La esgrima de las ideas
Javier Gomá coloca un bonito ramillete de nociones sobre la verdad, la bondad y la ejemplaridad en una comedia punzante, bienhumorada, repleta de diálogos picados, dirigida diligentemente por Juan Carlos Rubio
Las personas virtuosas, ¿son fuente de conflictos? Javier Gomá, filósofo mundano, cree que sí y pone a prueba su hipótesis en El peligro de las buenas compañías, una comedia moral punzante, espiritosa y bienhumorada, recién estrenada en el Teatro Reina Victoria de Madrid. Tristán, su coprotagonista, es un abogado cuyo éxito profesional se ve empañado por las comparaciones que Lola, su querida esposa, establece entre él y Félix, su cuñado, que hace honor a su nombre. Como Helenio Herrera o Zidane, Félix nació con una flor en el culo: todo se le da bien, a cualquier suceso se acomoda y aunque poco ambiciona, las cosas le vienen rodadas. Para colmo de bendiciones, es un buenazo.
Tristán se siente permanentemente cotejado: “¿Por qué no serás como Félix?”, le suelta a veces su esposa, y el estallido de esta pregunta retórica abre una tremenda vía de agua en su mermada autoestima. En este espectáculo, dirigido diligentemente por Juan Carlos Rubio, Gomá pone en solfa la teoría que desarrolló en su Tetralogía de la ejemplaridad y se pone también en solfa a sí mismo: el varón ejemplar es aquí el desencadenante de cuantas aflicciones sufre Tristán, o eso es lo que este cree, porque por debajo de ese pesar suyo hay una profunda envidia de que Félix sea feliz como la mariposa es lepidóptero, sin esfuerzo alguno, cosa que a su laborioso cuñado le parece inédita. Aquel se siente en la Edad de Oro, este vive en el Antropoceno. Son Don Óptimo y Don Pésimo, criaturas de tebeo que atraen sobre sí la luz y el pedrisco, respectivamente.
Gomá ha dado forma a Tristán y a Félix en un molde circense: el abogado es un carablanca perspicaz pero atribulado; su antagonista viene a ser un cruce entre el payaso augusto, cuya felicidad proviene del mero hecho de salir a la pista, y el Pierrot enamorado. Julia, su esposa, está encantada con él, aunque echa en falta en su relación un poquito de picante. Mientras escucha impertérrito a Lola cantar las bondades de su odiado cuñado, Fernando Cayo, proteico intérprete de Tristán, se va cargando de razón como Oliver Hardy en esas películas donde el gordo asiste estupefacto a las catástrofes que Stan Laurel va desencadenando una detrás de otra. Durante su espera activa, con el cargador enchufado, Cayo es la encarnación viva de los efectos perniciosos que la proximidad de la virtud extrema produce en la gente mediana.
El peligro de las buenas compañías es una comedia de antagonismos masculinos y complicidades femeninas. Al principio, Cayo lleva el peso del discurso, como Laudisi en Así es (si así os parece): Tristán es un raisonneur pirandelliano, el portavoz del autor, pero después esa voz personal suya va pasando de un personaje a otro, democráticamente. Gomá coloca un bonito ramillete de nociones sobre la verdad, la bondad y la ejemplaridad en un búcaro humorístico: administra un principio activo eficaz en un excipiente ligero. Sus diálogos, ágiles, rápidos, están plagados de réplicas picadas, que Ernesto Arias, Carmen Conesa, Miriam Montilla y el propio Cayo espolean todavía más, todos con destreza. En la versión escénica, abreviada respecto a la impresa, se adivina el efecto benéfico que los ensayos han ejercido sobre el original. Ahora, el debate a cuatro voces tiene esa naturalidad propia de las obras que se van corrigiendo a pie de escenario, conforme los actores las dicen y el director las pauta. En la poda que el texto ha sufrido, se han sacrificado frases ingeniosas en aras de que todo se resuelva en una hora y media, que se pasa volando.
‘El peligro de las buenas compañías’. Autor: Javier Gomá. Director: Juan Carlos Rubio. Madrid. Teatro Reina Victoria, hasta el 2 de mayo.
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