Joe Arroyo, el juerguista que se negaba a desaparecer
El cantante colombiano fue un exponente de la salsa
Como en El muerto vivo, aquella canción colombiana que interpretaba Peret, Joe Arroyo era el juerguista que se negaba a desaparecer. En varias ocasiones se rumoreó su fallecimiento, pero el hombre volvía a los escenarios. Hasta ayer martes, cuando sufrió el último fallo cardiorrespiratorio en una clínica de Barranquilla (Colombia). El informe médico resulta abrumador para alguien de 55 años: edema pulmonar, imposibilidad para comunicarse, diabetes, insuficiencia renal crónica...
Álvaro José Arroyo González había nacido en Cartagena de Indias el 1 de noviembre de 1955. Tenía docenas de hermanos o hermanastros: su padre era un juerguista bien conocido en esa zona. De niño, se acostumbró a ganar unas monedas cantando por los burdeles cartageneros, ante la consternación de una madre empeñada en que estudiara. Buena materia para culebrones: de hecho, estos días se emite allí la telenovela El Joe, la leyenda.
Se profesionalizó y, hacia 1971, terminó en Medellín, sede de Discos Fuentes. La compañía desarrollaba una alternativa a la salsa neoyorquina y con Arroyo consiguió un rotundo cantante y gran comunicador. Ejerció de vocalista de Fruko y sus Tesos, los Latin Brothers, Los Líderes y otras agrupaciones.
En 1981, Joe se puso al frente de una orquesta propia, La Verdad, con la que intentó superar el estancamiento de las fórmulas salseras. Buscaba asimilar músicas autóctonas -de la cumbia al porro- y ritmos antillanos; lo denominaron el joesón. Con La Verdad, Arroyo facturó éxitos continentales como La noche, A mi Dios todo le debo o Pa'l bailador. Su repertorio también tenía una dimensión educativa, con canciones que celebraban la historia de los esclavos y sus descendientes.
Una vida de 'rock star'
Joe era legendario por su música, pero también por sus fiestas, lo que allí llaman "la rumba". Frágil de constitución, se fue deteriorando por el abuso de alcohol y sustancias ilegales. Asombrosamente, insistía en que consumió "todas las drogas, excepto la cocaína", a la que culpabilizaba de muchas de las desdichas de su país, evocadas en piezas como La guerra de los callados.
Simplificando, podríamos decir que vivió como una rock star (de hecho, llegaría a ser portada de la edición colombiana de Rolling Stone). Con una grave diferencia: la economía de la música tropical es mucho más asfixiante que la del rock. Si dejaba de actuar, se secaban los ingresos. Uno de sus representantes, Marcos Barraza, en el libro La verdad, explica las asombrosas piruetas financieras que debió hacer para sacarle de un hospital, pagar la cuenta y ponerle a cantar, en el estado que cabe imaginar.
La narración de Barraza deja en mal lugar a Sayco y Acinpro, las sociedades colombianas de gestión de derechos de composiciones y grabaciones, cuyos pagos resultaban ridículos en comparación con la popularidad de Arroyo. Tampoco sale bien librada Fuentes, aunque es cierto que Joe regresó a la discográfica de Medellín, tras una estancia en la multinacional Sony. En España, visitó el circuito de festivales de música étnica; luego volvería para presentarse en discotecas de periferia.
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