documental del concurso de cante jondo de Granada, 1922′ (Libros corrientes).

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