¡Que viva la rumba!
Colombia es una esponja de músicas propias y prestadas donde parece que siempre hay sitio para más. Desde la tradición de la salsa y la cumbia a los coqueteos de Shakira con la champeta o las últimas estrellas del pop global
“Es prudente oír música antes del desayuno”, recomienda la protagonista de la novela de iniciación y melomanía ¡Que viva la música! La Mona, una adolescente rubia y con dinero, sale cada noche a descubrir el mundo a mordiscos de rumba (fiesta) por el Cali de los setenta, la capital afro y salsera de Colombia. “Tú enrúmbate”, repite la Mona. Otro consejo que es doctrina en todo el país, una esponja de músicas propias y prestadas donde parece que siempre hay sitio para más. En la otra costa, el Caribe colombiano es la cuna de la cumbia y otro buen puñado de tesoros tropicales: vallenato, champeta, porro. En el interior, la música llanera de la sabana. Y sobrevolando las raíces, nombres para todos los públicos como Juanes, Shakira o las últimas estrellas del pop global, los reguetoneros J Balvin y Maluma. Porque como dice también la Mona, “ellos (los músicos) llevan las riendas del universo”.
La salsa no llegó a Colombia por el Caribe, sino por el puerto de Buenaventura, la gran entrada del país al Pacífico. Aquella bomba de racimo inventada por migrantes puertorriqueños de Harlem volvía a bajar hacia el sur para inundar primeros los barrios obreros y negros de Cali, alimentados ya con sonidos cubanos como la pachanga. El concierto del 26 de diciembre de 1968 de los boricuas Richie Ray y Bobby Cruz en una abarrotada feria de Cali fue el golpe definitivo.
La ciudad se desbordó de salsotecas, orquestas, coleccionistas, bailes más acrobáticos y ritmos un poco más rápidos que los del invento original. Como la percusión desdoblándose frenéticamente sobre las congas en Aventura, de Grupo Niche, uno de los pioneros de la salsa caleña. Una escena que continúa muy presente con nuevas orquestas en la ciudad, considerada una de las capitales vivas de la salsa. El género acabó extendiéndose con fuerza también por Cartagena de Indias, con Joe Arroyo y la banda Fruko y los Tesos como capitanes.
No todo es salsa en la costa del Pacífico. Debajo de aquella ola caribeña quedaron algo sepultados los sonidos afrodescendientes del antiguo puerto de esclavos. Recuperar toda esa rica tradición es la misión desde hace más de una década del Festival Petronio Álvarez, bautizado así en honor el rey del currulao. En su oda al puerto de Buenaventura los instrumentos de viento coloniales marcan la base rítmica al compás del guasá. La marimba, otro instrumento matriz de la zona, manda en el Grupo Bahía o en Espíritu Balanta y Estrellas de Timbiquí. Siempre atentando a los latidos del hemisferio sur, el buscador de tesoros británico Quantic también se ha acercado a los sonidos del Pacífico.
En la otra costa, los tambores y las danzas negras del Caribe colombiano son la raíz de la cumbia. Otra música de aluvión como la salsa y hecha también por y para migrantes caribeños. Los de los años 30 y 40, cuando la costa empezaba a vaciarse rumbo a las fábricas de las ciudades montañosas del interior. En Cumbia en el monte, Pedro Laza añade trompetas y saxofones a las flautas tradicionales indígenas. Los Corraleros de Majagual fueron los capos del interior y del acordeón, otro instrumento colonial y que sirvió de puente para más variantes de la zona. Como el vallenato, el género romanticón favorito de García Márquez.
La cumbia (y los sonidos tropicales en general) vive desde hace años su enésimo revival, con músicos y productores contemporáneos haciendo virguerías sobre esa especie de beat arrastrado. Desde la batidora pop de Systema Solar o el afrofuturismo de Mitú, a la psicodelia de Meridian Brothers, junto a Frente Cumbiero y Ondatrópica (también con Quantic por medio), la vanguardia tropical de Bogotá. Y atención a las versiones dub del repertorio clásico de Los Gaiteros de San Jacinto.
También se ha hablado mucho últimamente de la champeta, que toma su nombre de los machetes de los primeros esclavos libres cerca de Cartagena de Indias. Un cóctel de rumba congoleña, afrobeat y hasta dancehall que los políticos conservadores primero intentaron prohibir por su baile apretado. Luego Shakira movió las caderas en la Superbowl y la champeta pasó de peligro lascivo a un anzuelo para turistas.
Shakira ya coqueteó con los ritmos africanos con el Waka waka del mundial de Sudáfrica. Su pop de fácil digestión suele tener una pata en la tradición de su país. Como antes Carlos Vives, resucitando comercialmente el vallenato. O Aterciopelados, introduciendo el gusto tropical al rock anglosajón. Detrás de los dos estuvo Iván Benavides, productor y factótum bogotano. En los 90, Shakira y Juanes eran las estrellas colombianas en los Grammys y el resto de plazas de éxito internacional. El relevo son ahora J Balvin o Maluma, parte ya del firmamento del pop global.
Y la historia se repite. Igual que en los 70 con la salsa en Cali, pero ahora con el reguetón en Medellín. Tomando prestada una música ajena ─otra vez de Puerto Rico y un poco también de Panamá─, estos dos muchachos paisas han colocado a su ciudad como faro del reguetón en el mundo. ¿Alguien estará escribiendo también ahora una novela de iniciación a través del perreo?
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