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La gran novela de Elena Poniatowska sobre la épica de las emociones

‘Babelia’ adelanta el prólogo a ‘El amante polaco’, el libro en el que la Premio Cervantes narra una historia íntima a caballo entre la corte de Stanislaw II Augusto Poniatowski, último rey de Polonia, y el México efervescente del siglo XX

Elena Poniatowska
La escritora mexicana Elena Poniatowska.Claudia Aréchiga

Ningún país del planeta Tierra padeció la tragedia de ser borrado del mapa del universo como Polonia. Alguno ha desaparecido por terremotos a lo largo de los siglos pero ninguno padeció semejante tragedia, a ninguno le ha sucedido algo tan dramático. Mientras escribo esto no dejo de sentir un escalofrío. El 12 de enero de 2010 Haití sufrió el peor de los terremotos, pero la ayuda de varios países lo mantuvo a flote. Polonia, en cambio, se suprimió de todos los mapas en 1795 y quedó prohibido pronunciar su nombre.

Según el historiador polaco Adam Zamoyski, autor de la biografía de Stanisław August Poniatowski (1732-1798), The Last King of Poland —publicada en paperback en 1998 por Orion, en Inglaterra—, Poniatowski no es el responsable de la trágica Tercera Partición de su país; gracias a él, su patria se estabilizó y prosperó; además, la Constitución que el rey escribió y promulgó en 1771 es considerada la segunda mejor de Europa después de la francesa. La insurrección de Tadeusz Kościuszko, gran héroe polaco, no impidió que Rusia, Prusia y Austria se repartieran la tierra. Józef Poniatowski (Pepi), sobrino del rey, combatió en varias batallas y tuvo a Kościuszko bajo su mando en la gran defensa de Varsovia, antes de la derrota final en Maciejowice.

Polonia se suprimió de todos los mapas en 1795 y quedó prohibido pronunciar su nombre

Historiadores europeos afirman que Kościuszko gritó al caer de su caballo, la cabeza ensangrentada por un sablazo: «Finis Poloniae!», pero los polacos que consulté en México confirmaron indignados que Kościuszko jamás dio ese grito.

Algunos de mis entrevistados en México, en España y en Francia consideran que el último rey de Polonia, Stanisław August, fue solo un amante más en manos de Catalina, emperatriz de todas las Rusias, porque ella lo impuso en el trono y creyó que, por haber sido su amante, sería el más complaciente de sus súbditos. El rey demostró lo contario al defender a su patria de las imposiciones de la soberana.

A pesar de tener en su contra a tres de los más poderosos países de Europa, y de sufrir la enemistad rusa y la indiferencia del resto de las naciones, Poniatowski hizo todo por aliviar la pobreza de los campesinos polacos que vivían al servicio de una nobleza complaciente consigo misma y celosa de sus privilegios y tradiciones sármatas. A Polonia la ahogaban desigualdades, prejuicios, tradiciones y, sobre todo, el funesto Liberum Veto, que dictaba que un solo voto en contra impedía la voluntad de la mayoría. Cualquier moción de un diputado a favor de las clases más olvidadas o del aumento de impuestos a los grandes señores era aniquilada por esta restricción. De todas las costumbres y tradiciones sármatas, ninguna peor que ese veto que mantenía a Polonia débil y anquilosada. Amparada por él, la nobleza conservadora olvidó enseñar a leer, proteger, curar y luchar contra plagas y epidemias, y se negó a dar oportunidades a los que nacían desheredados.

Muchos polacos de la clase alta jamás abrían un libro, por lo tanto, su conciencia social no llegaba muy lejos y las reformas iniciadas por el joven rey Poniatowski —quien subió al poder a los treinta y dos años (Catalina a los treinta y tres)— irritaron a los nobles de la szlachta, los propietarios de tierras, castillos y privilegios feudales.

Hubo un episodio culminante en el reinado de Poniatowski: su secuestro, en noviembre de 1771, a raíz de la enemistad que surgió en la Confederación de Bar. Quizás ese primer atentado contra un rey cimbró las cortes europeas, porque todas pusieron el grito en el cielo, a pesar de que el grito de Catalina fue más bien tímido, o al menos, no fue el que el rey de Polonia esperaba. Aunque este secuestro impresionó a las cortes de Europa y varios soberanos alarmados se sintieron personalmente injuriados, Poniatowski comprendió cuánto lo despreciaba la nobleza polaca, lo poco que contaba su reinado en la historia de las naciones europeas y cómo la nobleza de su propio país y su pueblo lo culpaban de todos los males. Lo más doloroso fue darse cuenta de la indiferencia de la emperatriz Catalina de Rusia, quien tardó en manifestarse y, cuando lo hizo, fue con una carta que lindó en la indiferencia.

A pesar del rechazo de Rusia, el rey Poniatowski, acostumbrado a nadar contra corriente, embelleció a Varsovia y a Cracovia entre batalla y batalla contra sus tres grandes enemigos, Federico de Prusia, María Teresa de Austria y Catalina, su antigua amante; y, en medio de las peores descalificaciones, logró que los jóvenes polacos se educaran en buenos centros de estudio, con laboratorios de primer nivel y campos de entrenamiento físico superiores. Gracias al rey, muchos niños que no habían tenido la menor oportunidad de salir de su casa asistieron a la escuela. También propuso que se juzgara a las mujeres con la misma vara con la que se juzgaba a los hombres, y se les dieran todas las posibilidades de crecimiento a creadores y a artistas; por ello, Polonia es en el centro de Europa un horno de talento y creatividad en cine, pintura, grabado, escultura y literatura (es el único país con cinco premios Nobel). El mismo rey impulsó a pintores, como Angelika Kauffmann, a quien envió a París, donde finalmente es-cogió vivir.

Poniatowski promovió la ciencia, la salud y la cultura, y colocó a Polonia en todos los campos del saber. Incluso frente al rechazo de Catalina, al de María Teresa y la saña de Federico II de Prusia, Stanisław salió adelante.

Elena Poniatowska, premio Cervantes 2013, por Alan Flores.
Elena Poniatowska, premio Cervantes 2013, por Alan Flores.

Desde el principio, los dos feroces monarcas vecinos se propusieron, al igual que la piadosa María Teresa de Austria, posesionarse de las tierras fronterizas en las que sus ejércitos avanzaban día tras día, comiéndose un pedazo de bosque, de río o de sembradío perteneciente a Polonia.

Mientras construía su país, Stanisław escribió todas las mañanas en francés un diario de sus actos de gobierno, sus pensamientos, sus aspiraciones, sus desilusiones, la traición de su clan, La Familia, de las que dejó constancia en sus Memorias. Estas Memorias, que van de 1732 a 1798, conforman una historia de Polonia durante 66 años y un testimonio de la vida de sus súbditos so-metidos a la voracidad de sus vecinos: Rusia, Prusia y Austria.

Poniatowski consigna su infancia, su enamoramiento de Catalina y, más tarde, los triunfos y las derrotas de su reinado; responde a las críticas y a las acusaciones de sus contemporáneos e imparte una lección de política al analizar los peligros que enfrenta una república —porque el régimen polaco logró serlo, a pesar de sus defectos, la indiferencia de Europa y la saña de tres verdugos que apretaron la cuerda en torno de su cuello a punto de la asfixia.

La autodefensa del último rey de Polonia frente a déspotas cínicos (Catalina, quien fue su amante; Fede-rico II, el filósofo guerrero, y María Teresa de Austria, la piadosa) es un alegato contra la opresión y una acusación contra el lobo que se abalanza sobre el cordero y lo destaza a lo largo de cientos de años.

Polonia —ahora un país próspero y, por lo tanto, poderoso— fue un cordero pascual durante los años cruciales de su formación. Lo fue por su fe en la bondad humana, su catolicismo de Agnus Dei y porque no supo preservarse del cuchillo del depredador, sino hasta que la sacrificaron. El rey Stanisław Poniatowski deseaba que Europa entera conociera sus actos de gobierno y por eso mismo los expuso al buen juicio de Inglaterra y Francia, a quienes estimaba particularmente. Escribió de amor y odio, de fidelidad y abandono, de política y cultura, de paz y guerra, de religión y desesperanza, de la artera y continua intervención del clero polaco en todos los asuntos de gobierno y de la indiferencia de sus vecinos europeos a la sobrevivencia de un país extraordinario.

Por desgracia, después de su muerte, sus memorias y demás papeles fueron confiscados por orden del emperador de Rusia, Pablo I, y no se abrieron hasta el siglo xx. Ahora, según los historiadores de Polonia y de Francia, los manuscritos originales se conservan en Moscú y en Cracovia.

El rechazo al último rey de Polonia no solo se manifestó durante su vida, también siguió calumniándolo después de su muerte.

En 1938, las autoridades soviéticas informaron que demolerían la iglesia de Santa Catalina, en San Peters-burgo, y, por lo tanto, devolverían a Polonia los restos del rey Stanisław.

Jean Fabre, gran historiador y biógrafo de Stanisław Poniatowski, consigna en su Stanislas-Auguste Poniatowski et l’Europe des Lumières —publicado en Editions Ophrys, en 1952— que en 1938 un ataúd en malas condiciones arribó de Moscú a la estación de trenes de Varsovia. Nadie lo recibió, ni un solo doliente se presentó a recogerlo. Los trenistas polacos decidieron abrir el cajón en que yacía un esqueleto con una corona, un cetro, un orbe y un retazo de terciopelo rojo.

Los restos de Poniatowski se trasladaron de la iglesia de Santa Catalina, en San Petersburgo, a la capilla de la Santa Trinidad en Wołczyn, Polonia, lugar de su nacimiento.

Cuando la Unión Soviética invadió Polonia en septiembre de 1939, los soldados profanaron la tumba.

Ahora es fácil ver el sarcófago que resguarda los pocos restos del rey porque se hallan en una cripta de la Catedral de Wawel, en Cracovia, destinada a los monarcas polacos.

Casi trescientos años más tarde, en México, la vida de mi país absorbió todas mis fuerzas y no pensé en Stanisław August Poniatowski hasta que, en un viaje a Estados Unidos, compré el libro The Last King of Poland, del historiador Adam Zamoyski, y me impresionó leer en la página 461:

Stanisław fue uno de los hombres más inteligentes que jamás haya accedido al trono polaco y, de todos, el más trabajador y devoto a su patria. Ningún príncipe ha deseado nunca tan sinceramente, como él lo hizo, la felicidad de su gente.

El amante polaco

Hasta este día, Poniatowski opacó a todos sus hermanos monarcas en cualquier aspecto y en estatura moral. «Debería yo haber sido un canciller, no un rey», le dijo una vez a Thomas Wroughton, y este comentario toca la raíz del problema porque su sentido político, su sentido democrático y su capacidad de representar a su gente y tomar en cuenta sus aspiraciones causaron una y otra vez una política razonable.

Si Poniatowski hubiera tenido la actitud de los monarcas que solo se rinden cuentas a sí mismos y a Dios, hubiera colgado como una marioneta de las manos de Catalina, su protectora rusa. También habría reprimido a los Confederados de Bar. De haber sido dictatorial, habría preservado su reino, pero esa actitud no era parte del carácter de un hombre de su finura y elegancia intelectual.

Stanisław Poniatowski hizo más por su país que Stefan Bartory y Jan III Sobieski o cualquier soberano de la historia moderna del país. No hay duda de que, si Polonia hubiera sobrevivido, Poniatowski sería citado universalmente como un parangón de realeza y habría estatuas de él en los pueblos polacos. Finalmente, una falla propia de Polonia en su sobrevivencia lo derrotó y condenó a su desgracia posterior, aunque esta desgracia histórica no puede serle atribuida.

Según Adam Zamoyski, cuando los restos del rey finalmente se colocaron en la cripta de la Catedral de Varsovia, el 14 de enero de 1995, hubo gritos contra el presidente de la república y el primado de Polonia:

«¡Vergüenza, vergüenza! ¡Qué vergüenza la suya honrar al amante de Catalina!». Y otros gritos de «traidor» resonaron bajo la bóveda, haciendo eco en la parte trasera a las protestas frente al altar.

«Han pasado más de doscientos cincuenta años del nacimiento de Stanisław Poniatowski y sus descendientes se encuentran en Francia, Estados Unidos y México», refiere Adam Zamoyski.

Al leer la palabra México pensé que tal vez tenía yo una estafeta que entregar de un siglo a otro, de un continente a otro, de un tiempo pasado a uno actual.

Me sentí tan agradecida con el historiador Zamoyski y tan curiosa por saber más del rey polaco, que, a partir de ese momento, interrogué a mi primo Philippe, quien me informó que nuestra familia «era originaria de la región de Parma y prima y rival de la de los Borgia, a tal grado que, en 1654, su jefe de nombre Torelli fue asesinado por el de los Borgia. Los dos herederos de mi familia, los Torelli, se exiliaron, uno en Francia y el otro en Polonia. Sin descendencia, la rama francesa desapareció, mientras que la rama polaca transformó su nombre de Torelli a Ciołek que traducía el toro italiano a toro polaco.

»El primer polaco Ciołek tomó por esposa a una Poniatowska, última descendiente de esa familia; por ello le transmitió su nombre y lo convirtió en Ciołek Poniatowski», así como en Estados Unidos el primer alcalde demócrata mexicano de Los Ángeles, Antonio Villar —amigo de Carlos Fuentes—, tomó el apellido de su esposa Raigosa, lo transformó en Villaraigosa y ganó las elecciones en 2005.

En septiembre de 1720, Stanisław Ciołek Poniatowski se casó con Konstancja, princesa Czartoryska. Tuvieron ocho hijos, entre ellos Stanisław August, rey de Polonia de 1764 a 1795. Poniatowski no tuvo descendencia (pero sí varios hijos ilegítimos). La rama francesa y la rama mexicana —a punto de extinguirse por la muerte de Jan, mi hermano, el 8 de diciembre de 1968— descienden de Stanisław Ciołek, sobrino del rey de Polonia y segundo príncipe Poniatowski, quien emigró a Toscana a raíz de la Tercera Partición de Polonia y desposó en Roma a Casandra Luci. Su palacio, al lado de la Villa Julia, alberga hoy el Museo Etrusco. Dos generaciones de Poniatowski nacieron en Toscana.

José Poniatowski y su hijo Stanisław viajaron a Francia y tomaron la nacionalidad francesa en 1855. Stanisław Poniatowski, mi bisabuelo, se casó con Luisa, condesa de Léhon y dio a luz a André Poniatowski, mi abuelo.

André y Elizabeth Sperry Crocker, nuestra querida abuela californiana, cuidó a mi hermana Sofía y a mí durante diez años, hasta que partimos a México en 1943 con mi madre, Paula Amor.

Mi abuelo, André Poniatowski, tuvo la paciencia de hacer el árbol genealógico de la familia y logró remontarlo a 843, con Ludolfo de Sajonia, cosa que llamó mucho la atención de Diego Lamas Encabo, a quien le fascinan las genealogías. A Carlos Monsiváis, en cambio, le dio risa.

Vivimos con mis abuelos durante los años de guerra. Mi padre se había unido a De Gaulle en Argelia y mi madre manejaba una ambulancia en Francia. Para mi hermana y para mí, el apoyo de nuestros abuelos fue fundamental. Mis padres jamás tuvieron casa propia en París, compartimos la suya en la rue Berton —hoy embajada de Turquía—. Hasta emprender el viaje a México y salir del puerto de Bilbao, en el Marqués de Comillas, nunca pasamos un solo día sin ellos.

Mis abuelos sostenían en París a St. Casimir, una obra de apoyo a Polonia, y mi hermana Sofía y yo fuimos a alguna exposición o conferencia en el Hotel Lambert, una espléndida casa sobre la ribera del Sena, sede de Polonia en París. Sobre la pechera de nuestro vestido, la institutriz cosió un escudo polaco, pero no recuerdo haber sabido mucho más de Polonia. Claro, papá tocaba a Chopin y oíamos hablar del Quo Vadis de Sienkiewicz. Mamá quiso mucho a Eve Curie, hija y biógrafa de Marie Skłodowska-Curie, y cuando el general Sikorski vino a México, el secretario de Relaciones Exteriores, Ezequiel Padilla, la invitó a una recepción. Años más tarde, Cristina y Alberto Stebelski me contagiaron su entusiasmo por Solidarność y mi madre por el papa polaco Karol Wojtyła. Pero mi cono-cimiento no llegó más allá. Sergio Pitol y Juan Manuel Torres disertaban con pasión del cine polaco y de Kanał de Andrzej Wajda.

Le debo a Aleksander Bekier, consejero cultural de la Embajada de Polonia en México, mi único viaje a Polonia en 1966 (Varsovia, Cracovia y Gdańsk), en compañía de mi madre, quien se apasionó por la suerte del cardenal Wyszyński.

Mi abuelo, André Poniatowski, tuvo la paciencia de hacer el árbol genealógico de la familia y logró remontarlo a 843, con Ludolfo de Sajonia

Entre los papeles de mi padre, encontré unas hojas en papel aéreo que dicen lo siguiente:

Jean Fabre, historiador y profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Estrasburgo, publicó en el Instituto de Estudios Eslavos de París su gran libro Stanislas-Auguste Poniatowski et l’Europe des Lumières. En las páginas finales puede leerse una crónica del regreso de las cenizas de Poniatowski a Varsovia con una revelación tenebrosa: «En 1921, un tratado decidió restituirle a Polonia bibliotecas, archivos y colecciones arqueológicas, obras de arte y objetos de valor histórico, artístico, científico y cultural, de los que en 1772 se habían apropiado los rusos. Un ataúd formó parte de la devolución. En julio de 1938, diecisiete años después del tratado, en Varsovia, circuló la noticia de que dos aduaneros abrieron ese ataúd de plomo en el que yacía un esqueleto coronado en-vuelto en terciopelo púrpura, un cetro y un orbe. Los curiosos averiguaron que el féretro llegó en secreto de la iglesia de Wołczyn a Varsovia».

Hasta aquí mi padre. En cuanto a mí, casi trescientos años más tarde en pleno siglo XXI, en México, leer la defensa que hizo el historiador Adam Zamoyski de Stanisław Poniatowski, es lo mejor que un miembro de la familia Poniatowski podría desear, la más completa de las investigaciones en homenaje al último rey de Polonia. Mientras escribía, apareció en la esquina, en la parte inferior derecha de la pantalla del ordenador, un rectángulo con un letrero: «Te ofrezco todo lo que soy y todo lo que tengo. Poema para brindarte todo lo que puedo entregar, mis brazos, mi hombro, mis manos, mis besos, mi vida y mi corazón». Quedé tan sorprendida que pensé en alguna intervención del más allá. Aunque todavía no descubro si es una broma electrónica o la delusión de una vista cansada, me invadió un gran cariño por Poniatowski, quien en el siglo XVIII intentó hacer lo mejor por su patria, a pesar de tan adversas circunstancias y las fallas de su propio carácter.

A la vida de Stanisław Poniatowski, nacido en 1732, añadí algo de la mía, nacida doscientos años más tarde, en 1932, en un mundo fantástico, no solo para mí, sino para futuras generaciones de hijos, nietos y bisnietos: el de la llegada del hombre a la Luna el 20 de julio de 1969 en una nave con tres astronautas estadounidenses. Más de quinientos millones de hombres, mujeres y niños vimos por televisión (a color) a Neil Armstrong poner su pie en la Luna y escuchamos su frase mítica: «Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad». Felipe, de apenas un añito, en los brazos de Guillermo Haro, su padre, vio ese momento y lo guardó en su inconsciente. Paula habría de nacer el 11 de abril de 1970. Mane, mi hijo mayor, debió guardar esa impronta al ver cómo descendía el Apolo 11 sobre el Mar de la Tranquilidad, a sus catorce años.

Así como Philippe, mi primo, trazó una breve historia de los Poniatowski, quise añadir la de mis padres, hermanos y la mía en México.

«Los Poniatowski», escribió Philippe, «son franceses desde hace ocho generaciones y defendieron a Francia en las dos guerras mundiales del siglo XX». Marie-André, nuestro primo hermano, murió en el campo de batalla en Holanda, el 22 de enero de 1945, a los veintitrés años, como teniente de tanques de asalto de la división polaca del general Maczek. Atesoro una fotografía en la que MarieAndré Poniatowski me sienta en sus rodillas, él de doce y yo de cuatro o cinco años.

Bruno Poniatowski, hijo de Michel, secretario del interior del gobierno de Valéry Giscard d’Estaing en la década de 1970, se apasionó por la vida del conde Poniatowski, padre del rey; mientras que Stanisław, hijo de Philippe, mantiene su interés por nuestra familia desde sus orígenes hasta la fecha. Publicó un impresionante volumen escrito por Sonia de Panafieu, bellamente ilustrado, con el título de Legacy.

Alguna vez, Nicolás, mi nieto, durante un paseo por el parque de La Bombilla, al ver que no podía correr como él, me preguntó: «Tu es très, très, très, très vieille?», y le respondí que sí, pero no tanto como para no querer contarle esta larga travesía que cubre más de dos siglos. Recordar es lo que he intentado y seguiré haciendo hasta mi último aliento, con tal de cumplir con el epígrafe de mi abuelo André Poniatowski, a quien amé desde que mi hermana Sofía y yo vivimos con él en París, en Spéranza, en el Midi y, finalmente, en Les Bories, antes de zarpar, en 1943, en el Marqués de Comillas, barco que salió del puerto de Bilbao para traer a México a muchos exiliados de la Guerra Civil de España.

En dos de sus libros, De un siglo a otro y De una idea a la otra, mi abuelo escribió: «A mis hijos y nietos, que no parecen saber a dónde van, para que sepan de dónde vienen».

Después de recorrer todas las librerías especializadas en historia eslava, Paloma de Vivanco compró en una librería de viejo en París el último ejemplar del historiador Jean Fabre y me lo trajo a México con la enorme sonrisa que la caracteriza. Magda Libura, escritora y maestra universitaria polaca, aclaró varios sucesos para mí incomprensibles porque ni soy historiadora ni hablo polaco. Beth Jörgensen envió de Rochester, Nueva York, libros esenciales. Yunuhen González me acompañó los días hábiles, de doce a cuatro de la tarde. Maciek Wisniewski, Lukasz Czarnecki y Marcin Żurek, los tres polacos, me dieron sus luces. Antonio Saborit leyó los primeros capítulos y aconsejó llamar Filósofos a los Enciclopedistas. Al paso del tiempo, nadie más preocupado por la suerte de esta novela que el analista político Maciek Wisniewski. Andrés Haro, mi nieto, leyó en francés algún capítulo y Conrado Martínez de la Cruz atendió cotidianas diligencias. Antonio Lazcano Araujo compartió libros y catálogos de museos polacos y rusos traídos de sus frecuentes viajes a Europa e incluso visitó la Villa Poniatowski en Roma, el hogar de nuestro ancestro, levantado al lado de la Villa Julia. Rubén Henríquez y Alfonso Morales Escobar aceptaron leer capítulos; Rubén se desveló varios fines de semana para repartir puntos, comas, comillas y signos de exclamación que acostumbro echar con un salero con la esperanza de que caigan en su lugar. Desde Salamanca, la escritora Charo Alonso jamás dejó de animarme con la voz de su inteligencia. Rodrigo Ávila me acompañó domingos lluviosos con la generosidad de sus sugerencias. Además de sus caldos y pucheros, Martina García, escoba en mano, inquirió todas las mañanas: «¿Ya acabó?».

Las mayores gracias son para a Carmen Medina, quien me envió libros desde Suecia. El rey polaco le debe mucho a su generosidad.

Imposible dejar de reconocer a Lolo, el loro de Martina, que no el de Flaubert, que amanece diciendo: «¡Ay, qué rico!».

Este libro tiene todo que agradecerle a Diego y Marta Lamas.

El amante polaco′, de Elena Poniatowska. Seix Barral. 2022. 904 páginas. 24,90 euros.

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