Exposiciones de arte inmersivas: todo por Van Gogh, pero sin Van Gogh
Se encarniza la competición entre las tecnologías avanzadas y el contacto directo con la obra artística. El último taquillazo son las experiencias inmersivas con artistas clásicos, mientras los contemporáneos piden paso
En los cuentos de hadas, las historias se sitúan en la realidad interior del niño y no en el mundo exterior. El cuento y el mito son espejos mágicos de nuestra conciencia, guías de las etapas que hemos de pasar desde la cueva en forma de útero, donde está el poder femenino, hasta el futuro del mundo real, construido (mayoritariamente) por los hombres. William Gibson, que acuñó el término ‘ciberespacio’ en su novela Neuromante (1984), escribió: “El futuro está aquí, lo que pasa es que está distribuido de manera desigual”.
Durante siglos fuimos niños y niñas observando la coreografía de la naturaleza. En Pinocho ponemos chips en nuestros juguetes para que actúen como seres reales. En Peter Pan controlamos los genes del envejecimiento para vivir en el País de Nunca Jamás. Superman posee rayos X en los ojos y nosotros construimos escáneres de resonancia magnética que pueden mirar al interior de un cuerpo humano. Jack y las habichuelas mágicas serán los ascensores espaciales capaces de escalar hasta las nubes y más allá. La experiencia de hacernos pequeños y entrar, por ejemplo, en el cuadro de un artista y conocer sus obsesiones ya estaba en el País de las Maravillas de Alicia. Mediante materiales visuales, olfativos, sonoros y un hardware de última tecnología creamos mundos tridimensionales, es como estar en el vientre de una ballena sin necesidad de llevar pesadas mochilas y gafas equipadas con GPS. “Una experiencia absolutamente inédita y educativa que prepara al visitante para entrar más activamente en un museo convencional”, reza el marketing promocional de estos nuevos inventos, que ya son el paradigma de la nueva museografía.
Cuesta imaginar un curso de iniciación e instrucción más inapropiado que estos circuitos inmersivos que publicitan los nombres de los grandes genios de la pintura con la encantadora vivacidad de una lona del Cirque du Soleil. Solo en España hay nueve exposiciones diferentes de Van Gogh: Van Gogh: la experiencia, El mundo de Van Gogh, Meet Van Gogh… Lo mismo ocurre con la sufriente Frida Kahlo, cuyo rostro de gaviota se multiplica con discreción infalible en varias exposiciones por diversas capitales de la geografía mundial, en algunos casos sin que el visitante pueda ver la reproducción de un solo cuadro, pero sí en cambio vivir una experiencia psicodélica, más propia de un videojuego.
La última apuesta de la lucrativa industria cultural son estas nuevas plazas públicas. La pandemia pudo haber herido de muerte la exposición taquillazo, pero ahora las experiencias (no exposiciones) inmersivas son lo más exitoso y rentable, “el presente distribuido de manera desigual”. Muy pronto todo estará contenido en unas lentes de contacto, pero de momento hoy solo podemos movernos entre el estrecho aunque riquísimo espacio de los museos físicamente reales y el oceánico de estos vientres virtuales.
La zona cero de la moda de las muestras digitalizadas surgió hace 10 años bajo una montaña en la Provenza
Aunque parece un fenómeno reciente, la experiencia inmersiva existe desde el Auriñaciense y sus consecuencias se ajustan a lo que conocemos como principio del hombre (y de la mujer) de las cavernas, según el cual cuando se produce un conflicto entre la tecnología moderna y los deseos de nuestros primitivos antepasados, los deseos ancestrales siempre ganan. Esta es la razón por la que el ciberturismo nunca ha triunfado: preferimos ver la Muralla China en vivo que a través de unas gafas de realidad aumentada. Un ordenador puede pintar un rembrandt, pero cuando uno está físicamente frente a su obra, vive un presentimiento, el clímax de todo lo que ha ocurrido y ocurrirá después. El cine no acabó con el teatro en vivo, ni internet ha fulminado la televisión ni la radio, al contrario, se potencian nuevos usos como las plataformas televisivas o los audios. Hay una competición que no cesa entre las tecnologías avanzadas, high tech, y el contacto directo, high touch (a menos que cambiemos genéticamente nuestra esencia como seres humanos). Un medio nunca aniquila a otro, sino que coexisten, son las relaciones que se establecen entre ellos las que cambian.
El primer espacio inmersivo de la humanidad fue la cueva de Chauvet (36.000 años antes de Cristo): el desglose del movimiento mediante la superposición de imágenes sucesivas creaba un efecto de multiplicación de las partes del cuerpo en acción, leones, rinocerontes y caballos al galope que definen una narrativa gráfica, una tira de franjas que evocan planos. Puro cine. La iluminación de las antorchas hacía el trabajo que hoy crean los potentes proyectores digitales: al desplazarlas por las paredes de las cavernas, los animales parecían cobrar vida elegantemente. En términos relativamente más recientes, en la Camarga francesa, en el llamado valle del Infierno, Jean Cocteau filmó Le testament d’Orphée utilizando como pantalla múltiple las impresionantes canteras de piedra caliza que hay a medio kilómetro bajo la montaña. Hoy, este enclave de Les Baux de Provence está considerado la zona cero de la moda de la digitalización. Allí, la francesa Culturespaces, fundación especializada en exposiciones inmersivas con producciones en las principales capitales del mundo (compiten en excelencia con los sofisticados TeamLab japoneses), creó en 2012 su primer escenario, por donde han pasado las muestras de Klimt, Arcimboldo, Leonardo, Miguel Ángel, Picasso o Gauguin, proyectadas en sus 10.000 metros cuadrados de roca.
En los últimos tres años, Culturespaces amplió su radio a Burdeos: Les Bassins des Lumières, unos antiguos corrales submarinos construidos por el ejército nazi, y París: L’Atelier des Lumières, un edificio de fundición de hierro del siglo XIX en Bastille que el año pasado recibió más de un millón de visitantes. Para febrero anuncian dos “inmersiones” en Cézanne y Kandinsky. También en la capital francesa, en 2020, el Grand Palais Inmersif exhibió Pompéi: la réalité virtuelle, en colaboración con el Parque Arqueológico de Pompeya, recreando la cotidianidad de la anterior villa romana y la catastrófica erupción del Vesubio en el año 79 antes de Cristo, la historia de las excavaciones en el siglo XVIII hasta las más recientes, como la que en 2018 exhumó el exquisito mosaico del ninfeo de Ariadna y Dioniso.
Todas estas experiencias de inteligencia informática están funcionando como banco de pruebas para las grandes muestras de artistas contemporáneos. Hasta ahora solo se utilizaban para obras específicas: Yayoi Kusama (Infinity Mirror Rooms, hasta el 31 de marzo en la Tate Modern de Londres) o el Gaudí Dôme y el Gaudí Cube (Casa Batlló, Barcelona). La productora de InGoya (hasta el 16 de enero en el Centro Cultural Fernán Gómez), quizá la “inmersión” más solvente creada hasta hoy en España, anuncia que su productora ya trabaja con exposiciones de autores actuales, lo que podría tener un impacto beneficioso en el museo convencional: liberarían las salas de las palaciegas pinacotecas de la presión de exhibir “caprichos” koons, weiwei, convirtiendo a estos artistas en soberanos virtuales. En realidad, solo príncipes, príncipes rana.
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