Experiencia y esperanza
En el 10º aniversario de la aparición de 'Ejemplaridad pública', DeBolsillo reedita la tetralogía de Javier Gomá Lanzón. Babelia adelanta el nuevo prólogo del autor
Todo cuanto vive envejece, pero, por singular privilegio de nuestra especie, a los hombres nos es dado producir ciertas obras que se libran de envejecer con sus autores porque burlan el poder de Libitina, la diosa de la ceremonia fúnebre:
“He dado cima a un monumento más perenne que el bronce / y más alto que el regio sepulcro de las pirámides; / tal que ni la lluvia voraz ni el aquilón desatado podrá derribarlo; / ni la incontable sucesión de los años ni el veloz correr de los tiempos. / No moriré yo del todo y gran parte de mí escapará a Libitina”.
Así escribe el poeta Horacio en su oda 30 y al leerla hoy corroboramos su vaticinio: aunque él murió hace dos milenios, sus versos permanecen para nosotros jóvenes como el primer día, sin marchitarse ni corromperse, y conservan para siempre el genio de quien los compuso. En esto reside la maravilla de las obras de arte cuando verdaderamente lo son: no mueren mientras haya quien las goce. Horacio fue amigo de Virgilio, el poeta, y de Augusto, fundador del Imperio Romano, el más grandioso de la Antigüedad. La Eneida, epopeya en la que Virgilio cantó los orígenes de Roma, perdura hasta el presente plena de belleza y lozanía mientras que Roma, su vasto imperio y su primer y mayor emperador hace ya mucho tiempo que pasaron, reducidos a polvo y cenizas.
Bajo el mismo nombre de literatura circulan dos cosas bien distintas, producto una de la industria, la otra del arte, y sólo la segunda responde a un anhelo de perfección que, cuando se da, perdura indefinidamente. Toda industria, incluyendo la cultural, ambiciona vender el mayor número de sus mercancías —el libro puede ser una de ellas— al mayor número de consumidores en el menor tiempo posible. Diseño empresarial del artículo, producción de éste a gran escala, veloz colocación en el mercado, vasta repercusión mediática, venta masiva, rentabilidad a corto plazo, rápida circulación y sustitución por otro nuevo: estas son algunas de las leyes de la racionalidad industrial.
Se entrega a veces a una persona al linchamiento público tras aplicar una plantilla moral rigurosísima a uno solo de sus actos
En el otro lado, la cadencia y los modos del arte. El artista anticipa en su imaginación la perfección de una obra, se enamora solitariamente de ella, le entrega sus mejores horas, días y años sin esperar nada a cambio, y la elabora con demorada parsimonia manteniendo la mirada fija en la idea presentida al principio. Ya terminada, desea difundirla y compartirla con los demás. El escritor sale entonces al encuentro de los buenos lectores, aquellos en los que halla alguna complicidad del amor con que el libro fue escrito. No le importa quienes compran los libros, sino sólo quienes los leen, no tanto indiferente al número como paciente, porque espera que a los de hoy quizá se sumen otros mañana, si es que ha sabido producir una obra digna de permanecer.
Hoy muchos presumen de descreer del más allá: del más allá de la otra vida y de ese más allá de esta vida después de la propia desaparición que llamamos posteridad. Sin embargo, sólo la posteridad literaria discrimina, de entre la masa infinita de obras que se ofrecen, aquellas que deben preservarse porque trascienden la actualidad ocasional de la época en la que fueron compuestas. Nadie recomienda, por supuesto, escribir para la posteridad porque intentarlo sería ignorar que cada obra responde a las incitaciones del momento en que vive su autor, por fuerza un hijo de su tiempo. Pero cada uno de esos momentos que constituyen la cambiante historia participa de algún modo en una verdad invariable sobre lo humano. Hay obras que colaboran en la tarea —en que parece consistir la cultura— de perpetuo desvelamiento de la verdad. Por eso es perfectamente natural que el autor se mantenga en vilo escrutando los signos para averiguar si su obra pertenece a esa selecta categoría. En ese sentido, el lector de su generación no es de mejor condición que el de las siguientes, sino en todo caso al contrario por cuanto este último disfruta de una ventaja comparativa: la de tener en las manos un libro que la posteridad ha rescatado del cementerio de la literatura que es el olvido al juzgar que, pasada la prueba del tiempo, su lectura sigue siendo fecunda o interesante.
Sería ocioso insistir en que industria y arte no son formas puras de producción y que muy pocos autores personifican una sin contaminarse de la otra porque la mayoría se encuentra en algún punto intermedio entre esos dos extremos. En cambio, no está de más recordar que puede uno reivindicarse artista puro, consagrarse a la misión por entero como quien le va la vida en ello, ponerle voluntad, buena fe y el mayor entusiasmo imaginable, no rehuir ningún sacrificio por arduo que parezca, sentir el rapto de una vocación sublime, y que después la obra resultante nazca vieja, añosa, ayuna de arte, porque ni renuncias ni mortificaciones garantizan la perfección artística de la obra ni compran el derecho de su supervivencia a la inflexible posteridad, que no admite sobornos.
De mí sé decir que habría escrito esta tetralogía aunque se me hubiera exigido publicarla sin mi nombre y aunque no me reportara beneficio de ninguna clase, prendado de la visión que la inspiró allá en la edad primera. Añado que el resultado final no difiere mucho del que imaginé antes de empezarla. Pero, en todo lo demás, ando a tientas y en la mayor incertidumbre. Ignoro, como es natural, su auténtico mérito, estoy atento al juicio sereno de los buenos lectores que ya ha tenido y a la espera de los futuros, si los hubiere.
Era un ideal exigente con uno mismo e indulgente con los demás, pero ha prevalecido un concepto de ejemplaridad 'antipática'
Calcúlese ahora el significado que para mí pueda tener la nueva edición de la tetralogía, que salió por primera vez en la década que va de 2003 a 2013 en Pre-Textos y en Taurus. Cada uno de los títulos conoció varias ediciones y en 2014 este último sello ofreció una edición conjunta de los cuatro en formato de bolsillo, que hubo de reimprimirse. Cinco años más tarde —coincidiendo además con el décimo aniversario de la aparición de Ejemplaridad pública en 2009 — , DeBolsillo vuelve a lanzar la tetralogía con la expectativa, es de suponer, de ganar para ella nuevos lectores.
Me repito a mí mismo que no era previsible que esto ocurriera porque la tetralogía insiste en una sola idea a lo largo de más de un millar de páginas, discurre sobre ella en una línea abstracta, conceptual, apoyada en bibliografía mayoritariamente académica, sin concesiones a los apremios del ahora, desnuda de anécdotas y ejemplos, a contracorriente de las tendencias contemporáneas del pensamiento y usando una prosa que, si no densa, acaso pueda calificarse de intensa, exigente con el lector. Un proyecto de este estilo no representa exactamente el sueño de la industria del libro. Y, sin embargo, ha encontrado sus lectores dentro y sobre todo fuera de la pequeña comunidad de aficionados al ensayo filosófico. Un hecho que confirma mi convicción de que nuestra época, tanto o más que las pasadas, demanda ávidamente teoría y saluda con alegría interpretaciones articuladas del mundo que ayuden al ciudadano a calmar su deseo de conocer y conocerse.
La tetralogía propone una doctrina sobre el ser (ontología) y sobre el deber-ser (pragmática) a partir de la misma intuición originaria acerca de la verdad, dignidad y belleza del ejemplo.
El discurso sobre el ser ha sido elaborado desde los orígenes del pensamiento a partir del universal abstracto del lenguaje. Aquí se indaga un discurso alternativo, no intentado anteriormente, a partir del universal concreto del ejemplo. (…) Cuando la argumentación se desplaza del ser al deber-ser, entonces la tetralogía trabaja en la construcción de un ideal, entendiendo por tal la síntesis en una forma personal de los valores más estimados por una comunidad cultural. (…)
Desde su aparición, ha sido la dimensión pragmática de la tetralogía, más que la ontológica, la que ha captado la atención de la mayoría de los lectores y aun de muchos otros que, sin perder el tiempo de leerla, han tenido la amabilidad de citarla. Se explicaron en otro lugar las razones por las que un término como “ejemplaridad”, común en el lenguaje corriente pero ausente en la deliberación pública, entró con fuerza hace una década en el debate político. La recepción de la obra ha sido amplia y por fortuna transversal, trascendiendo sectores, grupos de intereses, ideologías y partidos, pero a cambio ha sufrido una severa simplificación de su contenido, excesivamente limitado a la cuestión —marginal en la tetralogía— de la ejemplaridad de las figuras públicas. Aun mutilada de esta manera, la noción de ejemplaridad conservaba en el sentir general un halo vagamente regenerador, y durante la década de la crisis ha estado a flor de labios de los políticos de uno y otro signo para afear la conducta del adversario enredado en algún asunto dudoso y reclamarle en nombre de la ética la urgente depuración de sus responsabilidades, sin esperar muchas veces siquiera al obligado esclarecimiento previo de los hechos.
De modo que la ejemplaridad, un ideal de dignidad y belleza, ha sido convocada casi exclusivamente en situaciones que la contradicen con grosera tosquedad, sin atisbo de dignidad ni belleza, casos de corrupción, degeneración moral y vulgaridad triunfante que parecen poner a prueba la posibilidad misma de un ideal de esa naturaleza. Con demasiada frecuencia ha sido invocada de manera oportunista en las escaramuzas de la lucha por el poder o en la carrera de unos y otros por calmar la sed de castigo de una sociedad escandalizada. Vemos con pena cómo a veces se entrega a una persona al linchamiento público y se la cubre de vergüenza y deshonor tras aplicar por sorpresa una plantilla moral rigurosísima a uno solo de sus actos, separado de la entera trayectoria vital donde sería justo juzgarla. ¿Quién de nosotros resistiría uno de esos controles-sorpresa? Una bestia o un dios, pero no un hombre. Sometida a la observación del microscopio, no hay piel humana enteramente limpia de bacterias y de basura biológica por mucho que se lave y se frote. Puede uno asquearse eternamente o puede tomar distancia para contemplar el cuadro entero, donde todas las piezas se complementan y crean un conjunto armonioso sin manchas visibles ni impurezas.
El concepto que ha prevalecido en el público no lector de la tetralogía, pero atento a las noticias sensacionales, ha sido, pues, el de una ejemplaridad antipática , vale decir, de corto aliento, oportunista, intransigente y puntillosa con el vecino, siendo así que sólo merecería llamarse ejemplar un ideal benevolente de lo humano, tan exigente con uno mismo como indulgente con los demás, que no ahorca la individualidad con la soga del moralismo, sino que deja espacio al error, los retrocesos, las pruebas fallidas, las revisiones, los abandonos y las correcciones que forman parte del natural aprendizaje de cada uno (¡nadie nace aprendido!), un ideal, en fin, que no se traiciona en un acto más o menos desafortunado y que sólo resplandece al considerar el curso general de la vida de una persona.
Y esa perspectiva general sólo se alcanza cumplidamente tras la muerte del individuo en la imagen final de su vida. Esta tetralogía se refiere a esa ejemplaridad provisional, parcial, in fieri, que se construye mientras el individuo vive. Cuando muere, el proceso se detiene, la ejemplaridad, antes en movimiento, se fija en una imagen definitiva y completa, monumento elevado a su memoria por quienes lo recuerdan. Así que los cuatro títulos de la presente obra se redondean con ese suplemento de ejemplaridad póstuma sobre el que medita mi siguiente libro, La imagen de tu vida (2017), quinto tomo de la tetralogía, por así decir.
El igualitarismo que la tetralogía postula como nota esencial de la ejemplaridad se consuma en la muerte, que todo lo nivela. Edgar Lee Masters abre su celebrado poemario Antología de Spoon River (1915) con una melancólica evocación de “la colina”, el camposanto donde yacen enterradas más de doscientas almas de ese lugar imaginario, y a cada una de ellas dedica un poema-epitafio que condensa la imagen de su vida narrada por la voz del propio difunto desde no se sabe dónde. Imposible leer esos epigramas funerarios sin percibir con emoción la verdad retrospectiva de los ahora convertidos en polvo, desvelada póstumamente por el poeta, cuando ya es demasiado tarde. Observamos cómo cada uno porfió por su dignidad a su manera y cómo todos comparten ahora la misma tierra por igual. Y, sin embargo, pese a sentir el intenso dramatismo de esos diferentes destinos finalmente igualados en el hoyo de la tumba, ni siquiera disponemos de tiempo para recordar diferenciadamente la imagen de cada uno porque las vidas insignificantes allí narradas son multitud, se suceden con rapidez y se amontonan en la memoria, una detrás de otra, tumultuariamente, produciendo en el lector una sensación coral de múltiples y fallidos ensayos de ejemplaridad. La vida humana es un libro que nos es dado a leer dos veces. La primera lectura suele estar empañada por la conmoción del descubrimiento, todavía fiados en la aparente firmeza del mundo. Conocemos la mortalidad de nuestra condición como idea , aún no como experiencia . Pasa el tiempo, envejecemos, nos distanciamos del yo juvenil y ya no sentimos la anterior continuidad con sus anhelos. Demasiadas experiencias del absurdo, demasiadas casualidades perversas que arbitrariamente se concatenan, pérdidas que a nadie benefician, episodios inconsolables que no se compadecen con un ideal humano. Y la confirmación cada día, cada hora, de que todo lo viviente sin excepción acaba corrompiéndose. Damos la bienvenida a otra primavera, de nuevo la misma fiesta de la naturaleza con sus galas y fragancias: todo igual año tras año, todo salvo… nosotros mismos, que sí hemos sufrido cambio sustancial porque somos un año más viejos. Y, al acumularse algunas primaveras más, iniciamos la segunda lectura del libro de la vida, cuando ya nos hemos informado sobradamente del “sucio secreto”. El veterano lector no sólo es más consciente de la idea de la muerte, sino que se sabe más cerca de ella, amén de que ya la ha experimentado en alguna persona amada que era parte de él mismo y se fue, quedándose desde entonces dudoso, perplejo, tentado por la melancolía.
En mi caso, las notas tomadas tras la primera lectura conformaron la tetralogía de la ejemplaridad que sigue a este prólogo, un programa de urbanización de la existencia humana que comprende el análisis de la experiencia a lo largo de sus tres primeros títulos y el de la esperanza en el último (hipótesis de una supervivencia individual post mortem). Urbanizar significa comprender el ser y el ideal como determinados esencialmente por algunos límites constitutivos que dotan a lo humano de la dignidad que le es distintiva. La índole de este programa explica la concentración de los cuatro volúmenes en aquellos temas que contribuyen a ese proceso de civilizada y envolvente autolimitación.
Habiendo alcanzado yo también la edad de la relectura, ando ahora apuntando en el cuaderno de notas las curiosas y peregrinas sensaciones que me está deparando. Y constato que en esta segunda mirada, atraída por el lado no urbanizable de la vida, están asumiendo particular nitidez los contornos irredentos, ingobernables, incluso salvajes —pero no por eso bárbaros— que en ella subsisten, aquellos que no se dejan ensamblar para formar un sistema lógico y se resisten a integrarse en una unidad de sentido de carácter conceptual.
Por eso no es demasiado arriesgado conjeturar que, si dichas notas redundan en libros nuevos en los próximos años, algunos de ellos abandonen la forma del ensayo filosófico y elijan un género literario más propicio para mostrar los elementos irreductibles de la existencia humana, aquellos que precisamente escapan a la definición filosófica.
Tetralogía de la ejemplaridad. Javier Gomá Lanzón. DeBolsillo. A la venta el 14 de febrero. Imitación y experiencia. 632 páginas. 9,95 euros. Aquiles en el gineceo. 248 páginas. 9,95 euros. Ejemplaridad pública. 376 páginas. 9,95 euros. Necesario pero imposible. 384 páginas. 9,95 euros.
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